La vergüenza ha sido una de las presencias más constantes en mi vida. No siempre tuve a mis amigas, existió un momento en el cual yo no poseía el amor por los gatos que hoy me ahoga, incluso puedo recordar un tiempo breve en el cual yo vivía tranquila sin conocer la fobia a las aves, pero nunca existí sin tener vergüenza, la siento desde que tengo uso de razón. Es más, si de mí dependiera, cambiaría la frase “uso de razón” por “abuso de vergüenza”. No siempre soy alguien que use la razón. Más allá de tener o no la capacidad de hacerlo, a veces me toca (y otras prefiero) sucumbir a las pasiones. Abusar de la vergüenza, en cambio, es algo que reconozco como propio tanto o más que a mi cuerpo o mi nombre.
Soy una persona extrovertida. Siempre lo fui. A veces se cree que ser extrovertida es no tener vergüenza. Debería preguntarle a otros extrovertidos, pero no es este mi caso. Un poco me molesta que se crea que la vergüenza es algo que le pertenece solo a los tímidos e introvertidos. Va directamente en contra de todo lo que profeso como escritora. Los sentimientos tienen matices. Mi vergüenza es solo mía, no se parece a la de nadie más, pero está tan presente como la de cualquier otro. Entonces, en resumen, la vergüenza es de todos y a la vez no es de nadie. No sabemos donde ponerla pero la llevamos a todos lados. Está siempre, a cada paso que damos. Y sin embargo nunca queremos hablar de ella. Nadie quiere reconocerse a la merced de esta marea roja que te ahoga y no te deja existir siendo vos mismo. Yo tampoco quiero, pero alguien tiene que hacerlo.
La vergüenza no es solo propia. De hecho, es tan poco propia que tenemos un término para denominar ese sentimiento de querer que alguien no viva su vida como lo hace porque te hace sentir incómodo a vos: vergüenza ajena. Me pregunto si sentir vergüenza ajena es un mecanismo de defensa por estar tan llenos de esa vergüenza propia, si nace de una necesidad de sentir que no somos los únicos o si quizás necesitamos un lugar donde ponerla porque nuestro cuerpo ya nos queda chico. Me inclino a pensar que es un poco lo segundo. Sé reconocer que antes, hace algunos años, eran más las cosas que me generaban un sentimiento que ahora se denomina “cringe”. Absolutamente todo me daba cringe. Mi twitter es una muestra de eso, y con gusto me dedicaría a revisar los archivos si no me diera aún más vergüenza hacerlo. Pero lo sé y me consta: todo me parecía motivo de crítica, vivía sintiendo ganas de pedirle a la gente que no se muestre tanto, que sea menos ella misma, que se tapen un poco. Entiendo, porque soy compasiva, que no me quedaba otra. Así como todo me parecía criticable en otros, todo me parecía criticable en mí. Ser yo misma me generaba un esfuerzo imposible de sostener. Creía que era la única persona del mundo que no sabía existir como correspondía, y solo podía sentirme mejor cuando encontraba la evidencia de que este no era el caso. Éramos muchos, sin dudas, los que andábamos por ahí intentando saber cómo se vive y fallando en las cosas más mínimas.
Cuando digo que en 2011 todo me daba vergüenza, no quiero decir realmente todo, pero sí abarco mucho más de lo que se suele abarcar con las hipérboles no literales. A veces me daba vergüenza llamarme Juana y no Sofía, otras veces me daba vergüenza mi apellido que la gente no sabía decir, todavía me da vergüenza ser alta. Me veía constantemente poseída por sentimientos de absoluta inhibición que achicaban mi experiencia humana. La más fácil de ilustrar es, quizás, una de la que hablé en el podcast que tengo con mi amiga María. Cuando usaba auriculares, me daba mucha vergüenza que el cable colgara por fuera de la ropa. Esto fue diez años antes de comprarme auriculares inalámbricos y al menos cinco años antes de saber que existían. No me daba vergüenza usar auriculares con cable porque eran el único tipo de auricular que conocía, tampoco me daba vergüenza escuchar música por la calle, pero sí me daba vergüenza caminar y que el cable colgara por afuera de mi ropa. Tenía que sí o sí guardarme el celular en el bolsillo delantero de los pantalones, pasar el cable por debajo de la remera o buzo que estuviera usando y sacar los auriculares por debajo. Si no podía hacer esto porque tenía puesta una pollera o un vestido, me veía en la obligación de tomar una decisión dura:
a) cambiarme de ropa.
b) no escuchar música por la calle.
c) no salir de mi casa, y punto.
Ojalá pudiera decir que nunca recurrí a la tercera opción pero no sería verdad. Tenía pocas cosas en mi ropero que no me daba vergüenza usar con mi cuerpo de nena de 12 años que en realidad tenía 15 y también me daba mucha vergüenza caminar por la calle sin estar escuchando música, así que la decisión no era simple. Como les dije, las inhibiciones movieron los hilos de mi vida por mucho tiempo. Mi experiencia humana era tan dependiente de estos sentimientos que no me quedaba otra que reconocerlos en otros. Necesitaba ir por la calle y pensar que las personas que me rodeaban daban vergüenza por sus decisiones más simples. Cuando digo sus decisiones más simples, de verdad quiero ser detallista. He llegado a sentir vergüenza ajena de un hombre que llevaba una birome color azul en el bolsillo de la campera. No sé qué parte de todo eso me daba vergüenza, si la birome, o su color, o donde estaba, o el hecho de que esa persona necesitaba llevar una birome a todos lados.
Trato de pensar de dónde sale la vergüenza, porque entiendo que en realidad nunca se va. Pero tiene que salir de algún lado, ¿no? Tiene que tener un origen, un nacimiento. Tiene que pasar a ocupar un lugar que antes no ocupaba, colonizándolo todo. ¿Por qué? ¿Qué la hace nacer?
Trato de pensar por qué ahora puedo vivir con tanta libertad y antes no. Hay cosas que hago a pesar de la vergüenza, como correr por la calle o decirle a un chico que quiero verlo, pero por lo general las cosas no me hacen temblar. No me importa qué tipo de auriculares uso, llevo cualquier cosa en los bolsillos, hasta puedo hablar por teléfono sin problemas (sí, hablar por teléfono también era un drama en sí mismo). Puedo hacer todas estas cosas sin que me dejen en un estado de angustia, pero antes no podía. ¿Por qué? ¿Qué cambió? Podría decir que cambié yo, pero no sería suficiente. Todos cambiamos todo el tiempo. Yo cambié mucho de los 7 a los 19 y esto no solo no barrió mi vergüenza sino que la hizo explotar. ¿Para dónde cambié? ¿De qué manera?
Trato de pensar qué color tenía la vergüenza en mi adolescencia, cuál era el subtexto que imaginaba detrás de las miradas de los demás, por qué me podía ver siendo la fuente de vergüenza ajena en otros. En el fondo siempre encuentro lo mismo: la ignorancia. Sabía que había muchas que no sabía y me sentía en falta por no saberlas. Creía que vivir era saber, entender. Creía que todos alrededor mío poseían una sabiduría que yo no, que entendían cómo había que vivir la vida y que a mí me tocaba decodificar sus señales para llevarme aunque sea un poquito de su conocimiento. Cuando me quedaba claro, por la reacción ajena, que no había sabido aprender la lección a tiempo, me castigaba. Vivía en un estado de “debería haberlo sabido” constante. Creía que vivir era algo simple para todos menos para mí, que nadie necesitaba tantas pistas para entender que una persona ya no quiere ser tu amiga, o que tu profesora no va a aprobarte en esa mesa, o que el colectivo no frena en esa esquina. Todos saben, yo adivino, y no siempre lo hago bien. De hecho, casi siempre lo hago mal, y ahí llega la vergüenza.
Quizás parece contraproducente decir esto, pero yo dejé de sentirme así todo el tiempo cuando entendí que en realidad nadie entiende nada. Cuando terminé la facultad y descubrí que mis profesoras tampoco sabían todo. Cuando empecé a salir con hombres que necesitaban, como yo, seis señales para entender que la relación se había terminado. Cuando mi mamá empezó a preguntarme cómo usar Instagram. Mi papá dice que el novio de mi hermana dice que todos somos bebés. Si todos somos bebés, todo me deja de dar tanta vergüenza. Me quedo con esa inhibición sana, la que aparece cuando estás a punto de hacer algo que vale la pena, como publicar lo que escribís o dar un abrazo. Esa que tu cuerpo soporta, esa que no lográs extrapolar a ningún otro cuerpo.
Ahora, mientras escribo esta columna, me cuesta señalar algo que me de vergüenza ajena. Pienso que todos están viviendo de una forma que les gusta, o quizás la forma que mejor les sale. Pienso que hay personas que no se dan cuenta que todos vemos en ellos algo que ellos no saben ver, pero su existencia me genera solo compasión. Yo también descubrí, años más tarde, que todos podían ver en mí cosas que yo ignoraba. Cuando ya sea tarde, yo voy a descubrir cosas que son obvias en mis palabras para cualquiera que las lea menos para mí. El momento del reconocimiento no es fácil. Esa ignorancia no me da vergüenza ajena, solo me deja con la certeza de que nunca dejamos de aprender cosas, nunca dejamos de ser bebés. Y los bebés no dan cringe, dan ganas de acompañar, de descubrir como crecen.
No sé de dónde sale la vergüenza y sé que a veces no se va a ningún lado, pero sé que muta y se transforma cuando me permito asombrarme por algo que en realidad deberíamos haber sabido siempre: mientras sigamos siendo ignorantes, nos quedan cosas por aprender, y mientras haya cosas por aprender, vivir va a ser entretenido.
Mientras escribo este newsletter, muchos días antes de que ustedes lo lean, dejo lista la columna semanal que saldrá el 09 de junio. En ella incluyo unas líneas que le escribí a mi amiga Caro, en forma de poema:
me pregunto si la gente puede ver desde afuera qué color tiene mi cariño que no quiere perderse me da vergüenza reconocer que pasaron cuatro meses y no siento lo mismo pero todavía siento algo
No sería la primera vez que uso este espacio para hablar de la vergüenza que me dio sentir, siempre. Me acuerdo de una tarde en Buenos Aires, todavía en la década del 90. Yo miraba por todos lados, dándome vuelta en cada esquina. Quería encontrarme con el chico que había conocido en las vacaciones, ese que tenía un reloj de pulsera que guardaba chicles y una gorra del demonio de Tasmania. Sabía que tenía un hermano y un nombre francés. No sabía más nada de él, pero sabía que vivía en Buenos Aires. Creía, y estaba segura de eso, que podía encontrármelo. En ese momento mi forma de ver el amor no me daba vergüenza. Me gustaría decir lo mismo ahora, pero ya pueden imaginar que no es el caso.
Así como sucede con los auriculares, no entiendo realmente qué elemento de la ecuación es el que me da vergüenza. No es necesariamente mi fe, aunque eso sí es un factor. Tampoco es la intensidad de mi ilusión. Ni siquiera tiene que ver con la imposibilidad de un encuentro. Creo que me dan vergüenza mis tiempos del amor porque pienso que soy la única que los tiene. Porque cuando le preguntás a alguien qué hizo en la semana te va a contar que fue al supermercado o viajó a la luna, pero nunca te va a decir que existió un microsegundo el sábado en el cual cerró los ojos mientras pasaba al lado de los músicos que tocan canciones de los Beatles en la estación de tren deseando que, al volverlos a abrir, no fuese primavera sino invierno y a su lado no existiese un desconocido sino la persona con la que sueña hace meses. Creo que me da vergüenza la soledad del sentimiento. Creo, porque no tengo herramientas para convencerme de lo contrario, que soy la única persona del vínculo que vive la separación como una separación, la única persona del mundo que condiciona su vida para generar un encuentro.
Este año estuve en Buenos Aires y miré mucho por las esquina. Creía, porque nadie tenía herramientas para convencerme de lo contrario, que podía encontrarme con la única persona del país que quería y no podía ver. Me dio vergüenza saber que lo estaba buscando, incluso cuando no lo estaba haciendo. No porque hubiese algo desmedido en mi anhelo, sino porque creía que mi anhelo era único, solitario. Creía que era la única de los dos que lamentaba no poder comprobar si detrás de años de simpatía existía además deseo.
Este año, hace tantos meses y tantos cambios que parece que fue un año diferente, me crucé con mi amiga Anto en un bar de Richmond. Unos metros atrás había visto también a una chica con la que trabajé en 2021. Cuando volví a mi casa le conté a María y, como siempre, dijimos que tenía que significar algo. Una de las ciudades más inmensas de la tierra se estaba convirtiendo en un charco en el cual todos terminábamos nadando. Si me había cruzado a estas dos mujeres, quizás podía cruzarme al hombre al que había estado buscando por meses. Pero no me permití realmente ilusionarme. Ahogué estas teorías cada vez que se desperezaron adentro mío. No tenía las herramientas para convencerme de que mi fe tenía fundamentos. Dejé que pasaran los días. Seis, casi una semana. Y fui al barrio más transitado de la ciudad, ese en el cual es imposible encontrarte con alguien porque incluso es difícil encontrarte con vos. Y él entró por la puerta, y yo por fin tuve las herramientas para convencerme de algunas cosas, pero hoy pienso que es injusto para mí que todo el tiempo necesite herramientas para prestarle atención.
Ya no es invierno y ya no busco encontrarme a las mismas personas que buscaba encontrarme en enero, pero el deseo del encuentro es tan propio en mí que sigo buscando encontrarme con alguien. Y una vez más creo, porque no tengo herramientas para convencerme de lo contrario, que soy la única persona del vínculo que entra a Tottenham Court Road y cierra los ojos cuando pasa al lado de los músicos porque así es más fácil recordar que hace meses éramos dos haciendo ese camino, que nunca me soltaste la mano, ni siquiera cuando me hiciste bailar adelante de todos.
Para poder hay que querer, y yo no puedo transitar mis búsquedas de otra manera porque evidentemente no quiero. No quiero poder caminar por Buenos Aires sin que me importe si me cruzo o no con alguien, tampoco quiero poder pasar al lado de los músicos de Tottenham Court Road sin que la nostalgia me impida caminar derecha. No quiero pensar que las cosas no significan nada, no quiero entrar a un bar ignorando quienes están alrededor mío. Siempre fui así pero este convencimiento viene con la edad. Pasan los años y el cuerpo tiene memoria pero la mente es más traicionera. Ya no me acuerdo de todas las cosas que esperé en su momento, ya no sé qué olor tenía mi escuela secundaria. Pero sé que estuve ese fin de semana de la década de los 90 en Buenos Aires buscando al chico de la gorra roja en cada esquina, a pesar de que mis padres intentaran hacerme entender que era muy difícil que lo cruzara. Siempre hay alguien intentando protegerme de mi propia ilusión. Entiendo que les da miedo que deje de vivir mi vida esperando que llegue otra en pareja. Es un miedo válido, es algo que he hecho muchas veces. Pero vivir para mí es un constante aprendizaje, y como docente sé mejor que nadie que solo se aprende lo que pasó por el alma.
Sé que estuve ese fin de semana en Buenos Aires y olvidé todo lo demás pero no olvidé mi anhelo. Y todas las estaciones de tren son iguales, pero Tottenham Court Road es diferente gracias a la parte de mí que dejo cada vez que camino por al lado de los músicos que nunca más volvieron a tocar All You Need is Love en mi presencia. Me da vergüenza creer, porque no tengo herramientas para convencerme de lo contrario, que siempre soy la que mantiene vivo el deseo del encuentro que no necesariamente significa una promesa de amor eterno o siquiera un bostezo de amor temporal. Pero quizás del otro lado también hay uno que anhela que algo nos cruce y nos permita decir eso que no pudimos ni podemos decir sin ayuda.
Este newsletter ya estaba terminado y no iba a incluir esta sección, pero salí a caminar después de un día de limpiar mi casa y toser en la cama y me encontré con este podcast que apareció a darme grandes ideas. Por eso estoy sentada en mi café favorito tomando un té helado de durazno como haría cualquier persona que quiere aprovechar el verano, escribiendo esto para ustedes.
Algo muy interesante en lo que se habla en este podcast es la diferencia entre la vergüenza y la culpa. La vergüenza es un sentimiento de insuficiencia que te hace sentir naturalmente e inherentemente fallado, alguien que no merece pertenecer al mundo como el resto de las personas. La conductora del podcast es una mujer discapacitada con un cuerpo no hegemónico y es interesante como habla sobre esto. Muchas veces la concepción de la experiencia humana está pintada como algo a lo que se accede cuando se tiene un set de características que nos dan valor. Yo no puedo hablar sobre la vergüenza corporal porque la tengo, como todos, pero no creo que la sociedad la refuerce todos los días como sí sucede con las personas que no tickean todos esos casilleros que yo tengo el privilegio de tickear. Puedo hablar, en cambio, sobre el dinero. No hay nada inherentemente avergonzante en ser una persona de clase media que ha tenido malos momentos, y sin embargo vergüenza fue el sentimiento más presente en los momentos en los cuales no pude pertenecer a los sectores de la sociedad que tenían “lo que hay que tener”. Me parece terrible que la vergüenza colonice todo, incluso la impotencia, la angustia, el miedo, la tristeza. Si una puerta se nos cierra por cosas que nosotros no generamos, por circunstancias arbitrarias que deciden que ser de una manera está bien y ser de otra manera está mal, deberíamos sentir otras cosas antes que vergüenza. Deberíamos darnos el lugar de decir que esas oportunidades que se nos niegan nos duelen, nos enojan. Pero no lo hacemos. Siempre gana la vergüenza. No sé por qué. Me imagino que tiene que ver con que la sociedad hace un buen trabajo estandarizando la experiencia humana. Todos terminamos queriendo ser iguales a todos. O quizás no a todos, pero sí a las personas que respetás, esas que llevan una vida que te gustaría llevar. Tampoco sé por qué. Me animo a decir que en mi caso me resulta mucho más fácil hacer el intento de vivir una vida predeterminada que le funciona a otras personas antes que tirarme al vacío a intentar vivir una vida que nadie sabe cómo va a salir, que voy a vivir solo yo y sobre la que nadie puede realmente aconsejarme con más claridad que la que yo debería tener. Y podría seguir diciendo que esto se relaciona a la falsa sensación de seguridad que muchas veces transmitimos a las demás personas, a esa absoluta falta de perspectiva que tenemos todos. Nadie se anima a imaginar que la vida de los demás tiene capas oscuras, y nadie se anima a explicar cuáles son sus capas oscuras. Cuando tenemos una conversación escuchamos el subtexto que más tememos. Un amigo nos habla de su trabajo que puede ser bueno, malo o regular, pero nosotros que tenemos vergüenza del nuestro pensamos que nunca vamos a vivir tan tranquilos, que nunca vamos a sentirnos seguros de lo que estamos haciendo. Admiramos a ese amigo sin cuestionamientos porque no somos personas horribles que interrumpen una conversación para preguntar ¿pero esto es realmente lo que te gusta hacer? ¿cuánta plata ganás? y ese amigo nunca nos explica que todas las noche se acuesta mirando el techo y piensa en nosotros y en cuánto nos admira porque tenemos muchos amigos porque ese amigo no es una persona horrible que va a interrumpir una conversación para decir ¿pero realmente te sentís bien acompañado cuando te juntás con todos esos amigos? ¿tuviste alguna vez ansiedad social?
Pero suficiente con esto. Podría seguir dándole vueltas por horas y seguramente lo haga en mis talleres gracias a esos maravillosos humanos que siempre me acompañan en los debates. Ahora quiero hablar, brevemente, de la culpa. La culpa, de acuerdo a este podcast, tiene elementos positivos. Está atada a esas cosas que hacemos que no aprobamos, y nos puede ayudar a aprender. Por mucho tiempo sentí culpa de cosas que hice, y estuvo bien. En mi vida hice cosas malas, la culpa era merecida y necesaria. Si no la hubiese sentido, nunca habría aprendido, y seguramente habría lastimado más personas. Pero, ¿cómo saber si lo que sentimos es culpa o vergüenza? Y lo que es más importante, ¿cómo saber si sentir eso nos puede traer cosas positivas?
Sentir vergüenza nunca va a ser bueno. Por definición, este estado te hace creer que hay algo íntimamente mal en ser como sos. Nunca es bueno sentir eso. Pero la culpa puede ser positiva. El ejemplo que ponen en el podcast tiene que ver con salir y tomar alcohol. Situación con la que es fácil identificarnos, si las hay. Dicen que si no querías tomar y tomaste igual, entonces seguramente sientas culpa y es una culpa buena, porque señala que fallaste en cuidarte a vos mismo y a tus deseos. Si, en cambio, querías tomar y lo hiciste y la pasaste bien, entonces quizás esa nube negra del domingo a la mañana sea vergüenza, porque de alguna forma te las ingeniaste para creer que sos la única persona del mundo que hace cosas estando borracha que no le gusta recordar al día siguiente. Y acá hay otra capa, y por esto este tema es tan complejo, ¿por qué nos molesta recordar qué cosas hicimos estando borrachos? ¿Es porque caemos en conductas autodestructivas que después nos dan culpa? ¿O es porque nos imponemos un estándar de comportamiento superior al que realmente otros esperan de nosotros y no cumplirlo nos da vergüenza?
Llegué a este newsletter intentando traer certezas, pero me quedan solo dudas. Por suerte, no me queda mucha vergüenza. Mientras las cosas sigan así, estaremos bien.
Para que consideren su forma de ver la vergüenza:
Algo para leer: So You've Been Publicly Shamed, un libro que yo no leí pero me recomendó una persona en la cual confío muchísimo.
Algo para ver: Taylor Swift hablando en NYU y diciendo que incluso el término “cringe” va a terminar dando cringe en unos años, así que es mejor abrazar estas cosas cuanto antes.
Algo para escuchar: cuales quieran sean sus placeres culposos que no tendrían por qué darles vergüenza. Yo, por ejemplo, disfruto escuchando Top Hits de 2011 y canciones del mundial.
Algo para que sean parte de nuestra comunidad: en julio vamos a escribir sobre la vergüenza en un afán de liberarnos de ella. En Patreon vamos a leer Cómo me enamoré de Nicolas Cage, vamos a tener consignas semanales inspiradas en la temática de este newsletter y van a recibir una grabación exclusiva con consejos para perder la vergüenza de mostrar lo que escriben. Si quieren sumarse, pueden hacerlo a partir del 01/07 por acá.
Algo para que lleven la escritura al próximo nivel: la temática de este newsletter también se tocará en nuestros talleres de Terapia Creativa para Escritores. Cuatro clases de una hora (a veces más, a veces menos), la oportunidad de trabajar de forma individual y en parejas, debates abiertos sobre la temática mensual y la oportunidad de participar de nuestro mundialito regional para poner lo aprendido en práctica. Si es tu primera vez participando del taller, tenés un 30% de descuento. Encontrás más info acá y te sumás al espacio contestando este mail.
Si algo me quedó claro después de escribir sobre la vergüenza es que no sé de dónde sale y no entiendo a dónde se va pero sí sé que sobrevive en el silencio. Como por arte de magia, cuando uno la nombra desaparece. A veces porque entendemos lo ridículo que suena, a veces porque descubrimos que no estamos solos en el sentimiento. No podría pedirles que me dijeran qué cosas les dan vergüenza, pero sí los invito a que me compartan lo que sea que salga de sus manos en forma de palabras. En la edición anterior les dije que siempre leo lo que me escriben, y esto pareció impulsarlos a escribirme mucho más. Esta edición del newsletter es en parte resultado de ese intercambio. Hoy les digo que escribir no debería darles vergüenza. Tampoco mostrar lo que escriben. Hoy les digo que yo siento exactamente lo mismo que sienten ustedes cuando se comparten, pero aprendí que negándole a la vergüenza la comodidad del silencio se me hace más fácil desterrarla. Ojalá ustedes también se animen a barrerla con palabras.
Hasta julio,
Juani
Closing arguments
Gracias por leerme haciendo esto que nunca deja de darme vergüenza. A continuación, te dejo algunos links útiles, que antes solías encontrar a lo largo del newsletter.
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