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Salió el sol, pero vos no te confiás. Aprendiste con los años que es una distracción que ofrece el frío para tomarte desprevenida y apuñalarte sin piedad cuando salgas afuera. Estos últimos días elegiste quedarte adentro, desperdiciar la luz, pero es martes y hace días que estás sola sin ver a nadie y querés cruzarte con una cara humana, una voz que no sea la tuya. Acumulás capas sobre capas, enroscás tu bufanda alrededor de una polera gruesa, te asegurás de que no haya quedado ningún centímetro sin cubrir. Cuando cruzás el umbral y te despedís de la calefacción central, el aire te quema la cara. Es la única parte de vos que no podés cuidar, la misma que ve todo el mundo. Te parece curioso, una vez más. Recordás a tu novio diciéndote que la cabeza se lleva toda la sangre de tu cuerpo, que por eso soporta el frío mejor que tus manos o tus pies. Te sigue pareciendo un milagro poder caminar por la calle sin que se te caiga la nariz.
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Todos los eneros son fríos de este lado del mundo. Hace un año también salías de tu casa envuelta en capas sobre capas, con la cara ardiendo porque no podías protegerla. Tenías miedo. Hace un año, en enero, ese chico con el que estabas saliendo se convirtió en tu novio, y vos empezaste a entender que las capas de ropa y el frío y la cabeza llevándose toda la sangre de tu cuerpo tienen que ver con algo más que solo el invierno.