Siempre me importó la belleza. Entiendo el rechazo que esta oración introductoria puede generar en mis lectores. Podría apurarme para aclarar que hablo de la belleza general, no solo la propia, que no estoy diciendo que siempre me haya importado ser linda. No sería del todo verdad. Siempre me importó buscar la belleza en todo y quiero hablar sobre eso, sobre la poesía que es existir en un mundo que tiene tanto para cautivarme. Pero también me importa ser linda, a pesar de que me cueste admitirlo. Mi relación con la belleza es complicada. La necesito en las cosas que habitan a mi alrededor y resiento buscarla en mí con tanta constancia. Y a la vez, caigo una y otra vez en la trampa de dejar de lado la belleza externa que me es regalada y obsesionarme con la propia que nunca alcanza.
Quiero hablar de la belleza de la existencia humana porque me salvó la vida. Quiero hablar sobre por qué compro flores, qué fibra tocan en mí los árboles, cuánto lloro cuando miro el mar. Quiero hablar de Radiohead y Sylvia Plath. Quiero hablar de ese instante en el cual el amor te desordena las formas y los colores y la cara de la persona completamente normal que tenés enfrente se convierte en la cara más hermosa que viste y verás en tu vida. No sé si quiero hablar sobre mi belleza, tampoco sé si me va a salir bien hacerlo, pero creo que no podría dejar de lado mi relación con este capital que siempre consideré fundamental tener, hacer crecer, explotar. Sé que muchas personas que me leen no tienen la mejor relación con su propia belleza, incluso siendo portadoras de una belleza más grande que la de cualquiera. No alcanza con tener algo para sentir que se lo tiene. Me cuesta encontrar una posición cómoda para hablar del tema. Como mujer “hegemónica”, no podría decir que la belleza no hace una diferencia, tampoco podría intentar convencer a alguien de que poseerla no trae beneficios, y no sería sano hacerle una oda para intentar llegar a un pseudo empoderamiento. Está bien que me cueste entender qué decir. Ser una mujer que vive dentro de una estructura me convierte invariablemente en alguien obligado a jugar un juego que tampoco entiende si le gusta. Mi relación con la belleza es complicada, difícil de entender, difícil de escribir.
Espero que este newsletter complicado les guste. Espero que tenga un poco de la belleza que a mí me gusta encontrar en las palabras de los demás. Como el mes pasado, hay un Padlet para que contesten anónimamente las preguntas que dejo abajo de cada sección. Pueden revisarlo por acá.
Durante octubre voy a irme de Instagram, y los posteos semanales promocionando extractos de esta columna no van a traer nuevos lectores a este lugar. Tampoco podré hacerle publicidad a los talleres. Me toca hacer la prueba de no publicar nada en ninguna de mis cuentas y confiar en el boca a boca y en los medios de difusión que uso por fuera de las redes. Vengo a pedirles un favor y traerles un regalo. Si algo de lo que leen acá durante octubre les llama la atención, ¿pueden compartirlo con alguien que resuene? Si sus cuentas son de esas que llegan a personas como vos y yo, ¿pueden compartirlo también con sus seguidores? No creo que yo pueda vencer jamás al algoritmo, y eso me hace sentirme incluso más cómoda yéndome de Instagram por un mes, pero creo mucho en el marketing arcaico: compartir con tu gente lo que te hace bien. Si esto les hace bien, y sienten que quieren pasar el dato, lo agradecería mucho.
El regalo prometido es que a partir de ahora y durante todo octubre van a poder acceder a la suscripción anual con un 25% de descuento en
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Durante todo octubre voy a estar escribiendo un diario de octubre como hice el año pasado. Pueden suscribirse si tienen ganas de transitar este mes conmigo. Si quieren participar de los espacios de Todo Nuestro, pueden escribirme un mail a todonuestro.todosuyo@gmail.com y voy a contestarles con mucha prontitud.
Estoy por cumplir treinta años. Lo repito todo el tiempo porque es de esas cosas que por momentos temporales te definen de manera inevitable. Nadie que esté por cumplir treinta años puede dejar de sentirlo. Creo que un poco se relaciona al hecho de que por primera vez en mi vida estoy ingresando a una nueva década teniendo completa consciencia de lo que pasó en la anterior, es la primera vez que estoy abandonando diez años de ser adulta. Cuando cumplí veinte me sentía completamente alejada a la Juana de diez, pero eso no me pasa ahora. La Juana de veinte está presente en muchos momentos, todavía comparte gustos conmigo, todavía me habla. Los recuerdos de estos diez años no son tanto recuerdos sino souvenires que me llevo a todos lados. Despedirme de esta década no me da tristeza pero sí me conmueve. Es como terminar la secundaria. No me gustaría quedarme, pero tampoco puedo evitar emocionarme al entender todo lo que pasé mientras podía llamar a los 20s mi hogar.
Para mí hablar de la belleza y de cumplir treinta son dos cosas que van de la mano, por más de un motivo. Me quiero meter primero en el más urgente. Yo estoy muy feliz de estar cumpliendo treinta. No puedo parar de hacer referencia a este dato. Siento que todas mis decisiones están directamente ancladas a estar entrando en esta nueva etapa y muchas de ellas tienen que ver también con la belleza. Hace algunos años Tumblr hacía circular una frase de Elsie de Wolfe que decía "I'm going to make everything around me beautiful- that will be my life." Siento que por fin ahora logré convertirme en esa persona que hace que todo a su alrededor sea hermoso. A veces lo logro comprándome flores, a veces lo hago mirando con más detenimiento. Hablaré de esto en un rato, pero quiero mencionarlo porque pienso que invariablemente tiene que ver con el hecho de que estoy por cumplir treinta. Me niego a encarar una nueva década de la misma forma en la que empecé la anterior. La Juana de 20 creció en Twitter, haciendo de la queja y la crítica una personalidad. Creía que ser graciosa estaba directamente unido a convertirme en una especie de Tana Ferro de la virtualidad. Entiendo que esto sigue siendo una commodity, pero no para mí. Ya no quiero ser esa persona. No me divierte ni me aporta catalogar cosas de “gronchas”. Quiero poder comerme una mandarina porque no hay acto más hermoso unido al verano que este, y quiero que no me importe si las manos me quedan con olor. Quiero escuchar Romeo Santos en una pileta con mis amigas, sintiendo el calor de un día que no se termina más, y dejar de pensar en que mis gustos musicales impactan de alguna forma sobre mi valor y mi atractivo. Quiero dejar de curar mi imagen y mi percepción de las cosas con el afán de convertirme en un concepto. Quiero ser una persona con todo lo que eso trae. Mi habitación que a veces —muchas— está desordenada, los días en los que no me lavo el pelo, un arroz con queso que no tiene pinta pero sí es rico. Sacar estas cosas del ojo ajeno para permitirles ser lo que me gusta que sean. Quiero que la Juana de treinta no sea una persona que otras querrían ser. Me pasé una década casi entera intentando ser un modelo a seguir, un ejemplo, una aspiración. Ya dije en mis columnas semanales que en parte esto se desprende de mi condición de maestra e hija mayor. Se espera de mí que naturalmente sea estas cosas, sí. Pero no podría seguir mintiéndome. También hay mucha vanidad detrás de esta postura. Hay un placer en saber que otros imaginan que en su futuro tendrán tu presente. No me juzgo por haber caído en esa trampa durante tantos años porque realmente hice lo mejor que pude, pero me niego a seguir haciéndolo. Como Elsie de Wolfe, voy a hacer que todo a mi alrededor sea hermoso, pero no para los demás, para mí. Voy a entrenar mi mirada para encontrar la belleza donde otros no la ven, voy a leer poemas que me hagan escribir a mí poemas hermosos. Esa será mi vida, desde los treinta y en adelante.
Cuando digo que estoy por cumplir treinta, situación que de verdad pasa muy seguido, la gente siente la necesidad de consolarme. Me parece muy gracioso, un gag repetido en la sitcom de mi vida. “Pero parecés mucho más joven”, “sos re piba igual”, “dicen que los treinta son los nuevos veinte”. Me veo en la obligación, a veces, de andar haciendo aclaraciones individuales:
No sé si efectivamente parezco más joven de lo que soy, pero tampoco me afecta necesariamente parecer de treinta. Hay muchas ideas conceptuales de lo que una mujer de treinta es y entiendo que no caigo yo en muchas de esas denominaciones pero sí caigo en muchas otras. Nunca fui buena adivinando las edades de la gente, tampoco, así que no sabría realmente qué cara o cuerpo se supone que tiene que tener una mujer de treinta. ¿Qué quiere decir que parezco más joven? ¿Tan malo es que se note que terminé de vivir mis veinte y ya estoy para otra cosa?
Me causa muchísima gracia cuando me recuerdan que me queda tiempo todavía. Se esconden muchas cosas detrás del “sos re piba”. Me están queriendo decir que tengo posibilidades de lograr todas esas cosas que las mujeres ya no podemos lograr a los cuarenta, me están queriendo decir que está bien si no tengo todo calculado. Pero es mentira que soy una jovencita. Es verdad que muchas veces me puedo ir a dormir a cualquier hora como cuando tenía 23, pero en muchas otras cosas la vida te pasa factura. Mis opciones son limitadas, por suerte y por desgracia. Ya no me cautiva la idea de encontrar a un Hugh Grant, perdí las ganas de intentar muchas cosas que antes me entusiasmaban, los números empiezan a asustarme. Entendí gracias al don de la experiencia que no existen las personas ideales, que las relaciones personales se construyen. Mis posibilidades de vivir diferentes vidas se achican, me dejó de interesar estudiar una carrera de grado desde cero o vivir en Australia. Perdí sueños, me abandonaron cuando elegí otros. Y tengo miedos que antes no tenía. Me da miedo el paso del tiempo porque mis papás se están haciendo grandes mientras me hago grande yo. Mis necesidades económicas crecen y no lo hace así mi sueldo. Y ya no tengo veinte. Ya no puedo decir que me esperan veinte años de disfrutar la vida antes de decidir si quiero ser madre. Me esperan diez, pero se me fue la mitad. Entonces sí, entiendo que tengo un montón de tiempo por delante, que todavía soy piba, pero no se puede negar que una ya no es la que era, que los treinta te ponen en un lugar en el que nunca estuviste antes y que no vas a saber transitar hasta que no te toque transitarlo. Pero este no es el punto. El punto es que a veces, cuando digo que estoy por cumplir treinta, la gente interpreta que lo que quiero decir es que siento que me estoy quedando sin tiempo, que me estoy haciendo vieja. Jamás dije eso. Digo que no soy la que fui porque es verdad. Porque por suerte viví todo lo que viví, por suerte abandoné sueños ideales por realidades concretas, por suerte transito la vida al ritmo de la gente que quiero, acumulando años en el mundo.
No quiero que los treinta sean los nuevos veinte. Quiero que los treinta sean los treinta. Tampoco sé qué quiero que sean porque no volvería a encarar una década creyendo que sé lo que me espera. Sé que quiero vivir otra etapa, manteniendo lo que soy pero incorporando cosas nuevas. Quiero dejar ir lo que se tenga que ir y abrazar lo que está hecho para quedarse. Ojalá, también, me toque reencontrarme con esas cosas y personas que los veinte me quitaron. No sé qué espero de los treinta, pero no les tengo miedo. Siempre encontré la belleza en lo desconocido. Nada me parece más hermoso que no saber lo que me espera.
Hace casi un año que estoy caminando por una larga ruta nostálgica y como persona con muchos signos de agua en su carta (una Marta en Cáncer, como decimos con mis amigas) me encanta vivir en este estado. Entiendo que no les pasa a todos. Entiendo que para muchos cumplir treinta es encontrarse de frente contra la certeza de que no se convirtieron en quienes creían que serían para este entonces. Para otros es el descubrimiento de que la vida es más corta de lo que parece. Para muchos, o muchas, es el recordatorio de que se terminan los años bellos. No solo los años de encontrar lo lindo en la emoción y las historias, sino también los años de ser considerada persona portadora de belleza. Por supuesto esto me angustia como a todos. Como ya hablaré más adelante, ser linda es una imposición social que nadie puede realmente sacarse de encima. Yo tengo la suerte de haber podido cumplir con este requisito fundamental de ser mujer digna según la sociedad sin mucho esfuerzo. Siempre se me consideró bella, hasta ahora. Sé lo que me espera. Sé que me espera un vacío que me va a costar transitar. Sé que me esperan noches de volver a mi casa y preguntarme qué está mal conmigo ahora que me miran menos. Sé que el amor propio es una cosa complicada. Cuando necesita de algo para existir, amenaza con irse junto con ese algo. Yo voy a dejar de ser joven, linda va a caer en la lista de adjetivos que la gente puede enumerar cuando me nombren. Entiendo que la edad es una actitud y la belleza es subjetiva pero no vengo a hablar de eso. Vengo a hablar de que tu exterior te posiciona en un lugar frente a los demás, y cuando tu exterior cambia también cambia tu lugar. Cambia, aunque no queramos aceptarlo, quien sos. Esto está mal pero también es real, ineludible. Yo, que siempre me sentí cómoda sabiendo que mi exterior era agradable al ojo ajeno, voy a tener que aprender a vivir de otra manera. Voy a tener que acostumbrarme a ser invisible, a que otros encuentren en mí muchas cosas que se podrían mejorar. Y no, no me va a pasar a los treinta, pero pasar a esta década implica que primera vez me tengo que encontrar de frente con la verdad clara de que los años pasan para todos.
No quiero consuelos porque no creo que existan y esto tampoco es algo que me angustie. Es algo que ojalá las generaciones futuras puedan no transitar. Ojalá los niños de ahora no lleguen a los veinte siendo conscientes de cuánto son vistos. Pero a mí me tocó ser una chica del 92 y cumplir treinta es para mí todo esto. Hablo de la belleza en concreto porque es el tema de este newsletter, pero sé que no es el único lugar por donde pega este paso. Sé, como dije recién, que a muchos les afecta por el lado de los proyectos, la maternidad, la casa propia, la carrera universitaria. Sé que muchos sienten, y yo también, que podrían haber hecho más. Creo que hicimos suficiente.
Este año tuve una relación muy corta, casi instantánea, con un chico de mi edad. Por lo general salgo con gente más grande o más chica, pero él fue la excepción. Hablamos sobre cumplir treinta. Me dijo que no era un tema que lo hubiese preocupado, pero que el día de su cumpleaños estuvo muy triste. No había llegado, según él, a ser quien quería ser. Esto le daba la pauta de que seguramente venía atrasado en la vida, y que a los cuarenta tampoco iba a llegar de acuerdo a sus expectativas. Le dije algo que reservo solo para la gente que quiero, porque supe enseguida que no seríamos pareja pero algo me hacía tenerle cariño. Se los digo a ustedes ahora, porque también les tengo estima. La gente se muere. La gente se muere a los ochenta pero también a los veinte. Algunos de ustedes saben, tan bien como yo, qué se siente cuando alguien que conocés se muere mucho antes de su tiempo. En mi década de los veinte me tocó ver la partida de varias personas que merecían más tiempo en la tierra. El sentimiento de enojo nunca te abandona. Eventualmente entendés que todo pasa por algo, que somos nada en el universo, pero la bronca sigue adentro. Que por qué él, por qué ellos. El sentido no se encuentra nunca. Y la gente se muere joven. La gente se muere antes de los treinta. Amy Winehouse y Kurt Cobain pero también el hermano de tu amiga, tu compañero del jardín de infantes, la chica feliz que siempre pensaste que iba a estar en la misma mesa del bar de tu barrio. Y yo estoy acá, cumpliendo treinta. Estoy cumpliendo treinta siendo un cuarto de lo que pensé que sería pero los estoy cumpliendo. Tuve treinta años en esta tierra y parecería ser que me van a tocar algunos más. No necesito consuelos, no hay nada triste en el paso del tiempo. Cada arruga prematura, cada pérdida de elasticidad en los movimientos, cada cana significa que tuve más tiempo que otros.
Esa noche ese chico que tampoco me gustaba tanto me escuchó decirle eso y me dijo que le hubiese gustado entender que existía esta forma de ver los cumpleaños antes del suyo. Quizás ustedes también estén por cumplir treinta. Quizás ya los tengan. Quizás también les pesa no haberse comprado una casa, no haber terminado la facultad, no haber tenido novio. Quizás les da miedo que sus papás estén más viejos, que sus noches se vuelvan menos divertidas y más calmas, que algún día nadie los mire por la calle y piense en su belleza. Espero que esto sirva. Cumplir treinta es el símbolo de que fallamos en lograr un montón de cosas y estamos llegando tarde a un montón de otras, pero también significa que llegamos. No sé a qué, al mundo, al 2022. Llegamos y no todos llegan. Recordar eso siempre me trae una paz que no encuentro en ningún otro lado.
Mi pregunta es, ¿cuáles fueron tus momentos más felices de los últimos diez años? ¿A qué cosas agradecés haber llegado a tiempo?
Una vez, hace algunos años, mi amiga Camila me dijo con un tono muy serio que quería compartir conmigo una angustia. Esa noche íbamos a cenar y me prometió contarme cuando nos viéramos. Estuve toda la tarde preocupada y apenas nos sentamos a la mesa le pedí que escupiera lo que tenía para decirme. “Tengo miedo de casarme con un hombre que usa pantalones cargo” me dijo, consternada. “Va más allá del pantalón en sí. Un tipo que usa un pantalón cargo también usa un buzo de polar con pelotitas, antes de que te des cuenta deja de ponerse perfume para salir, no se cuida ni se afeita. Hay tipos que hoy no usan pantalón cargo pero sabés que a los cuarenta van a caer. Me da terror.” Me reí y se rió y coincidimos con que era una estupidez pero también tenía una gran cuota de realidad. No hay nada de malo en un pantalón cargo ni en un buzo de polar pero entiendo lo que representa en esta idea. Esta misma amiga me dijo que todos los feriados salen a caminar las señoras de plata que usan chalecos inflados de La Martina. Tiene razón. Me fascina su talento para poder enmarcar personalidades enteras en la ropa que usan, o mejor dicho para poder encontrarle una personalidad a la ropa. Yo me peleo mucho cuando tengo que decir por qué no podría salir nunca con una persona que se viste con lo primero que encuentra sin pensar dos segundos en cómo le queda. Es una pelea divertida, mentirosa y a la vez honesta. Yo podría enamorarme de cualquiera, y expandiré sobre eso más adelante, así que en realidad no es que ande poniendo barreras en mis vínculos basados en la ropa. No elegiría enamorarme de alguien que cree que darle importancia al ritual de vestirse cada mañana es una pérdida de tiempo, porque creo que tendríamos muy poco en común. (Ya sabemos que el amor no se elige, y ese es otro tema)
Creo que tiene que ver un poco con lo que la ropa significa para cada uno. Yo siempre hice teatro, para mí la ropa es un vestuario. Me gusta usar plumas para ir a un bar de mi barrio, paseo por la calle en zapatitos plateados. No creo que el resto de la gente tenga que vestirse como yo, no uso la moda como la forma de pertenecer a un club cerrado sino como la manera de conectar con un sistema abierto. La ropa antecede las presentaciones. Podés adivinar mucho sobre alguien dependiendo lo que tiene puesto. Sí, podés adivinar cuánto gana y qué club de fútbol le gusta, pero también podés adivinar a quién vota, qué música escucha, si está soltero o casado, si prefiere leer o ver deporte, si trabaja en finanzas o es autónomo, si está en un buen momento de su vida o en uno malo. En los años que pasaron desde esa conversación sobre los pantalones cargo, pasé a pensar que quizás el tipo que todos los días se pone el mismo pantalón y el mismo buzo aporta una cierta estabilidad y es una promesa que se sabe cumplida. No creo que estos sean malos maridos, después de todo. En mi caso, vestirme con algo particular no tiene nada que ver con hacerme ver sino con asegurarme de que me vean de una forma que me haga sentir cómoda. No es una cuestión de aumentar las impresiones, sino de controlarlas. Todos hacemos juicios instantáneos cuando vemos a alguien porque así sobrevive el ser humano. Ya que no puedo evitar esto, elijo que los juicios al menos les digan algo de verdad. Entonces, cuando entro a un bar con un tutú rosa, no lo hago para que me miren, sino para que cuando inevitablemente lo hagan porque soy un ser corpóreo, puedan verme y entender una parte de lo que soy.
La moda siempre es vista como algo superficial. Lo digo como alguien que se divierte combinando ropa para crear nuevos disfraces de todos los días. Lo digo como alguien que vio El diablo viste a la moda y se sabe el discurso sobre el sweater azul que no es azul de memoria. Decir que te importa cómo te vestís y cómo se viste el resto te etiqueta automáticamente en un espacio de menor categoría humana. Gastar plata en ropa es el capricho más caprichoso de todos. Salirte de la norma de lo que uno debería usar te señala como alguien que quiere llamar la atención y, por ende, alguien que “no está del todo conforme consigo mismo”. Pero la conexión entre la estética y la superficialidad no aplica solo a la moda. La belleza declarada de un blazer bordado puede generar lo mismo que una casa decorada hasta su último rincón, un libro con una prosa rica en metáforas o un plato de comida de porciones delicadas que cuidan la presentación. Sí, hay muchas personas que se ven atraídas por esto, pero también hay muchas otras que lo consideran lisa y llanamente una pelotudez. Que para qué quiero ese adorno de cerámica, que no entiendo las letras de Spinetta, que mejor dame un plato de pasta lleno hasta rebalsar. Me pregunto si esto se da porque todos tenemos relaciones conflictivas con la belleza y para algunos la solución es menospreciar su importancia. Sé que por mucho tiempo yo menosprecié los arreglos musicales de una canción llamándolos “soniditos” porque no soy una persona musical y me resultaba más fácil descartar algo que intentar entenderlo. Sé que son muchas las personas que creen que ponerse zapatitos plateados es un poco ridículo y hay otras que creen que gastar plata en un acolchado que combine con la alfombra no tiene sentido, pero la belleza existe y nos toca, por suerte, aunque no tengamos ganas de reconocerla. Cuando escucho Reckoner, que es una de mis canciones favoritas, me entran ganas de llorar aunque nada en mi vida esté saliendo particularmente mal o bien, y sé que es gracias a esos soniditos. La belleza conmueve aunque no la entendamos, incluso cuando hacemos un esfuerzo por no entenderla.
No creo que de lo mismo entrar a una habitación que tiene un florero, o que no cambie en nada ponerse o no perfume. No es esencial y por eso podemos prescindir de ella, pero la belleza es importante. Ya hay demasiadas cosas en la vida que son horribles. Las noticias, el estado de las calles, la moda del 2000 que amenaza con volver. No podemos hacer que todo a nuestro alrededor sea hermoso todo el tiempo porque nos faltan los medios y la capacidad, pero creo que todos podemos permitirnos pequeños lujos que nos conmuevan. En mi caso, tiene que ver con encontrar un short bordado en una charity shop y descubrir que uno de los hilos es del mismo color que mi blazer favorito. En el caso de algunos, tendrá que ver con poner un disco a la hora de cocinar, o pintar la pared de un tono que traiga paz. No todos tenemos la habilidad de generar belleza en todas las áreas. Yo no sé hacer música y jamás sabré servir un plato de comida sin chorrear, pero puedo rendirme frente a las habilidades ajenas y permitir que la belleza me toque, incluso cuando no puedo ser quien la ejerce.
Te pregunto, ¿de qué forma podrías embellecer tu vida? ¿Qué cosas bellas te conmueven?
Esta será una sección corta, porque tampoco tengo mucho para decir sobre el tema, pero pensé mucho este mes en la relación entre el amor y la belleza. Siempre pensé que quizás a mí se me amaba gracias a mi belleza, o que alguien podía dejar de amarme por la falta de ella.
Es innegable que la belleza y el amor tienen una relación directa pero nunca supe entender exactamente cuál era. Solo saliéndome un poco de mi obsesión con considerarme un ser único e irrepetible y entendiendo que mi experiencia es igual a la de los otros logré despejar la ecuación. En mi caso, creo con fuerza y convicción que todas mis amigas son lindas, que me he enamorado de los hombres más hermosos del mundo, que el sol sale gracias a la belleza de mi gata. Esto es porque los amo. No los amo porque sean hermosos, sino que los veo hermosos porque los amo. Y no digo que los vea hermosos con concesiones. No creo que la gente que amo sea hermosa solo para mí, ni me entra en la cabeza que quizás no sean hermosos para otra gente. Realmente estoy convencida de que toda la gente que amo es hermosa para cualquiera que los vea. Creo en su capacidad de sacarle suspiros a cualquier peatón. Y pienso todo esto porque los amo, claro, pero no creo que sea mi amor lo que les da belleza. Creo que mi amor por ellos me permite a mí alejarme de convenciones sociales aleatorias que me harían olvidarme o ignorar la belleza natural que poseen todas estas personas que quiero.
A lo que quiero ir con todo esto es que no creo que nadie tenga un tipo, pero yo sé que yo no lo tengo. No podría decirte qué estilo de hombre me parece lindo, ni qué moda me parece más llamativa. Me parece tan hermoso el ropero de mi amiga Angie que usa zapatitos como el de mi amiga Maili que quiere comprarse Crocs con plataformas. Me parecen igual de lindas las caras de todos mis amigos, aunque todos sean distintos, y cada vez que los veo pienso “no puede ser, mirá lo lindos que son”. Entiendo que esto puede establecerse como una falta de juicio, y supongo que lo es, pero el amor no tiene juicio, y está bien que la belleza que se une al amor tampoco la tenga.
Entiendo, ahora, que la gente que me quiere me va a ver hermosa porque yo soy yo para ellos, y van a querer las partes externas de lo que soy porque son únicas, porque nadie más las tiene y a mí me tocó tenerlas a todas. Todas juntas! Una combinación única en el universo! La mía, la tuya, la de todos. ¿No les parece una manera hermosa de entender las caras de la gente?
Es mucho más fácil habitar la belleza y el amor desde que supe ver esto, y es mucho más fácil amar el mundo desde que aprendí a ver su belleza. ¿Qué le dirías a un ser querido que no sabe verse como vos lo ves? ¿Qué tienen tus personas amadas que no tiene nadie más?
Dije que iba a hablar sobre el valor social de la belleza y tengo mucho miedo de hacerlo. Creo que es un poco imposible tocar los privilegios propios sin caer en el lugar de decir mírenme, mírenme. También es una ofensa no mencionarlos o no tenerlos en cuenta si se elige tocar un tema. Sé que incluso siendo una persona con sensibilidad puedo ofender o hacer enojar a personas que tienen con la belleza una relación igual o más complicada que la mía. Lo sé porque yo tengo una relación muy complicada con el dinero y siempre que leo gente que tuvo o tiene más que yo debatiendo sus ansiedades económicas, reconociendo cómo su vida es diferente a la mía con la mayor de las sensibilidades y mucha consciencia de clase, igual quiero hacer que un balcón se les desplome encima. Es una realidad que a veces solo te comprende realmente el que está en el mismo lugar que vos y otras veces solo querés quejarte en paz. Nunca me va a caer bien que una persona que tiene seis casas se queje de que una de ellas tienen humedad pero tampoco creo que esa persona esté haciendo algo malo. Me obligo a entender que la experiencia humana en realidad es unificante. Siempre le dije a mis alumnos que no importa los eventos que exploren, el sentimiento va a traspasar barreras. La traición se experimenta en el mismo lugar del cuerpo, no importa si está ejercida desde una pareja, un amigo o un familiar. Creo que lo mismo pasa con estos temas complicados. Una persona inglesa que siempre conoció la comodidad económica y de pronto tiene que enfrentarse a una inflación sin precedentes va a sentir la misma ansiedad que siento yo como Argentina cuando empiezo a hacer las cuentas de cuánto debería pagar en impuestos. Sí, tenemos circunstancias diferentes, soluciones diferentes, problemas diferentes. Seguramente los lugares en los que terminemos sean muy diferentes y seguramente mi ansiedad sea un poco más justificada que la del otro cuando tengo mucho más que perder y menos herramientas para ganar, pero las manos frías, el corazón que se te sale del pecho, la boca seca, el sudor en la nuca, todo eso nos ataca de la misma manera. Cuando hablo de la belleza, quiero que entiendan que entiendo perfectamente que no tengo las mismas experiencias, heridas y limitaciones que una persona que socialmente no entra en los cánones hegemónicos. Pocas cosas me violentan más que una chica flaca diciendo que a ella también la discriminan, me dan ganas de gritarle que una experiencia individual no pesa más que una colectiva, que solo tener razón no significa que haya entendido el punto. Yo entiendo el punto. Entiendo que mi relación complicada con la belleza es mucho más simple que la de aquellos que encima se tienen que presentar en un mundo que no los halaga y encima los critica. Lo sé. Pero creo que hay una unidad en el sentimiento que te ataca cuando entendés que tu valor en el mundo tiene muchísimo que ver con algo que no generaste, algo que muchas veces no podés cambiar, algo que siempre estuvo atado a quien sos pero no sentís que te represente, algo que no sabés entender. Cuando entendí que la gente que viene de esferas económicas cómodas también tiene que trabajar las mecánicas mentales que se necesitan para habitar el mundo capitalista, sentí desesperanza y alivio en partes iguales. No hay salida, pero al menos esto es colectivo. Yo entiendo que la forma en la que soy percibida me hace vivir más cómodamente que otros, pero igual tengo que trabajar las mecánicas mentales que se necesitan para habitar un mundo vanidoso, obsesionado con la hegemonía, superficial. Espero que este disclaimer sea suficiente para que no se malinterprete mi forma de abordar el tema. Si efectivamente se malinterpreta, entonces la culpa es mía por no saber explicarlo mejor, y tienen todo el derecho a querer hacer que un balcón me caiga en la cabeza.
Voy a empezar diciendo que siempre supe que soy, bajo cánones culturales, linda, porque me lo dijeron desde que soy chica. De todas las maneras en las que se le puede hacer saber a una nena que es algo que todavía no sabía que era, haciendo foco en todos los ángulos que valía la pena mencionar. Las partes que merecían ser destacadas de mí fueron anunciadas casi con más naturalidad que mi nombre. Por suerte nadie comentó nada sobre mi cuerpo hasta que fui más grande, pero en mis primeros años de consciencia supe que tenía ojos claros y el pelo lacio, rubio y llovido. En una cultura como la argentina, estos son valores positivos. Por lo general son los padres y abuelos los que caen en el lugar de repetirle todo el tiempo a un niño que es el más hermoso de todos, pero no fue mi caso. Todos los padres le cagan la vida a sus hijos porque así es vivir, y los míos no han sido la excepción, pero mis padres me han cagado muy poco la vida y jamás lo hicieron por este lado. Supieron alabar mi belleza en la medida justa para que crezca con confianza sin sentirme una figura de dos dimensiones. Pero los chicos crecen en una comunidad, en grupos variados, y a veces quedan expuestos a opiniones que nadie pidió. Opiniones que se convierten en hechos. Para mí empezó de a poco y el tapiz de lo que soy se apropió de una textura que nunca supe manipular. Un poco como cuando intentás hacer pan y fallás en encontrar el punto justo entre el agua y la harina, los elementos sólidos de lo que soy y siempre seré (mi mamá se llama María Clara, nací en Rosario) nunca terminaron de mezclarse con la aguada subjetividad de lo que otros veían en mí (tu pelo es más lindo que el de esa amiguita tuya, pobre tu hermano que no nació con tus ojos claros). Notarán así que primero llegó la comparación con los demás, pero pronto se hizo presente la comparación conmigo misma. Un peinado era más preferible que el otro, me quedaba mejor usar aros chiquitos para que no se me destacaran las orejas paradas, algunos colores iban mejor con mi color de piel. Pasé todos mis años jóvenes intentando amasar estos conceptos pero aún tengo los dedos pegoteados de algo que no sé donde poner. Crecí sabiendo algunas verdades absolutas: soy más linda que ciertas personas, hay personas más lindas que yo, hay versiones mías más lindas que otras. A su vez, todo esto significa que hay gente más fea que yo, yo soy más fea que otros, yo puedo ser más fea que yo misma.
A los nueve años me hicieron tanto bullying por mis orejas en la nueva escuela a la que entré que terminé operándome. Dos cirugías estéticas a los nueve años. Lo hice bajo supervisión de mi pediatra, con un amigo de mi abuelo. Es una cirugía aprobada en niños y fue una de las decisiones más acertadas que tomaron mis padres, pero aún hoy pienso en la locura que es que alguien con menos de diez años sea tan consciente de su propia belleza, o falta de, como para someterse voluntariamente a inyecciones y cortes. El tema con las orejas fue que realmente logró el cometido que creo que hoy debería lograrse con cualquier otro “defecto” o cualidad no hegemónica. Pasó de ser algo que llamaba la atención para mal a algo que nadie mira. Nadie nunca va a alabar mis orejas. Están ahí, como un elemento práctico que conforma mi cabeza. En los años que siguieron intenté lograr ese mismo nivel de neutralidad con las demás cosas que me hacen sentir insegura pero no pude. Parece que la única solución para dejar de odiarme tiene que ser con amarme como soy. No pude hacerlo nunca. Nunca me salió amar mis dientes que incluso después de años de brackets siguen sin darme una sonrisa que me haga sentir cómoda. No van a poder convencerme jamás de que una piel con granitos da personalidad. Lo único que logré neutralizar fueron mis orejas, tanto que a veces olvido que en mis genes existe la posibilidad de que mis hijos salgan con eso que yo cargué como un defecto. Pienso mucho en que no me arrepiento de mi operación pero sé que me espera una maternidad complicada en este punto si efectivamente mis hijos heredan esto a lo que yo renuncié. Puede que tengan la suerte de nunca enterarse de que sus orejas no son “lindas”, que fue la forma en la que viví yo hasta que alguien eligió señalar esto con el dedo. Pero también puede que se crucen con alguien que, como me pasó a mí, se ría en sus caras y les diga Dumbo todos los días de su vida. ¿Cómo los convenzo de que son hermosos? ¿Cómo podría obligarlos a amar eso que yo odié tanto, al punto que elegí operarme para ser distinta?
En mi adultez mi vínculo con la belleza parecería ser más simple, pero en realidad es todo una cuestión de suerte. Tengo la suerte de tener una mamá que me enseñó qué ropa me sienta mejor que otra. Tengo la suerte de haber nacido en una época en la cual maquillarse es fácil. Tengo la suerte de, como ya dije, ser lo que se espera de una mujer de mi edad bajo muchos parámetros. Pero no tengo una relación sana con las apariencias. Mi vínculo con mi imagen es el de un amor condicional. Solo me quiero cuando me veo bien. Muchas veces logro quererme solo porque me veo bien. No tuve que averiguar todavía cómo me tocaría vincularme conmigo si algo en esta imagen cambiara. Hace poco iba caminando por un campo cargando con una placa de madera muy pesada —sorpresivamente trabajar en una librería es también esto, a veces— y pensé en qué pasaría si me tropezaba y me partía todos los dientes. Me pregunté si la persona que me gusta seguiría pensando que soy linda. No obtuve realmente una respuesta pero sí conseguí otra: yo no podría seguir mirándome al espejo si esto pasara. Entonces, ¿hasta donde se extiende el quererme como soy?
Tengo toda la teoría pero jamás supe aplicarla a la práctica. Entiendo que si me siento bien conmigo misma cuando mi peso es el que mejor le sienta a mi cuerpo, me siento muy mal cuando subo o bajo. Entiendo que para no sentirme mal tengo que dejar de sentirme bien gracias a que un pantalón me queda bien. No puedo. Vivo en un circuito que desde que soy chica sabe decirme que las cosas me quedan bien cuando me quedan bien. Es el mismo circuito que omite comentarios cuando algo me queda mal. Siempre entiendo el silencio como una falta de aprobación. Si nadie menciona eso que hasta ayer se mencionaba y por cualquier motivo cambió, es porque el cambio no fue favorable. Si nunca nadie mencionó algo sobre mí (mi nariz, mi sonrisa) es porque la aprobación nunca estuvo ni estará. Renuncié a intentar tener la sonrisa de Julia Roberts por falta de tiempo y presupuesto y sé que jamás voy a ser alguien a quien le alaben las curvas, pero ¿qué se hace con esas cosas que sí se pueden cambiar? Hace poco dejé de hacerme la rutina de skincare porque no tenía plata para comprarme todos los productos que se me habían terminado y al poco tiempo dejé de sentirme a gusto con la imagen que me devuelve el espejo. Parece que vivir con una representación externa de lo que uno es se parece mucho a un plot twist autogenerado: todo este tiempo te quisiste como sos porque eras algo fácil de querer.
Hay una sola solución que le he encontrado a todo esto y es la única que me sirve. Por mucho tiempo soñé con operarme la nariz. En principio no lo hacía porque mi problema es más de cartílago que de hueso y temo terminar con la cara de Miss Piggy. Después descarté la idea cuando entendí lo que salen las cirugías. Me resigné a intentar amar esa parte de mí porque sabía que no iba a poder cambiarla. No pude. Recordé lo que viví con mis orejas. Intenté, entonces, dejar de verla, hacer que me deje de importar. Sirvió por un largo tiempo, pero siempre existía una actriz que tiene una nariz perfecta, una amiga que sonríe y su cara no muta en la de una bruja. La belleza ajena se anunciaba como la falta de la propia. Volví a fantasear con juntar la plata, encontrar el mejor cirujano. Volví a memorizar mi mejor perfil para que mi nariz no se destacara en las fotos. Sirvió por momentos, pero no siempre. Volví una y otra vez a querer cambiar esto de mí, hasta que se murió mi abuela. Mi abuela, que cumpliría años en estos días, se murió y se llevó con ella su pelo esponjoso como el de la Reina Isabel y su nariz igual a la mía. Mirando sus fotos como cualquier nieta en duelo, descubrí que era también la nariz de mi papá y la de mi hermana. Tres personas que amo tienen eso que yo no podía querer. Y diría que en ellos mi nariz no me parece fea, porque es verdad, pero elijo decir algo un poco más poderoso. Nunca más soñé con operarme la nariz, porque es la nariz de mi familia, la nariz de mi abuela, de mi papá, de mi hermana. Mi hermano no la tiene, yo tengo suerte, sí me tocó a mí. Me toca llevar a todos lados esta muestra de que soy parte de un todo, de que siempre voy a estar unida a la gente que quiero.
Un año después de que se muriera mi abuela me fui a vivir a otro país. A veces me cuesta acordarme los movimientos que hace mi mamá al hablar, o cómo mi papá cierra los ojos cuando se ríe. Pasé dos años y medio sin poder ver a mi familia y se me hicieron interminables. Solo encontré consuelo en el espejo. Ese espejo que muchas veces me cuesta mirar se convirtió en un espacio sagrado. Ahí podía ir a buscar la nariz de mi papá, cada vez que me hiciera falta. Entiendo que no todos quieren a sus padres como yo quiero a los míos, y entiendo que hay personas que encuentran en las partes que menos le gustan de ellos mismos el reflejo de alguien que los lastimó mucho. No quiero pecar de insensible y asumir que todos se ponen contentos al descubrir que tienen la nariz de su papá, porque no todos tienen un papá a quien quieran ver. Hago esta aclaración porque quizás en ese caso esta solución no les sirva, pero aspiro a que sí le sirva a algunos, porque es una pena que vayamos por la vida queriendo separarnos del todo del que somos parte porque el mundo dice que podríamos ser más lindos. También sé que existen personalidad atractivas y personalidades que se salen de lo hegemónico. Hablar mucho, hablar poco, no decir lo que se tiene que decir, etc. Hay tantas formas de salirse de lo que el mundo nos pide que seamos como seres humanos en la tierra. Quizás, si sienten inseguridad por esos lugares, pueden encontrar esos rasgos en amigos, compañeros, novios. Siento que es mucho más fácil quererse cuando descubrís que sos un reflejo de los que amás.
Creo que la relación con la belleza jamás será una fácil, pero quiero preguntarte: ¿quién más comparte esas partes de vos que tanto de molestan? ¿De qué forma podés enmarcarlos para que se conviertan en un espacio de encuentro con tu gente querida?

Para que consideren su forma de ver la belleza:
Algo para encontrarnos: encuentro belleza en mi día a día, en lo que no es hermoso hasta que aprendo a mirarlo. Si quieren leerme todos los días durante un mes, los invito a pasar por mi diario de octubre.
Algo para leer: Sylvia Plath, Kae Tempest, Alejandra Pizarnik, Idea Vilariño, y Lauren Groff. Las palabras más lindas del mundo son de elles.
Algo para ver: The Florida Project, una película *linda* por donde se la mire.
Algo para escuchar: el álbum más hermoso que escuché últimamente
Algo para que sean parte de nuestra comunidad: en octubre vamos a permitirnos encontrar belleza en la escritura. En Patreon vamos a leer Sobre la belleza, mi libro favorito de Zadie Smith, vamos a tener consignas semanales inspiradas en la temática de este newsletter y van a recibir un microtaller de poesía. Si quieren sumarse, pueden hacerlo a partir del 01/09 por acá.
Algo para que lleven la escritura al próximo nivel: la temática de este newsletter también se tocará en nuestros talleres de Terapia Creativa para Escritores. Cuatro clases de una hora (a veces más, a veces menos), la oportunidad de trabajar de forma individual y en parejas, debates abiertos sobre la temática mensual y la oportunidad de participar de nuestro mundialito regional para poner lo aprendido en práctica. Si es tu primera vez participando del taller, tenés un 30% de descuento y si venís con un amigo tenés un 2x1. Encontrás más info acá y te sumás al espacio contestando este mail.
Estoy cerrando el newsletter muy agotada. De alguna forma, creo que la temática del mes pasado hubiese funcionado mejor con mi nivel de energía. Pero estoy bien, veo mi cansancio como una evidencia irrefutable de que fui feliz. Por primera vez desde que llegué a este país, tuve un verano como esos que sueño. La belleza me encontró en lo extraordinario. Me fui dos veces de viaje, cené con mi mamá en varios restaurantes y empecé a usar guillerminas de taquito. La belleza también me encontró en lo ordinario. Pasé incontables tardes leyendo abajo de un árbol, comí frutillas, me reencontré con el placer de caminar descalza por mi casa sin tener frío. Fue el verano más hermoso de todos, le agradezco al universo entero haberlo vivido. Pasó todo lo que soñé, casi al pie de la letra con la que lo había escrito en mis sueños. Ahora, me toca descansar.
Te hago una última pregunta antes de irme: ¿cuáles fueron las cosas más hermosas que te pasaron este último año?
Gracias por estar siempre del otro lado,
Juani
Closing arguments
Gracias por leerme haciendo esto que nunca deja de darme vergüenza. A continuación, te dejo algunos links útiles, que antes solías encontrar a lo largo del newsletter.
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