No Spanish? No problem. You can find this post and many others in my other Substack
Links útiles: mis talleres de escritura, mentorías individuales, Patreon, recursos de escritura gratuitos, catálogo completo de Todas Nuestras Palabras, COMPRÁ MI LIBRO ❤️
Tenía una estructura pensada, cuidadosa, con puntos sostenidos que quería volcar en esta columna. Quería tratar un tema delicado, y pensé que para eso tenía que escribir desde el análisis y la inteligencia. Pero intento escribir esa columna y no me sale. O mejor dicho, no me siento lo suficientemente cómoda como para publicarla. Pensé, entonces, que quizás es momento de escribirte una carta. Estés donde estés, seas quien seas. Si siento que te estoy hablando a vos, quizás vos también sientas que me estás leyendo a mí, y esto va a dejar de ser un monólogo para pasar a ser un diálogo. Considero que las cosas siempre salen mejor cuando el que escucha se siente escuchado.
¿Cómo estás? Últimamente, yo me siento vestida de celofán. Temo que se pueda ver todo de mí. Algo se abrió en mí este año y en lugar de escribir de una forma indirecta sobre lo que veo en el mundo, me fui volviendo cada vez menos metafórica, más literal. No sé hace cuánto que me leés, pero imagino que sabés, a esta altura, que lo que pienso y lo que escribo van de la mano. Es así porque trabajé durante años para hacerme este espacio, y creo haberme ganado el derecho de ocuparlo de la forma que yo crea correcta. No sé de qué manera vos entendés mis palabras, por qué elegís leerlas. ¿Las elegís o llegaste acá de casualidad, sin recordar cómo? En el último mes recibí varios comentarios del estilo “no me gusta que hables de tus opiniones, no es por eso que te sigo”. Quizás vos mandaste uno de esos. No te preocupes, no sos el único. No estoy queriendo mandar indirectas o hacer que alguien se sienta expuesto. El secreto de nuestra conversación está a salvo conmigo. Solo quiero dar un contexto para lo que vengo a decir.
Si no sos una de esas personas y te estás enterando de esto por primera vez, ¿te dan ganas de contestarme “explicales que existe la opción de dejar de seguir a alguien”? Sé que es el impulso más común, la respuesta que más recibo cuando hablo de estas cosas. Te pido que esperes, que no saltes tan rápido a esta conclusión. No te estoy pidiendo que me sugieras cómo accionar, tampoco que me consueles. Hace tanto que escribo que sé con certeza por qué hago lo que hago, por qué cuento lo que cuento. No estoy buscando empatía sino mostrándote qué forma concreta tiene ser yo, ser quien está del otro lado de estas palabras. A mí no me toca explicarle a nadie nada. A mí no me toca decidir quién puede o no leerme. A mí me toca, incluso cuando recibo cuestionamientos sobre lo que escribo, buscar a qué responde esa interacción, de dónde se origina el sonido inicial que hace eco cuando una parte mía impacta contra una ajena. Todo siempre es parte de algo más.
¿Conocés nuestro espacio digital inclusivo para aquellos que buscan formar comunidad y desarrollarse en el oficio de la escritura sin depender de las redes sociales? Te ofrecemos una variedad de propuestas que buscan adaptarse a tu interés, tu compromiso y tu bolsillo: contenido gratuito, reuniones mensuales, un taller y más.
No me gusta ignorar a nadie, por eso en todos esos casos explico con paciencia y respeto que lo que yo decida o no decir es algo mío. Si tengo que elegir entre cambiar a discreción de un extraño o perder seguidores, entonces me quedo con la última opción, porque mi brújula personal no son las personas desconocidas que me leen sino las personas conocidas con las que hablo. Es la brújula que necesita todo artista que se dedica a crear de forma pública. Por supuesto, me duele el rechazo, pero la brújula sigue firme, mi norte es mi gente. Además, yo prefiero que no me siga nadie. No me siento cómoda con esta idea si no sé para dónde voy. Me gusta que me lean mientras entiendan que no los quiero hacer llegar a ningún lado. ¿Pensaste alguna vez en esta distinción? ¿Sabías que se puede leer a un artista sin querer caminar tras sus pasos?
En estos intercambios siempre aclaro que mis opiniones atraviesan lo que escribo de forma natural, que mis creencias siempre van a terminar siendo volcadas en mis palabras, que no concibo una forma de escribir que no sea empañándome de realidad. Les hago saber que no voy a cambiar, para que sigan su camino si así lo sienten. Nunca les digo que en realidad sí me seguían por mis opiniones, que mis opiniones estuvieron siempre, y que en realidad lo que pasa es que estas opiniones concretas que estoy expresando últimamente no les gustan. No hay nada de malo con eso, pero sí me pregunto por qué es tan generalizada esa tendencia a disfrazar la realidad, por qué nos negamos a reconocer que pensamos lo contrario de alguien con quien hasta ahora coincidimos. ¿Acaso no juramos que está bien cambiar? Igual, nunca lo digo porque no sé hacerlo sin que se tome como un ataque. No me molesta que alguien piense que soy tonta, ridícula, fea, pero me dolería mucho que pensaran que busco ofender o acusar. Sé que a las mujeres se nos enseñó a simular una duda que muchas veces no tenemos, a expresar sin convicción lo que nos quema adentro porque si nos mostramos seguras vamos a parecer arrogantes, soberbias. ¿Te pasó alguna vez? A mí muchas, sobre todo ahora. Cuanto más crezco y más entiendo mi propia escala de valores y opiniones, más hablo libre de filtros y dudas. Si ser tildada de soberbia es el precio a pagar para dejar de cuestionarme a mí misma, lo pago, con gusto y amargura.
¿Existe algo que no le hayas dicho a nadie? Yo nunca expliqué en palabras por qué no creo realmente en los poderosos. No sé si tiene que ver con mi crianza o con que veo el arquetipo debajo de la persona. Creo en los políticos cuando son legisladores, o en los que ocupan cargos ejecutivos de menor alcance, pero jamás podría creer en la bondad de un presidente, un líder, un primer ministro. No creo que la humanidad esté bien construida en este sentido. No soy tan inteligente como para poder inventar una alternativa, supongo que la democracia es lo mejor que tenemos, pero no creo que exista realmente alguien que pueda hacerse cargo de un gran territorio de una forma completamente noble que le ahorre el sufrimiento real a todos los que dependen de él. En parte, porque en una sociedad es imposible alivianar un sufrimiento sin causar otro, pero sobre todo porque el pueblo no se lo permitiría. Creo que en el inconsciente colectivo esperamos que esa persona sepa encontrar siempre las mejores soluciones, esas que ni siquiera nosotros tenemos. Los queremos firmes, de hierro, poseedores de un poder de decisión que nadie más tiene. Los queremos súper hombres, por encima del ciudadano común no solo en sus responsabilidades sino también en sus capacidades. Los queremos, en otra palabra, protegidos por su ego. Es ilógico, entonces, que les recriminemos no accionar desde una empatía que solo podemos sentir aquellos que tenemos el lujo de mantener una guardia baja y ser vulnerables. El poder trae responsabilidades y también una despersonalización. Lo que quiero decir es que nunca voté con mucha convicción en que alguien haría todo bien, más bien con la esperanza de que algunos hagan menos el mal. Para mí, todas las elecciones se contemplan así. Por eso hago más anti militancia que otra cosa, por eso no me ofendo si alguien me dice que es cuestionable inclinarse por el lado que yo elijo. Claro que es cuestionable, no conozco un lado que no lo sea. Supongo que es por esto, también, que algunas de mis opiniones pueden llegar a leerse como un golpe. Me olvido que no todos parten de la idea de que votar siempre es una resignación, y creen que si cuestiono a su candidato me estoy metiendo con la integridad de ellos. Yo cuestiono al poder porque me parece intrínsecamente frío, porque no creo que ningún ser humano esté realmente capacitado para garantizar el bien común de todo un pueblo de la forma que nos gustaría. No cuestiono nunca la voluntad del pueblo porque es tan válida como mis opiniones, y no considero que quien vota es igual a quien es votado. Quizás, en las próximas elecciones, me sirva empezar diciendo esto. Ahora ya es tarde. Además, no sé cómo incluir todo esto en un set de slides coloridas.
¿Dónde te duele el mundo en este momento? ¿Es en tu país o en uno muy lejos de casa? Yo me permití hablar en mis redes y mi newsletter sobre las elecciones de Argentina porque no es algo tan delicado. Si pudiera, escribiría un texto sobre cómo vivo en la intimidad la guerra entre Israel y Palestina. No puedo, no encuentro la forma, las palabras, la estructura. No sé cómo escribir de este tema sin darle la espalda a los sentimientos de personas concretas que estimo o respeto. Compartí risas y momentos especiales con mujeres nacidas y criadas en Israel y tengo amigos y conocidos con familias enteras en Tel Aviv. Una de las personas más cercanas a mi corazón tiene amigos de Gaza que están viviendo la destrucción absoluta de su tierra en tiempo real. Tengo mis opiniones y no son controversiales ni problemáticas y sobre todo no apuntan a que existen buenos y malos, pero sé que si las reduzco a un puñado de palabras que termino redactando en mi plataforma para mi audiencia conformada mayormente por gente que desconozco, puedo herir con profundidad a gente que quiero mucho. ¿Para qué, además? ¿Quién carajo me creo que soy? Por eso no digo nada. Y me duele, porque no quiero ser neutral, pero me estoy animando a entender que hay una diferencia entre ser tibio y ser cuidadoso, que es posible comprometerse sin señalar enemigos. Y yo me comprometo hablando con la gente que entiende este tema mejor que yo, no porque se informan leyendo lo que yo también podría leer, sino porque lo sienten en el cuerpo. Les pregunto cómo están, escucho sus experiencias, las repito en conversaciones que tengo con otras personas que conozco, extiendo su mensaje en la intimidad que se da siempre que uno está cara a cara. Lo hago así, en lo íntimo, porque sé que eso también produce un cambio, porque es la única manera que encontré, por ahora, de involucrarme sin hacer un daño.
¿Sabés pedir perdón? A mí me cuesta, pero no siempre. Nunca me cuesta cuando tengo que pedirle perdón a mi familia. Mis padres me criaron diciéndome que cualquier cosa que haga está perdonada incluso antes de ser hecha. Existir así, entendiéndome dueña de algo tan preciado como perdón incondicional, no me convirtió en alguien que lo dé por sentado. Todo lo contrario. Porque sé que me van a perdonar, hago un esfuerzo para que no tengan que hacerlo. Pero cuando me equivoco, que no es pocas veces, el arrepentimiento aparece en seguida. Saber que no voy a perder el mayor amor que conozco me permite mirar mis errores a la cara y aceptar que están ahí. Lo peor que hice fue lo mejor que pude hacer en ese momento, con las opciones que tenía, con la estabilidad que poseía, con las herramientas que conocía. Cuando decidí ser mezquina y mala, mi mamá me dijo con firmeza que no estaba decepcionada de mí. Había tenido opciones buenas, estabilidad moderada y conocía muchas herramientas, pero seguía siendo humana. Ver en mis ojos el dolor de haber hecho daño alcanzaba para que ella supiera que mi error no me había convertido en una mala persona. Me pregunto si esto se puede aplicar también a las opiniones y las posturas, si existe una manera de explicarle a quien está del otro lado que yo entiendo, incluso antes de escucharlos, que lo que tienen para decir sale del mejor lugar posible. Me gustaría que antes de tener discusiones o intercambios pudiéramos partir de la base de que todos entendemos que no existen decisiones fáciles, que ninguna postura es absoluta, que muchas veces lo que nos mueve a elegir un lado por sobre el otro es el trauma histórico de nuestro pueblo, la vida que atravesó nuestro cuerpo, la angustia de aquellos que se sientan en el norte de nuestra brújula. Y no hablo de las opiniones o posturas generales que se deciden arriba de una cúpula, las decisiones que lleva adelante un presidente, lo que anuncia un movimiento. Hablo de eso que habita adentro de cada uno. ¿Probaste dejar de lado los monólogos, dichos y escuchados, para pasar a conversar? Cuando yo tengo conversaciones en persona, nunca escalan. Ni me ofendo ni temo ofender. Se entiende por ambas partes que la empatía no se ejerce solo para un lado, que ni vos ni yo somos realmente indiferentes a la violencia indiscriminada ejercida sobre un pueblo, que el pueblo no carga con la culpa de sus representantes, que no estamos dispuestos a perder nuestra humanidad anunciando que creemos que hay vidas que valen más que otras. Sobre todo, lo que más me queda claro cuando se tienen estas conversaciones es que la mayoría de nosotros no buscamos solucionar el mundo, sino entenderlo.
¿Tiene sentido lo que estoy diciendo? Me pregunto si sirve de algo. Sé que lo más probable es que no. Pocas cosas que hagamos vos o yo van a cambiar realmente las cosas. Esto me parece desesperante. Entiendo que es el sentimiento colectivo. Sé que es por esto que muchos necesitan posicionarse, decir algo, y muchos otros se abstraen. No es un momento fácil para ser un ser humano. A mí, la desesperación de saber que está pasando algo terrible allá afuera me está haciendo ser cada vez más cuidadosa. Cuido mis palabras en lo público pero sobre todo en lo privado. Me aseguro de acercarme a mis amigos que lo necesitan, hacerles saber que no están solos. Sé que ninguna de las crisis actuales pueden evaporar mi mundo. Estoy demasiado lejos y tengo demasiadas protecciones. Tengo opiniones, pero no todas son mías. Son las que recopilé escuchando a esas personas que realmente están viviendo un trauma y se encuentran en medio de un duelo. ¿Conocés a alguien así? Me gustaría poder contarte lo que dicen mis personas, extenderte un poco de sus palabras, esas que no son opiniones sino sentimientos, pero no aprendí todavía a hacerlo de una forma que no suene utilitaria. Quizás me equivoque, pero siento que en este momento estaría usando un horror prestado para seguir siendo el centro de mi propio mundo. Y, para mí, lo más importante en este momento es ser testigo de los verdaderos protagonistas. Están demasiado expuestos, todos los días, a muestras explícitas de que muchos piensan que sus sentimientos son injustificados, que su instinto de supervivencia es violento, que sus miedos son erróneos. Por eso, necesito que sigan teniendo un espacio seguro, que entiendan que a mí siempre me va a importar saber cómo están.
¿Tenés esperanza? Yo no creo que se vengan tiempos mejores. O mejor dicho, si miro la historia del mundo, me encuentro solo con certezas de que el sufrimiento que entendemos ahora existió siempre. Quizás lo teníamos lejos, o podíamos distraernos, pero no hemos sido capaces de erradicar la injusticia. Mientras me preparo para lo que sea que se viene, me sirve recordar a Zadie Smith diciendo que todos son tan humanos como yo. Sus cuerpos tan reales como el mío. Las vidas que se están perdiendo son tan importantes como la mía. Las contradicciones que cargan los protagonistas de este horror pesan tanto como las mías. Las responsabilidades que sienten molestan tanto como las mías. Los sueños que brotan en su corazón deberían ser tan posibles como los míos.
¿Necesitás un descanso? Yo guardo la esperanza de que se vengan tiempos menos polarizados. Quizás no falte tanto para que dejemos de ver el mundo a través de un escenario que solo concibe dos extremos. Sé que el momento no llegó. Sé que la guerra sucede afuera y en las conversaciones se dan batallas. Incluso cuando cuesta, busco en mi corazón el lugar que entiende y acepta que muchas de las posturas individuales con las que no concuerdo son fruto de la desesperación, la angustia, el trauma, la amenaza, el miedo. Solo me permito invitar al cuestionamiento cuando hablo con aquellos que, como yo, saben que el horror nunca pasó o pasará a tocarles la puerta, porque están demasiado lejos o demasiado protegidos. Esos que, como yo, desconocen el sonido que hace una sirena antes de que caiga una bomba, o, si volvemos a lo inmediato de mi país, los que nunca tuvieron que dejar que su cuerpo se coma a sí mismo para no morir de hambre. Con esos me permito ser certera, con el riesgo de sonar soberbia, y solo lo hago cuando considero que dejaron de lado sus sentimientos reales para darle luz a una opinión mental que nace del resentimiento, el orgullo, la inseguridad de sentirse menos, la bronca de entenderse engañado. Cuando deciden apoyar violencia solo porque condena “mercenarios”, “chantas” y “corruptos”, entiendo que están sintiéndose amenazados por el poder que yo siempre condeno, que están viendo amenazada a su dignidad cuando en realidad nadie puede tocarla. Ahí es cuando les digo, en otras palabras, que tampoco es tan grave que nos caguen. Ya lo hicieron muchas veces y acá estamos, todavía demasiado protegidos, demasiado lejos del verdadero horror. Siempre nos va a cagar el poder, porque así funciona el mundo. Y sí, quizás nos cague el desprotegido, si lo tiene que hacer para sobrevivir. No me parece tan grave. A los que son como yo les digo que nosotros podemos ir por la vida con la guardia baja, y permitirnos tener ese gramo de inocencia que nos mantiene humanos. Podemos dejar que nos caguen si el saldo al final le termina dando positivo al que lo necesita. Podemos apoyar al menos peor de los poderosos, incluso si nos roba algo que ya dábamos por perdido. Podemos extenderle la mano al que está a punto de caerse, aunque exista la posibilidad de que nos tire consigo. No es grave caerse desde nuestra posición, siempre terminamos aterrizando. Grave es lo que está pasando afuera. Grave es eso que nunca llegamos a conocer porque nos enroscamos peleando sobre nuestras cómodas nimiedades.
¿Cómo te hace sentir saberte seguro en un mundo hostil? No es culpa nuestra haber nacido en un rinconcito de existencia donde las cosas cuestan menos, pero es nuestra responsabilidad tener esto presente cuando elegimos qué, cómo y con quién conversar. Es nuestra responsabilidad, tuya y mía, hablar desde el entendimiento de que existe gente que está peor, y priorizar siempre el espacio seguro que tenemos que guardar para ellos.
Se termina el año y yo me acerco a mi descanso absoluto. Desde el 20 de diciembre hasta la primera semana de enero, estaré adentro, y solo podrán encontrarme los que me conocen, los que conversan conmigo cara a cara, mis seres queridos que me sostienen y a quien me da gusto sostener. Entre las promesas o intenciones que me hago para el año próximo, se encuentra una que creo esencial: cuestionarme mi propia importancia y mi forma de ejercerla.
¿Me toca hablar o me toca escuchar?
¿Me toca empujar o me toca sostener?
¿Tengo que compartir con mi audiencia o cuidar a mi gente?
¿Existe una forma de hacer estas cosas al mismo tiempo?
¿Existen formas menos protagónicas de hacer un cambio?
¿Existen formas más propias de compartir mis opiniones?
¿Qué se espera de mí, desde mi lugar demasiado lejos y demasiado protegido?
¿Qué espero de mí, desde la intimidad de lo que pienso?
¿Cómo me sostengo como alguien que sabe reconocer lo terrible y lo bello?
¿Quiero ser vista o frenarme a ver?
¿Cómo se pelea sin ser mártir?
¿Cómo se ama sin protegerse?
¿Cómo se pelea con quién se ama?
¿Cómo se ama al que viene dispuesto a pelear?
¿Te gustó esta columna? Haciéndote suscriptor pago apoyás mi trabajo, recibís un mínimo 8 newsletters exclusivos por mes y accedés al archivo completo de Todas Nuestras Palabras por el mismo precio que una entrada de cine. Si no está dentro de tus posibilidades, podés suscribirte de manera gratuita para recibir newsletters ocasionales.
¿Querés que más gente lea Todas Nuestras Palabras? Ahora podés donar una membresía anual. Hacé click en el link debajo, hacé tu donación y yo te prometo que, con total transparencia, voy a abrir la ofrenda a mis suscriptores, y sortear esa membresía a algún lector comprometido.