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Hay un ciclo que se repite en mi vida. Es constante, a lo largo de las estaciones y las situaciones. Es la espera insoportable de algo que no parece llegar más, la ilusión que me mantiene sosteniendo un presente incómodo, y finalmente una decepción que me obliga a empezar de nuevo, en un lugar estéril. Por lo general, este ciclo estuvo siempre atado al amor. Esperé, con ansias, volver a tener en mis brazos a personas que me habían dejado atrás. Soñaba con ese reencuentro, lo veía posible y lo sentía mío. Ninguna de ellos llegó. El único abrazo que volví a tener alguna vez fue el de la persona que ahora está conmigo, la primera pareja que tuve y el único que convirtió el futuro en un presente. Con el resto, tuve que enterrar ilusiones que nunca se concretaron, hacer el duelo por situaciones que yo estaba convencida iban a llegar —tenían que llegar— pero no llegaban nunca. Cuando conocí el amor recíproco pensé que las esperas se habían terminado. Lo que quería era mío, nadie podía quitármelo y nunca más iba a tener que enterrar una fantasía. El vacío que existe donde no hay un amor que te acompañe es tan profundo y aterrador que, cuando lográs llenarlo, pensás que nunca más a volver a sentir miedo, soledad, incertidumbre. Y en parte es verdad, o por lo menos lo fue para mí, que nunca más volví a anhelar algo de esa manera, con esa certeza de que el mundo no tenía del todo sentido si no podía ser yo con alguien más, pero sí seguí encontrándome con vacíos, más llanos pero igual de difíciles de llenar.
La columna de hoy es para esas personas que, como yo, han sentido más de una vez que están esperando un tren que nunca llega. Para los atormentados por esa imagen de la persona que está cavando en busca de diamantes y se rinde cuando estaba a punto de llegar a la meta. No la escribo desde la esperanza del que todavía cree que hay posibilidades, sino ya en el camino de vuelta, cargando una pala que no pienso volver a usar, pensando qué camino tomar ahora que sé que ese que intenté abrir no tiene nada para mí esperándome. Es una oda a la desesperanza, desde la frustración que ya nadie puede alivianar; una bandera blanca que se encoge los hombros frente al orgullo. Que otro venga a llevarse el premio, este camino ya no es mío.