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Quien googlea el nombre Juana Riepenhausen encuentra un punto en común en todas sugerencias de búsqueda: un libro, ese que escribí yo. No hay registro de esa persona por fuera del mundo de la literatura y tiene sentido porque yo, con ese nombre, existo hace muy poquito. Pero no fui la primera. La primera Juana Riepenhausen se llamó en realidad Johanna. Era alemana y emigró a Argentina con su esposo para formar una familia. De ella conozco algunas historias y una foto que mi mamá tiene en su mesa de luz. “La abuela Juana era hermosa” es una frase que se escuchó mucho en mi familia. Se entiende en la expresión de quienes lo anuncian que la abuela Juana no era hermosa por su cara, sino porque tenía algo especial, una calidez particular, incluso en sus gestos alemanes. Su hija, la tía Frida, se llamó también Juana, esta vez de segundo nombre y con el deletreo español, y aquellos que la conocimos sabemos que fue brillante. No solo por su inteligencia, sino también por la entrega y generosidad con la cuidó siempre de la abuela Juana, su mamá.
Yo tengo un solo nombre, ese nombre que se saltó una sola generación en mi familia, y lo llevé con vergüenza cuando era chica. No había muchas Juanas y esto me hacía sentir distinta. Hoy lo llevo con la naturalidad que se siente frente a algo que siempre fue real. No podría llamarme de otra manera, había determinado hace años, pero cuando empecé a publicar lo que escribo lo empecé a considerar con otros ojos. Mi apellido paterno es para mí una fuente de orgullo porque quien viene de los vascos sabe que pertenece a un linaje de valientes testarudos, pero llevarlo siempre me trajo problemas. Deletros innecesarios, pronunciaciones erradas que se sostenían con arrogancia. Me río con resignación cuando miro La sociedad de la nieve porque el vasco Echavarren aparece en pocas escenas y en una solo habla para corregir su apellido. Quien viene de los vascos reconoce esta escena como recurrente en su vida, y siente familiaridad y hartazgo. Si uno está orgulloso de algo su ofensa molesta en lo más profundo. Cuando decidí darle a la escritura un lugar pensé que, si mi nombre iba a pasar a ser algo que se podía repetir en las búsquedas de Google, necesitaba cuidar mi apellido vasco de ser masacrado más que todos estos años. Y si mi identidad iba a estar tan al alcance de los demás, también tenía que protegerla con esmero. Por eso decidí que no podía publicar con mi apellido vasco, no podía pasarme una vida teniendo que corregir o tolerar. No podía, tampoco, permitir que los registros de la persona que soy fuera de la escritura, la mejor y más íntima versión de mí, aparecieran junto a la versión que me permití prestarle al mundo. Quizás tantas elucubraciones antes de cualquier señal de éxito eran innecesarias. Confieso que por momentos pensé que me estaba preparando para una fiesta a la que nunca me iban a invitar, pero silencié esas voces y empecé a pensar en la buena fortuna como si fuese algo posible. Después de todo, eran tan incierta la perspectiva de un triunfo como de un fracaso, y si no había seguridades, prefería quedarme con la ilusión que me caracteriza. Tomé, entonces, una decisión. Si no quería ser Juana de siempre, solo una opción era correcta: Juana Riepenhausen, como la abuela, que fue hermosa por su calidez alemana, y la tía Frida, que fue brillante en su entrega.
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Dicen que repetir nombres en un mismo árbol genealógico es un problema. Los que hacen constelaciones familiares lo justifican con largos párrafos que nunca leí pero imagino tienen sentido. Los que creen en la mala suerte se suelen concentrar en las desgracias que vivieron nuestros ancestros y hacen todo para cortarla. Mi nombre ya era el nombre de la abuela Juana y la tía Frida y mi vida hasta ahora fue amable. No tenía por qué temerle a tomar su apellido, o quizás elegí confiar en que era un amuleto y no una cruz. Sé que esta actitud me acompaña tanto en decisiones enormes —la de elegir un nombre para mi carrera profesional— como pequeñas —comer un queso que se venció el día anterior. Cuando reina la incertidumbre sobre cosas que no puedo controlar soy neurótica y tiendo a imaginar catástrofes, pero frente a aquello que está a mi alcance siempre me pregunto una sola cosa: ¿qué puede salir mal? Técnicamente todo, pero es improbable, y en cualquier caso no lo sé a ciencia cierta. Y cuando no sé, solo queda creer, y yo elijo creer en las cosas buenas que pueden llegar.
Mi amiga es madre y escucho a su hija balbucear en todas las notas de voz que me manda. Ya tengo más de treinta, más que mi mamá cuando tuvo su segundo hijo. Estoy en una edad en la cual tener hijos es una pregunta que se tiene que contestar. Quizás, si hubiera estado en mis manos, ya los tendría conmigo, pero conocí a mi pareja hace poco más de un año y mi vida para mí está pasando a un ritmo que no podría haber imaginado en mi adolescencia. No sé si podré contestar esa pregunta como quiero, pero elijo creer que sí. Elijo creer que voy a poder darle nombres a mis hijos y por eso los voy anotando en una lista mental que se alarga y se acorta todo el tiempo. Mi nombre favorito es el nombre de mi abuela y mi mamá. Lo es desde siempre y, aunque las constelaciones familiares y los temerosos de la mala suerte digan que no es conveniente considerarlo una opción, sigue estando en la punta de mi lista. ¿Qué puede salir mal? Pienso que a ningún niño se le tiene que desear la suerte de los que vinieron antes. Es mejor soñar con que tengan una historia propia, una que no vivió nadie más. Y quizás, si pudiera liberar a mis hijos del peso de cargar una historia ancestral, lo haría, pero esto no está en mis manos y no pasa por un nombre. Yo no tengo el nombre de mi madre pero a veces camino por donde fueron sus pasos. No me llamo como mi bisabuelo, pero el año pasado visité el pueblo donde nació y descubrí que el bar que me había llamado la atención estaba en la casa donde él había nacido. No sé cómo funciona la herencia, no sé de qué manera estamos hechos de aquello que otros fueron antes. Como no sé, solo me queda creer, y yo elijo creer en que la pertenencia al clan no es algo que dependa de un nombre. La historia de lo que fuimos y seremos va a estar sostenida, independientemente de nuestra voluntad. No me puedo escapar de donde vengo.
El nombre más importante de mi familia es el de la tía Delia quien, por lo que cuentan, creía de una forma natural, casi como si no tuviera que decidirlo. Delia murió joven, en 1973. Tenía un marido que la adoraba y un hijo espectacular. También tenía fe en Dios, una fe espesa y sólida que ni siquiera su diagnóstico de cáncer le pudo robar. Mi abuela Clara me contó una vez que en sus últimos meses su hermana Delia se dedicó a ver su enfermedad como un regalo que le podía hacer a los demás. Este dolor es para los que no tienen para comer, este dolor es para los que tienen frío, este dolor es para los que están solos. Como era una mujer de fe, recibió al cura del barrio antes de partir. Él le preguntó qué último deseo le quería pedir a Dios. “Me gustaría ver nevar,” cuentan que le confesó, entendiendo lo imposible que era. Rosario, la ciudad más húmeda del país, no estaba de su lado. Hasta ese 1973 habían caído siete nevadas y la última, la única que había caído durante el día, había sido diecinueve años atrás. El mito familiar cuenta que el cura le dijo que confiara, que Dios encontraba siempre una forma. Me imagino estas palabras de aliento como una mentira piadosa, el deseo de un hombre que no quería que esta mujer llena de esperanza se fuera del mundo con una decepción. Nadie creía, no realmente, que ese deseo era posible, pero Delia lo pidió igual. Unos días después, en su cumpleaños, la mañana le dio su regalo. Si alguien busca “nieve en Rosario 1973” se va a encontrar con artículos que llaman a ese 16 de julio como el día en el que se hizo un “milagro”. Los registros históricos de este fenómeno indican que el barrio donde más cayó nieve es Fisherton, ese en el que estaba la tía Delia, muriéndose, recibiendo su regalo de cumpleaños. Si pudieran hablar con mi abuela, que ya no está, ella les diría que cuatro días más tarde, un 20 de julio, su hermana no sufrió más. Y yo, que cuento ahora esta historia, agrego que Clara se fue ese mismo día, 46 años después, sin nieve pero con paz.
Yo no la conocí a Delia más que por historias, pero nos consta a todos en la familia que era la personificación de la bondad. No porque fuera a la iglesia o porque le ofreciera su dolor a los otros, sino porque tenía la entereza que se necesita para tratar a las personas con respeto y amor. No tengo su cara, su nombre o su cuerpo y no la conocí y por eso me cuesta creer que es mi tía, que pertenezco a ese mismo clan que ella, que esta historia es tan mía como de mis tíos o a mi mamá. Pero después la imagino cansada y enferma en su casa, hablando con el cura que la venía a despedir para que pudiera morirse sin culpas, pidiendo un deseo imposible que no podía cumplirse pero pidiéndolo igual, porque la vida y la muerte se entienden en su falta de certezas y Delia en ese momento no sabía cuánto más iba a vivir o cuántas chances había de que nevara y cuando no se sabe solo queda creer. La veo creyendo, no solo en su deseo sino en su dolor y en que este estaba ahí por algo, y veo que es la misma fe que tengo yo cuando elijo creer que esta no es una historia triste sino la más linda de nuestra familia. Es la fe que me hace decir que significa algo que mi abuela se haya muerto el mismo día que su hermana. Es la fe que me hace sentir que cuando me pasa algo bueno todas las personas que me abrazaron y ya no están me miran desde algún lado y me abrazan como pueden. Es la fe que me hace pensar que, aunque ahora me falten los medios y las circunstancias, yo voy a poder tener la familia que quiero. Es la fe que me hizo creer por muchos años que me iba a enamorar de alguien bueno, la misma que me ayudó a darle una oportunidad a mi novio a pesar de no tener pruebas de que me podía hacer bien. Es la fe que me permite no angustiarme cuando veo adónde se está yendo el mundo, porque pienso que la historia de la humanidad no es un camino de ida sino un mar que va y viene que así como hay tiempos más picados también nos toca por momentos la quietud y la paz.
Sé que mis convicciones optimistas a veces me separan de los otros. Sé que se entienden frívolas, despegadas de la realidad, ilusas. Elijo creer que no son así. Elijo pensar que todos tenemos una decisión que tomar todos los días: ¿qué se hace con eso que está a nuestro alcance? Los deseos que pedimos, las interpretaciones que hacemos, las creencias que sostenemos, los riesgos que tomamos. ¿Qué se hace cuando no se sabe, y solo se puede creer? Cada uno tendrá sus filosofías, yo tengo fe.
Tengo la fe de que se hace lo que se puede, y si algo no se puede, se pide lo que es difícil o incluso imposible, y se ruega que esto alcance, y que nada salga mal.
La historia de la tía Delia es desde siempre mi favorita, y me pareció una pena guardarla solo para la minoría que lee mis newsletters privados. Hoy, la historia es para todos. Ojalá los ayude a creer, sobre todo cuando faltan las certezas.
Como forma de honrar esta columna privada para aquellos suscriptores que eligen pagar por ella, y como ejercicio de fe, les dejo mis más sinceros deseos imposibles y creencias llenas de esperanza.