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Estoy aprendiendo algo sobre esta introducción que suelo hacer en mis newsletters. El conocido extracto gratis que por mucho tiempo definió mis jueves. Entiendo que es una imposición que me puse por mucho tiempo porque siento que no soy quien para anunciar que escribí algo para unos pocos y pedir que se pague por ello. Lo que escribo es siempre muy personal, muy mío. Por mucho tiempo sentí que solo tenía valor voyeurista, que solo aquel que quería meterse a ver cómo vive alguien más podía elegir pagar por eso. La única información certera que tengo sobre cómo se recibe este espacio pasa por las estadísticas que me da la plataforma. No siempre las entiendo. Algunos escritores de Substack hacen encuestas, sé que yo también podría hacerlas. Le preguntaría a ustedes, los que solo leen estos pedacitos, qué valor encuentran en ellos, si les alcanzan o no, si los leen o los pasan de largo. Le preguntaría a los que eligen suscribirse de forma paga qué fue lo que los convenció a hacerlo, qué frase los hizo ir del otro lado. Quizás, incluso, me animaría a preguntar cuántas personas quieren y no pueden pagar por la versión paga de este newsletter, exponiéndome a la posibilidad de descubrir que son solo unas pocas, que quienes solo leen eso que doy sin esperar nada a cambio no sienten que vale la pena invertir en más. Más de mis palabras, más de mí.
No me interesa hacer ninguna encuesta, estas preguntas son retóricas y aparecen acá solo para ejemplificar un punto. No quiero ser una escritora de Substack. No quiero tener una estrategia, un conocimiento concreto de mi audiencia. El vínculo entre el escritor y el lector tiene que ser un misterio, si les pregunto mucho se convertirían en mis clientes. Mi libro se está vendiendo en Argentina y yo no sé mucho sobre mis lectores. Mis amigas van a las librerías y simulan ser clientas despistadas que preguntan qué tal este libro de tapa violeta. Los libreros les cuentan que se está vendiendo bien, que en algunos puntos de mi ciudad se sigue agotando. Yo no sé quienes son esas personas que lo compran. No sé si realmente lo leyeron, si está decorando una repisa, si lo dejaron abajo del arbolito en Nochebuena. Hace poco tuve una reunión con una chica que me contó qué sintió leyendo mis palabras. Fue un intercambio puro, genuino. A veces me llegan respuestas vía mail a este newsletter de parte de personas que dicen leerme hace tiempo y hasta ahora habían sido para mí desconocidas. Me gusta cuando pasa eso. Me sorprende entender que mis palabras no necesitan que yo conozca adonde van para tener un impacto.
No esperaba que el 2024 trajera consigo un cambio de paradigma pero a todas luces parece que es lo que está pasando en mi vida. Empiezo a tomar decisiones naturales que van hacia un solo lugar: quiero construir una vida que funcione para mí y dejar de pedir permiso. Entiendo ahora que durante mucho tiempo estuve haciendo cosas que me gustaban de formas que no me eran propias porque sentía que tenía que hacer concesiones, que no me gané el derecho a hacer lo que quiero como quiero. Este newsletter es parte de eso. En un principio escribía todas las semanas y ofrecía esta membresía paga en orden con mi deseo pero me dedicaba a temas que aportaran un valor por fuera de mí porque no creía que alguien podía pagar por leerme siendo el centro. Después pasé a enfocarme en mis procesos pero le ofrecí siempre un pedazo de lo que escribía a aquellos que no pagaban porque creía que no podía darme el tupé de llamar trabajo a mi hobby y encima ponerle un precio. Y quizás sería más la gente que pagaría su suscripción si usara este espacio para dar consejos sobre cómo escribir, pero es gente que leería mis palabras y seguiría sin leerme a mí. Sería una relación transaccional que me obligaría a estar a la altura de algo prometido, de presentarme en la página como alguien que viene a cumplir con las expectativas de un cliente. Y quizás es mucha la gente que va a desuscribirse de este newsletter ahora que pienso reservar las columnas de forma absoluta para los que quieren y pueden pagar por ellas, pero sé que no puedo escribir con confianza en lo que digo si sigo creyendo que no me gané el derecho de hacerlo.
Los escritores no estamos hechos para vendernos. A veces es lo que nos toca, pero también lo que nos arruina. Cuando yo intento convencer a otros de que me den su plata, mi proceso creativo se ensucia. Se genera este entendimiento subyacente de que si mi arte tiene un precio y la gente no paga por él entonces mi arte no vale nada. Que me equivoqué en el cálculo, que me valué de más. Es injusto para mí y para mis lectores. Yo no puedo pagar por todo lo que me gustaría leer pero no por eso sienta que vale menos o que me correspondería tenerlo gratis. Yo no tengo el tiempo de comprometerme con el trabajo de todos los escritores que valoro y admiro pero esto no significa que su existencia en el mundo me dé lo mismo. Quiero que se corte esta suposición íntima que genero cuando me pongo a hacer malabares para llamarles la atención y convencerlos de que saquen la tarjeta. No estoy en un escenario ni en la boletería. Estoy en mi casa, mirando por la ventana, escribiendo sin saber a quién va a llegar. Estos newsletters son para mí cartas. Alcanza con enviarlos. No puedo hacer un circo alrededor de ellos para asegurarme que son leídos y saber cómo se interpretan. No puedo seguir dando parte de ellos sin pedir nada a cambio en un intento de atraer más público cuando esto compromete de una forma tan obvia mi propia convicción en lo que soy y hago.
A lo que voy es lo siguiente: estoy cansada de ocupar el lugar en el que yo misma me puse. Estoy cansada de tomar decisiones intentando adelantarme a respuestas imaginarias y usando mi convicción recién como última métrica. Mi convicción debería ser la única métrica. Y yo escribiría acá todas las semanas incluso si no pagara nadie porque aprendí a procesar el mundo de esta manera. La falta de este ritual supondría para mí la falta de estabilidad y la pérdida de mi dirección. Yo escribo todas las semanas porque solo así recuerdo lo que significa ser quien soy. Hacer concesiones, descuentos o regalos de mi tiempo y mi historia es una forma de decirme a mí misma que eso que soy no es suficiente.
Por eso, excepto ocasiones especiales, refuerzo lo que empecé a implementar hace algunas semanas. Las columnas de este espacio serán de acceso exclusivo para aquellas personas que sientan que hay en ellas un valor por el cual pueden y están dispuestas a pagar. Voy a dejar lugar para los grises. Existirán personas que encuentran el valor pero no tienen los medios. Existirán personas que no tienen tiempo. Existirán personas que no saben para qué se suscribieron. Existirán personas que ni siquiera van a abrir este correo. No me corresponde a mí hacer un análisis de qué significa cada pago o desuscripción. Hay tantas respuestas como personas. Yo voy a escribir confiando en que si las palabras me convocan es por algo. Quizás nunca entienda exactamente qué es, pero no es el punto.
La columna de hoy habla sobre el peso de la soledad estructural y por qué siento que tengo que seguir contando la historia de mis treinta años sin compañía. Dice algo como:
Cargar con el anhelo de poder encontrar en quién descansar me hacía caer al piso de rodillas y lo que más escuchaba como respuesta era que el problema era la debilidad de mis piernas. Muchas veces quise decir que no saben lo que se siente, que si tuvieran una mínima idea no dirían nada. Si hubieran conocido la soledad estructural entenderían que no caerme más seguido es un logro en sí mismo, que es un milagro que me haya podido levantar todas las veces que lo hice.
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