Apenas termino de escribir la palabra “miradas” escucho en mi mente una canción de Divididos. ¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? A veces pienso que todo en mi vida pasa por intentar contestar esa pregunta. Me pregunto si es ego o es sociabilización o quizás algo peor, algo más profundo. Una duda más íntima y primaria. ¿Qué veo cuando me veo? No sé, no termino de entenderlo, quizás vos me puedas decir.
Se me hace difícil encarar esta temática de una forma organizada. Cuando empiezo a mirar (qué buen chiste) alrededor, descubro que todo de alguna manera puede entrar en esta temática. Una buena manera, quizás, sea dividir el sustantivo en tres: las miradas que damos, las que recibimos, las que damos sobre las que recibimos.
Me entusiasma este tema sobre todo por la unión que sé que va a encontrarnos gracias a él. Sé que no soy la única que no sabe para dónde mirar.
Empiezo, entonces, con la primera de las preguntas: ¿Qué ves cuando te ves?
Todo es una cuestión de perspectiva, incluso algo objetivo y fáctico como el color del cielo. Lo descubrí abriendo la cortina hace algunos días. Era un domingo, el horario un misterio, pero definitivamente hacía un buen rato que la claridad estaba del otro lado de mis gruesos paneles de terciopelo que me separan de mirar y ser mirada. Solo correr uno trajo la desilusión: otro día sin sol. Encandilado por la luz, mi novio se tapó la cara con el brazo y me dijo “cuánta cantidad de blanco”. Yo miré hacia afuera y me quedé pensando. Tenía razón, el día no estaba gris sino blanco. Me pregunto si en Argentina los días nublados también son así. Es algo a lo que nunca le presté atención. Siempre pensé que cuando no hay sol el día es gris, pero ahora empiezo a ver que no es el caso. A veces es blanco, tan blanco que encandila. Supongo que necesitamos pensar que las cosas son de cierta forma fija, las mire quien las mire. Nos trae un poco de orden, nos hace promesas en un mundo donde todo se rompe. Pero estas promesas también son mentiras. Nada de lo que vemos es realmente lo que estamos viendo. Los colores dependen de la luz, el agua de lo que refleja. ¿De qué color son las cosas cuando es de noche? ¿De qué color es un espejo?
Me cuesta ir por la vida sabiendo que quizás lo que veo no es lo que está realmente ahí. Pensaba, recién, en el cuento En memoria de Paulina, de Adolfo Bioy Casares. Específicamente, pensaba en este extracto:
“Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.”
Nuestras caras siguen siendo las mismas de siempre, cambios más o cambios menos. No creo que puedan reflejar todo lo que pasa adentro. Se parece, un poco, a lo que pasa con los colores. Las cosas cambian de tono dependiendo de la luz u oscuridad que la intervienen, pero no cambian de forma. Por un momento podemos llegar a convencernos de que seguimos conociendo un alma, solo porque la cara que la lleva no cambió. Sé que tengo que renunciar a la idea de que la mirada puede descubrir hechos fácticos, verdades absolutas. No me resulta fácil. Se siente como no saber de dónde agarrarse.
Una imagen vale más que mil palabras, y una mirada puede hacer más daño que cualquier discurso. Camino con mucho cuidado por la vida, no quiero posar mis ojos en el lugar equivocado porque sé que me expongo a daños irreparables. Me puedo olvidar conversaciones enteras, pero no se puede des-ver lo que ya se vio. Hay imágenes que todavía existen adentro mío, años después. Son imágenes que no me van a dejar nunca, incluso cuando prefería olvidarlas. Sobre todo cuando preferiría olvidarlas. Hay, también, una fidelidad en las miradas, que el deseo quizás no invoca.
Celebro que mi medio sea la escritura y no algo visual. Celebro que para mí estudiar sea leer y no mirar. Me da un tiempo para poder recibir el estímulo. Puedo abrir un libro en una página increíble y no absorber nada. Necesito concentración para que algo me atraviese. Es una bendición. Cuando estoy desconcentrada, me siento protegida. Me pregunto si los fotógrafos o pintores pueden hacer esto, o si, por el contrario, están a la merced de todo lo que se cruce frente a sus ojos.
Me gusta pensar en el fenómeno que hace que las cosas se hagan enormes cuando somos chicos, y se encojan cuando crecemos. El jardín de una casa, la altura de un árbol, el peso de una responsabilidad. Cuando era chica, alrededor de los ocho años, tenía miedo de ser la última persona despierta a la noche. Me pasaba horas dando vueltas en la cama mirando hacia la puerta que siempre estaba abierta, confiando en que mientras la luz del televisor que salía de la habitación de mis padres estuviera prendida, yo estaría a salvo. Hace algunos años, tampoco tantos, tenía miedo de dormir fuera de mi casa. Ya había pasado mis veintes y seguía sintiendo que algo me amenazaba cuando no estaba bajo el mismo techo que mi mamá. Ayudó el tiempo y la terapia. Ahora vivo lejos, tan lejos que incluso si quisiera volver de repente tendría que soportar por lo menos una noche lejos de mi casa. Me parece fácil existir donde lo hago. Te juro, no me da miedo. Ya no dejo la puerta abierta para asegurarme de que otros siguen despiertos. Prefiero, de hecho, que se duerman primero. Me siento a salvo en mi silencio. Puedo abrir los ojos en cualquier oscuridad y soportarla, ya no existen monstruos. Tengo los mismos ojos de siempre, pero me cambió la mirada.
Se hace más fácil, con el tiempo desconfiar de lo que veo. No hay desilusión cuando se parte de algo sabido. Ya sé que nada es lo que parece. Lo que miro es una verdad con fecha de vencimiento. Cuando dejo de mirarla se transforma. He visto a los hombres más hermosos de mi vida volverse horribles por un destrato, a las casas más estéticas volverse escenarios del terror con los recuerdos. Uno nunca mira solo lo que está mirando. Veo lo que estuvo y lo que espero que esté, veo lo que hiciste y lo que hice yo, lo que pasó entre nosotros o en el mundo, lo que no puedo ver adentro mío que se imprime en el afuera.
No quiero que me traicione más mi mirada. Entiendo que esto es responsabilidad mía. No quiero dejarla. Es difícil pero a veces puedo. A veces, cuando mi ciudad natal se ve hermosa en las redes o mi vida se ve terrible desde adentro, me olvido que todo es un cuento contado por un narrador en el que no se puede confiar. Pero a veces gano, te lo juro. A veces llego a detenerme, recordarme que lo que veo no es una realidad y tampoco una mentira. Es una verdad con fecha de vencimiento, y yo elijo hasta dónde llega esa fecha.
Te pregunto, ¿de qué forma te traiciona tu mirada?
Las frases ya dichas se apilan una encima de la otra.
Como te ven, te tratan, y si te ven mal, te mal-tra-tan, dijo Mirtha Legrand.
I’m so sick of being perceived I literally cannot deal with people having an opinion of me, twitteó Brittany Broski.
Él me puede ver por quién soy realmente, celebran las protagonistas de incontables películas.
A veces siento que no puedo escaparme de la mirada ajena. Física y simbólicamente estoy constantemente alerta porque sé que alguien me está mirando. Es egocentrismo pero también es historia. Fui la primera hija de mis padres y primera nieta de mis abuelos. Crecí bajo miradas fascinadas. No sé lo que es imaginarme lejos de un par de ojos. Cada logro, gracia o gesto que emití fue, durante años, celebrado y elogiado. Hace un año y medio dije en una clase de Terapia Creativa algo en lo que todavía pienso: quizás estamos todo el tiempo preocupados por lo que piensan otros de nosotros porque sabemos que algo se pensó, porque siempre nos miraron, siempre nos dijeron cuando estamos haciendo algo bien. Cuando esta devolución positiva constante se va con los años, la lectura es negativa. Si no me están diciendo que hago todo bien es porque estoy haciendo todo mal. ¿No? Sé que no, pero se siente como un sí.
Te dicen que bailes como si nadie estuviera ahí pero sabés que no es el punto. A veces te gustaría bailar como si alguien sí estuviera ahí, comunicarle algo con tus movimientos, pero no te sale hacerlo. Quizás la propuesta debería ser bailar como si te estuviera mirando alguien que te quiere, alguien que nunca se va a burlar de vos.
La mejor decisión que tomé en mi vida fue empezar a trabajar de esto que soy ahora, que tiene tantas aristas que no puedo contarlas. Ni siquiera fue una decisión puntual. Quienes me siguen hace rato saben que fue un proceso paulatino que se dio casi por instinto. Una decisión que tomé todos los días un poco. Fue mi mejor decisión pero fue también la que más sufrí. Creo que hubiese sido más fácil comprometerme con el proceso si no me hubiese sentido mirada. Mirada por gente que no conozco que me lee, sí, pero sobre todo mirada por gente que me ama. Por muchísimo tiempo, más del que hubiese sido saludable, sentí que todas las personas que quiero me miraban como alguien que estaba sosteniendo una fantasía que iba a explotar en cualquier momento. Llegué a preguntarle a mi familia y amigas si realmente creían que lo que yo estaba haciendo las cosas bien. No quería, les dije, que mi vida se cayera por estar alejándome de los trabajos tradicionales y que ellos me dijeran que siempre se lo habían visto venir. Me aseguraron una y otra vez que no era esto lo que veían cuando me miraban. No siempre les creí. Es injusto de mi parte pero es la verdad.
Tardé un tiempo en entender que a veces nuestros ojos no son nuestros. Se van por un rato, y en su lugar aparecen otros ojos que conocemos. Supongo que es porque nosotros no nos decimos a nosotros mismos como miramos. Yo no escribo en mi diario observaciones de todo lo que veo. La vocalización de las miradas llega a mí de parte de otra gente. Lo que ven se transforma en palabra y yo lo termino transformando en verdad. Esa verdad se impacta contra lo que soy y por un segundo me encuentro mirándome con ojos que no siento propios. Veo en mí todo eso que sé que otros ven en el mundo. Porque es más fácil señalar fallas que apreciaciones, siempre tengo más cosas malas que buenas para ver. Entonces se da el fenómeno que hace que muchas veces quiera correr a esconderme aunque no sepa adónde. Tomo un hecho de algo que soy y lo impacto contra la mirada de alguien que conozco, esa que muchas veces trajo un discurso que no hablaba de mí pero sí hablaba de cosas que yo tengo con un tono de preocupación, desdén o risa. No quiero ponerme en el lugar de víctima porque yo hago lo mismo. Yo le anuncio a otros eso que yo veo y de alguna manera les impongo mis ojos. Todos vamos por la vida gritando eso que vemos. Parece que queremos avisarle al mundo que fuimos los primeros en encontrarlo. Sobre todo nos gusta hacerlo con la mierda. Ya sé de dónde sale ese olor que sentimos hace rato, anunciamos. No creo que sea posible detener esta práctica. No sé si sabemos mirar sin hablar. Tampoco sé si es natural hacerlo. Pero es importante acordarse a veces que tus ojos no son tuyos. A veces estás mirando lo que otros ven, creyendo que así te ven a vos, creyendo que vos sos esa mierda.
No sé si un árbol hace ruido cuando cae y nadie está ahí para escucharlo. Mi hermano me explicó la respuesta muchas veces pero yo igual descreo. A veces me pregunto si yo sigo existiendo cuando nadie me ve, o por lo menos cuando no lo hacen las personas que me importan. Hace años que mi abuela no me mira. Este mes leí sus cartas porque extrañaba ser la que soy bajo su mirada. Extraño su voz y sus palabras pero sobre todo extraño sus ojos. Hay un amor incondicional hacia mí que fue solo suyo. Lo siento adentro mío pero a veces pienso que no lo tengo si no me mira. Ya nunca va a mirarme y esto me da pena. Me haría bien su aprobación constante, incluso con treinta años. Me duele que no pueda decirme que le gusta la cara de bueno de mi novio, me pone muy triste que no lea las cosas que escribo ahora. Por suerte sus ojos viven adentro mío. Puedo mirar cualquier cosa con su mirada. En mi casa de Rosario todavía guardo los anteojos de Rodolfo, su marido, mi abuelo. Fue lo único pedí tener de él cuando se murió. A través de esos anteojos él me había mirado a mis catorce años cuando yo me sentía la adolescente más fea de todas. Con el delineador azul corrido después de ir a la matiné la noche anterior, llegué a su casa un domingo. Me dijo que estaba hermosa. Me siento muy poco hermosa muy seguido y pienso en que mi abuelo sabría ver otra cosa. Su mirada me diría que todas mis versiones, incluso la del delineador azul corrido, son lindas.
Investigando para este newsletter encontré el artículo I Know What You Think of Me de Tim Kreider. Todo lo que dice es interesante, pero el final en particular me pareció hermoso:
Years ago a friend of mine had a dream about a strange invention; a staircase you could descend deep underground, in which you heard recordings of all the things anyone had ever said about you, both good and bad. The catch was, you had to pass through all the worst things people had said before you could get to the highest compliments at the very bottom. There is no way I would ever make it more than two and a half steps down such a staircase, but I understand its terrible logic: if we want the rewards of being loved we have to submit to the mortifying ordeal of being known.
Muchas veces soñé con alguien que me quiera por lo que soy. Alguien que vea todas mis partes y elija quedarse a mi lado. Muchas veces lloré por no encontrar a esa persona. Cuando miro en retrospectiva a las personas reales con las que vengo saliendo hace diez años, entiendo que nunca pudieron realmente quererme, porque nunca los dejé. Nunca les mostré partes de mí que era necesario ver si yo buscaba que realmente me vieran. Está bien, supongo. A lo largo de los años le permití a muchas de mis amigas verme como soy. Quizás me siento más cómoda con mujeres, quizás estoy más abierta a que me vean como algo separado de la imagen de lo que quiero hacerle creer al mundo que soy. Aunque existen también mis amigos varones que saben realmente lo que me preocupa y lo que me ilusiona. Quizás, como vienen indicando todos los libros y las tarotistas, esos hombres que yo buscaba ver para poder ser vista no fueron los hombres correctos. Hay una liberación, sin embargo, en entender que el nivel de amor que tuvieron por mí siempre estuvo atado a lo que yo les permití conocer. De alguna forma me convence que mi soledad, eso que siempre padecí como una condena ajena, fue una decisión, o protección, mía.
Estoy en una relación nueva, estable y feliz. Esto no significa que los desafíos no estén. Mi mayor preocupación es cometer errores que ya cometí, mi mayor miedo no darme cuenta que estoy en una relación desigual como todas las que tuve antes. En esos casos, me aferro a una certeza que no tuve hasta ahora: lo estoy viendo, y él me ve a mí. En los pocos meses que llevamos juntos pasamos por varios momentos de exposición y vulnerabilidad. Me vio llorar antes de dormir y reírme de cosas que me avergüenza admitir que me dan gracia. Conoce mis canciones de Spotify y sabe que tengo ansiedades atadas a mi situación económica. Me escuchó tartamudear cuando no puedo pronunciar algunas palabras en inglés y me vio juzgando mi nariz en el espejo. Siempre me preocupó el ritmo en el cual uno tiene que mostrarse, pero juntos logramos dejar que la vida determine cuándo es momento de revelar algo. Si la oportunidad se presenta, lo hacemos. Cuanto más lo veo, más lo quiero. Cuanto más me ve, más siento que me quiere. Hay muchas cosas de mí que no sabe, porque la vida todavía no nos invitó a hacernos ver tanto, pero no tengo miedo de que llegue el momento. Si nuestro cariño es, como pienso, real, nos toca aprender a querernos a pesar de un montón de cosas. Lo voy a dejar verme, porque solo así puedo permitir que me quiera. Y quizás llegue un día en el cual lo sepa todo, lo oscuro y lo ridículo. Espero, de verdad, que ese sea el día en el que más segura esté de su cariño.
Te pregunto, ahora, ¿qué te da miedo que otros vean?
Substack me anuncia que la mayoría de mis suscriptores, por un margen enorme, son mujeres. No puedo dimensionar de qué manera esto moldea mi escritura. Sé que si fuesen hombres los que en su mayoría me leen, estas palabras serían diferentes. Siempre fui diferente en presencia de los hombres.
“Men act and women appear. Men look at women. Women watch themselves being looked at. This determines not only most relations between men and women but also the relation of women to themselves. The surveyor of woman in herself is male: the surveyed is female. Thus she turns herself into an object of vision: a sight.”
―John Berger, Ways of Seeing
Querida mujer lectora, ¿qué ojos te miran cuando te mirás al espejo? ¿Son los de tu mamá que siempre te dijo que eras una muñeca? ¿Son los de ese hombre que te juró que ibas a arrepentirte de dejarlo? ¿Son los de los niñas que alguna vez se cruzaron en tu camino y te dijeron que querían ser como vos cuando fuesen grandes? Cuando me miro al espejo, me pongo los ojos de un hombre que no existe en su particularidad pero es todos los hombres que conocí alguna vez. Él me ve linda pero no le alcanza. Sigue sin elegirme. Por eso me acomodo el pelo y muestro la cintura, para convencerlo. Nunca puedo. Siempre anuncia que prefiere a alguien más.
No miro toda mi vida a través de ojos masculinos. Yo miro mis logros a través de los ojos de mis padres. Cuando me siento orgullosa de mí es porque me contagio de ese orgullo que sé que sienten cada vez que hago algo medianamente bien. Quizás por eso mi síndrome del impostor es tímido y débil. Tengo dos pares de ojos adentro mío que me dicen que me merezco todo lo que tengo. Mis errores, sin embargo, cargan con la mirada pesada de una persona que fue mi amiga muchos años y siempre supo señalar que ella sabía vivir mejor que yo. Mi mejor amiga se ríe de esto a veces. Me dice que no puede creer que alguien como yo se sienta condicionada por alguien como esa mujer que ya no está en mi vida. Yo le explico que no soy yo, la que soy ahora, la que sufre bajo esos ojos. Es la adolescente que fui, la que habita adentro mío, la que no quiere darle el gusto o la razón a esa persona del pasado.
Mientras escribo esto, estoy en un respiro de Instagram. Desde que empezó el año aparezco un máximo de tres veces por semana, a mostrar mi vida de una forma muy limitada. Es la vidriera de lo que elijo ofrecer en este espacio. Si alguien quiere saber de mí, tiene que tomarse el trabajo de conocer mis palabras. Ya no aviso cuando borro la aplicación, porque las personas entendieron que no me tienen que buscar por ahí. Dije más de una vez que no podría estar haciendo esto sin un medio de expresión que fuera conmigo. Tampoco podría si mi novio tuviese redes. No puedo comprobarlo porque él no quiere volver a la burbuja de internet, pero a veces creo que jamás podría existir sin intentar llamarle la atención a un hombre que me interesa. Incluso ahora, estando en una relación feliz que no pretendo arruinar dándole atención a alguien más, pienso dos veces antes de subir algo. Entre mis seguidores hay un puñado de hombres con los que salí y me importa su forma de mirarme. Nunca van a reconocer que siguen ahí, tampoco me van a decir qué piensan de mis fotos, pero yo me encuentro de cualquier manera actuando el papel que me imagino podría hacerlos arrepentirse de no haberme elegido cuando pudieron hacerlo.
No me considero una persona pública pero creo que a pesar de cualquier criterio personal lo soy porque hay varios aspectos de mi vida que existen de manera no-privada. Al momento de escribir esto, tengo más de cinco mil seguidores en Instagram y más de diez mil en Twitter. Mi último tweet, un chiste para mi amigo Yul, tienen más de cuatro mil reproducciones. O sea, más de cuatro mil personas vieron el chiste estúpido que le hice a un amigo. No sé quienes son estas personas, no podría reconocerlas por la calle, y sé que muchas de ellas tampoco podrían reconocerme a mí. Las redes sociales me generan sensaciones contradictorias. Por un lado, me fascina que permitan que un buen mensaje viaje lejos. Un poema que escribí para el Día de la Mujer hace años tiene hoy más de dos mil likes. Son dos mil personas que leyeron lo que yo escribí y se comprometieron con eso. Es mi publicación más popular y me gusta que así sea, porque es el poema más importante que compuse. Por el otro, me aterra pensar que una cantidad enorme de personas, tantas que sería imposible hacerlas entrar en el gimnasio de mi escuela, leen cualquier estupidez que digo, conocen mi cara, mi nombre y vaya a saber qué más.
Pienso muchísimo en lo que digo cuando escribo porque soy consciente de la cantidad de gente a la que potencialmente puedo llegar con mis palabras. Quiero ser honesta, transparente, realista, todo eso sin dejar de ser una persona privada. No sé nunca hasta qué punto tengo que decir la verdad, qué es mentir y qué es proteger. No termino de entender cuántas aclaraciones se tienen que hacer, y cuántas veces tengo que hacerlas. Sé que hay cosas que leídas o vistas fuera de contexto pueden malinterpretarse. Es imposible comprimir mis privilegios y complicaciones cada vez que digo algo. Soy, además, consciente de que tengo una vida que a otras personas les parece interesante. Me lo han dicho demasiadas veces como para que pueda olvidarme. No encontré todavía manera de escribir esto sin que me dé vergüenza ponerme en ese lugar. Mis manos lloran para que redacte aclaraciones pero tengo que detenerme porque si me paso la vida agregando notas al pie no voy a terminar de decir lo que quiero decir. Y lo que quiero decir es que no termino de entender cómo tengo que habitar este lugar en el cual soy vista. Me aterra ser una de esas personas que muestran vidas increíbles y prometen que vos podés tenerlas si tan solo hacés lo mismo que ellas hicieron. Esas son las cuentas que más crecen, porque la técnica funciona. Soy consciente de que si mostrara más de mis bendiciones, mi mensaje llegaría a más personas, pero cargaría siempre con esta sensación de que estoy diciendo que mi vida es eso, una lluvia de bendiciones, cuando no es verdad. También podría hacerla crecer si mostrara mis desgracias. Pain porn es algo real, y todos caemos en ese lugar. No puedo hacerlo. Por un lado, no me lo permite mi pudor, pero por el otro me asusta la idea de que mis momentos no felices se lean como una advertencia. Todo esto que digo parte de mi experiencia como usuaria. Yo me angustio cuando veo vidas perfectas, aunque sepa que no lo son, y me preocupo cuando veo vidas terribles, aunque nada indique que también me puede pasar a mí. No termino de entender cómo ser una persona auténtica en redes sin exponerme de más y sin generar un sentimiento negativo en otra persona.
Todo tiene que ver con lo mismo. Cuando me miro, intento controlar la manera en la que otros me van a mirar. Los hombres me miran en el espejo y las mujeres me leen en mis palabras. Me pinto los labios y salgo sin corpiño porque quiero meterme adentro de ellos, girarles la cabeza, hacer que me miren, que me quieran, que me elijan, que me lo digan, que me lo digan tantas veces como sea necesario, hasta que alguna vez deje de sentirme como alguien que no vale la pena mirar, alguien que no terminaron de elegir. Escribo sobre mis flores y mis viajes y mis ansiedades y mis debacles porque quiero meterme adentro del cerebro de las personas que me leen para que me vean como un ser humano completo porque quizás así logro que mi imagen en sus ojos se vea más digna y más amable, y quizás así yo siento de una buena vez que estoy haciendo las cosas bien, que las cosas van a salirme bien y que me lo voy a merecer cuando este momento llegue porque soy una buena persona.
Por mucho tiempo de mi vida amé a otras personas como quería que me amaran. Pensaba que solo así podía sentirme entera. Hace algunos meses dejé de lado ese by-pass y me empecé a quererme sin poner a nadie en el medio. Me permití verme y dejé de intentar cambiar todo lo que está mal en mí. Tomé la decisión de elegirme incluso si esas cosas nunca cambian. Algunas empezaron a cambiar con esta decisión y otras parecen haberse cementado. Y está bien. Ya decidí que no quiero esperar a haber resuelto todo para aceptarme, porque quizás ese momento no llegue nunca.
Espero poder cortar también el desvío que existe en mis ojos. Quiero poder mirarme sin que me mire nadie en el medio. Quiero poder admirar y cuestionar mi vida, mi cuerpo y mi tiempo bajo mi propio criterio. Quiero mirarme con mi mirada.
Te hago una última pregunta: ¿quién te ve cuando te ves?
Me gusta hacer que este newsletter sea un lugar de invitación a la conexión no solo conmigo sino con otras personas creativas. Me gusta dar recomendaciones de personas publicadas, películas ganadoras, pero también me gusta recomendar personas que yo conozco de cerca y quizás tienen audiencias más pequeñas.
Primero, quiero traerles a Gildu, una escritora que conocí en mis talleres. Ella escribió un remix de una columna mía, usando sus propias reflexiones, y el final me parece tan hermoso que quise darle un lugar especial en esta edición, en lugar de apilarlo con las demás recomendaciones del equipo newsletter.
La segunda invitación del día fue la que me dio la idea de escribir sobre las miradas. El viernes en el cual mandé la última edición, mi papá me mandó un PDF por WhatsApp. Lo abrí y me encontré con algo que me hizo reír y lagrimear un poquito. Sé que la reacción tiene que ver con que yo soy su hija, pero incluso mi más objetiva mirada me hace pensar que ese relato tiene que estar acá. Con el permiso que me otorgó él, les dejo unas palabras de mi papá.
Cuestión de escenario, por Martín Sagarduy
Yo estaba destinado a trascender. Desde que llegué, sabía que ese sería mi lugar, ese desde donde sería conocido para siempre. Los hechos no eran simples ni cotidianos. Lo mío era grandilocuente, exagerado. Siendo honesto, eran hechos espectaculares. A ver, paso a detallarles.
A los pocos días de llegar al pueblo, una noche de invierno para ser más preciso, después de saltar durante un largo rato, el piso de pinotea de aquella casa desapareció debajo de mis pies y di por inaugurado el sótano. Mis padres se desesperaron al ver que su primogénito, de alrededor de ochenta centímetros de alto, gritaba desde las profundidades del living. En cuestión de minutos, varios vecinos acudieron a la ayuda y me rescataron. Fue por eso que pasé a ser más conocido yo que mi Papá, que venia a reemplazar al medico de todos en el pueblo. A partir de ese día, cuando salía de mi casa era saludado por todas las personas con las que me cruzaba.
Empecé a hacerme amiguitos y juntos fuimos la camada de fundadores del Jardín de Infantes Niñito Jesus. Y cuando llegó el 25 de mayo, encabezaba con la bandera la marcha de los alumnitos en el desfile patrio en la avenida principal. Me costó bastante esfuerzo ya que el asta era del doble de mi altura y la mitad de mi peso, pero pude hacer todo el recorrido: una cuadra.
Luego hubo un acto y nuestra participación era vestirnos con las actividades de los habitantes. Peluqueros, agricultores, zapateros, cocineros, etcétera. A mí me toco panadero. Zapatos, pantalón, chaquetilla y birretes blancos, inmaculados. Una canasta de mimbre acompañaba mi atuendo. Teníamos que entrar todos con una canción y después cada uno describía sus servicios. Cuando fue mi turno, lo dije a viva voz y muy contento y generé los primeros aplausos del día. Pero lo mejor fue cuando le exigí a mi madre que, desde ese momento, yo debía ir a trabajar a la panadería. Tendrás que preguntarle a Horacio, que era el panadero, me contestó. Obviamente fui a hablar con Horacio y me dijo que únicamente podría trabajar en el negocio si me presentaba al día siguiente a las siete de la mañana. Seguramente habré cansado a mi madre a pedidos de que me despertara para poder llegar, ya que a las siete de la mañana estaba con todo mi uniforme en la panadería. Me mandaron a la cuadra con los maestros panaderos y confiteros. Eso era la gloria, y durante varios días fui panadero.
Otra noche, durante el verano, invitaron a mi padre a una chacra y fuimos con toda la familia. Un autentico bacanal, con fiambres, quesos, panes camperos y un asado que se estaba preparando. Mientras los hombres estaban junto al fuego y las mujeres en la galería haciendo las ensaladas, me metí en la cocina y sobre la mesa vi un vaso corto de vidrio con un vino que hacían los dueños del campo. Era un vino muy fresco y medio dulzón. Exquisito. Volví a jugar con los nenes que estaban esa noche y, cada vez que tenía sed, volví en busca de ese rico vinito. Cuando todos nos sentamos a comer, me sentía un poco mareado. Le avisé a mi mamá que tenia sueño, y me fui a dormir. Lo que pasó después me lo contaron, ya que tengo recuerdos vagos. La cuestión es que cuando alguien fue a la pieza, yo estaba en el suelo muy pálido, y había vomitado. Mi papá empezó a controlarme y vio que no encontraba mi pulso. Desde la chacra hasta el pueblo, mi papá fue a toda velocidad y busco al piloto de carreras de autos que era el ídolo de la zona. Él nos llevo a la ciudad y me internaron en terapia intensiva con el diagnostico de Coma Alcohólico. Lo que sí me acuerdo es despertarme en una enorme sala muy blanca, con gente con tubos en la nariz o los brazos, y yo con mi ropa toda sucia de tierra pegada con sudor y una pinta de último naufrago del Titanic.
Y así eran mis días en el pueblo.
Luego, mis padres creyeron que en la ciudad estaría el porvenir para nosotros y dejamos el pueblo con mucha angustia.
Hoy, la casa donde inauguré el sótano fue remodelada.
Del jardín de infantes solo me quedó una sillita donde pude hacer jugar a mis hijos.
La panadería se redujo y solo vende la milésima parte que vendía cuando fui panadero.
Y de la chacra ya no queda nada, solo el molino donde a un costado hacían el asado...
Yo estaba destinado para cosas grandes, la puta que los parió. Me cambiaron el escenario.
Para que consideren su forma de ver las miradas:
Algo para leer: How to be both de Ali Smith. Es un libro único. No voy a negar que la segunda parte me perdió un poco pero también me emocionó enormemente.
Algo para ver: This Is Paris, el documental de Paris Hilton que nos muestra que ni siquiera lo que más vimos es exactamente como se ve.
Algo para escuchar: un podcast que me parece dice cosas interesantes sobre la mirada de las redes sociales hacia la soledad:
Algo para que sean parte de nuestra comunidad: en abril vamos a explorar nuestras miradas a través de la escritura. En Patreon vamos a leer Daisy Jones & The Six (pueden ver la serie también si no están con ánimos de leer), vamos a tener consignas semanales inspiradas en la temática de este newsletter, seguimos el club de cine a cargo de Anita Zanelli con una propuesta nueva y vamos a explorar formas de darle tu mirada especial a lo que escribas en un newsletter o blog. Si quieren sumarse, pueden leer más info y hacerlo en cualquier momento (sí, ya no hay que esperar al primer día del mes!) por acá.
Algo para que lleven la escritura al próximo nivel: la temática de este newsletter también se tocará en nuestros talleres de Terapia Creativa para Escritores. Cuatro clases de una hora (a veces más, a veces menos), la oportunidad de trabajar de forma individual y en parejas, debates abiertos sobre la temática mensual y la oportunidad de participar de nuestro mundialito regional para poner lo aprendido en práctica. Si es tu primera vez participando del taller, tenés un 30% de descuento y si venís con un amigo tenés un 2x1. Encontrás más info acá y te sumás al espacio contestando este mail.
Sería imposible concluir algo sobre este tema. O quizás es que yo no puedo. Me gustaría que hubiese un manual de instrucciones sobre cómo mirar, o una lista de los significados que tienen nuestras miradas. Tampoco sé si serviría de algo. En mi casa había un diccionario de sueños. Soñar con que se te caen los dientes es señal de que tenés miedo de perder el control. Lo sé desde siempre y no solucionó nada. Sigo teniendo miedo de que otro tome las riendas. Supongo que entender las miradas tampoco sería de mucha ayuda. Hay un trabajo propio que pasa por adentro y que no necesita ni elige las palabras. Las palabras, muchas veces, no sirven de nada. Podés venir a decirme que mi forma de mirarme a mí misma se forjó ese verano cuando todas mis amigas eran adolescentes y yo seguía pareciendo una niña. Podés explicarme que la manía de mis ojos por posarse sobre los precios de cosas que no puedo comprar ahoga la luz bajo la cual veo mi trabajo que tanto amo. Podés regalarme una enciclopedia sobre la mirada pero yo seguiré ciega y obnubilada frente a todo lo que reconozco afuera como algo que existe adentro mío.
La mirada es la pregunta constante y la respuesta mentirosa.
Las palabras no sirven de mucho, pero es cuando leo que más quiero a mis ojos. ¿No querés escribirme? Me estarías haciendo un regalo.
Si querés sumarte a la comunidad que tenemos en Substack y hacerte parte del equipo newsletter, sos bienvenido. Si no, nos veremos de vuelta en tan solo un mes.
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Me resultó re interesante la temática de hoy, y me recordó al pensamiento de Sartre sobre la mirada del otro. Es gracioso porque mi newsletter acá empezó literalmente con esta frase de "Los caminos de la libertad":
«Tengo de pronto conciencia de mí en tanto que escapo de mí mismo, no en tanto que soy el fundamento de mi propia nada, sino en tanto que tengo mi fundamento fuera de mí. No soy para mí sino como pura remisión al Otro (...) ese "Pienso, luego existo”" que tanto me hizo sufrir, pues mientras más pensaba, menos me parecía ser y digo: "Me ven, luego soy”».
Sartre categoriza la mirada del otro en 3:
1. El *miedo* a la pérdida de libertad, en tanto que la mirada del otro te levanta la guardia y te hace actuar de un modo apto para la mirada ajena, no necesariamente honesto.
2. La *vergüenza* que es algo así como ser visto y por ende cosificado (esto nunca lo entendí del todo)
3. El *orgullo*, que es simplemente la sensación de que alguien nos ve, por ende existimos, y si se quiere: por ende importamos.
En conclusión, que "la mirada del otro es como un juez que nos transforma en sujetos que pueden ser juzgados" y por eso da miedo, pero también nos da la necesaria sensación de ser, de existir para alguien.
Pero además esto me lleva a pensar en el amor según Sartre, que decía que el amor no era posesión sino libertad, y que para eso habría de ser transparente y habría de compartirse todo: dudas, inseguridades, obsesiones. Y esto es lo más difícil de dejar que te vean, dejar que te vean las partes de adentro, las más oscuras que te hacen sentir más vulnerable. Dejar que te vean en serio es un acto de confianza absoluta.