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La columna de hoy está escrita desde mi lugar de rosarina. Como alguien que vive lejos, entiendo que hay un privilegio en hablar sobre el horror desde afuera, sin correr peligro. Mi postura es que aquellos que emigran tienen que ser cuidadosos con sus palabras, reconocer cuando el problema no los incluye, pero este problema me incluye aunque no le esté poniendo el cuerpo, porque sí lo están haciendo las personas que más amo. Mi familia completa sigue viviendo en esta ciudad que hoy es foco de todas las noticias y mi miedo no es por mí, sino por ellos. Soy consciente de que estando lejos hay puntos ciegos que no contemplo, incluso si hablo del tema todos los días con aquellos que todavía están en Rosario. Los comentarios a esta publicación son solo para suscriptores, pero si algún rosarino siente que quiere contestarme, puede hacerlo a txt.juana@gmail.com.
Existe una palabra en inglés que no tiene traducción directa al español: town. Un pueblo grande, una ciudad chica. Desde principios de marzo vivo a una hora de Londres, en una localidad que algunas personas escucharon nombrar pero casi nadie visitó. En las conversaciones en español le digo pueblo, porque para mí una ciudad tiene que ser caminable y en este lugar todos usan sus autos, pero no es ninguna de las dos cosas. No es un pueblo ni una ciudad, es un town, y todavía estoy aprendiendo qué significa en lo práctico.
Lo primero que entendí es que cuando vivís en un lugar como este, pueblo grande o ciudad chica, se resignifica el concepto del otro. Vivir en este lugar se siente al mismo tiempo aislado y cercano, despojado y seguro. En una ciudad grande esa sensación de pertenencia siempre está atada a un barrio, pero todos los días hay migraciones internas. Sos de zona norte pero vas para el este, el oeste, el sur. La comunicación entre las partes de ese territorio es constante. No pasa lo mismo en este pueblo grande. La ciudad más cercana queda a quince minutos en auto o en tren, pero ir hasta allá se siente como una odisea. El entendimiento subconsciente de qué es el territorio que te contiene se simplifica. Los límites son estos. No me peleo por abarcar más que este pueblo grande. Me toca vivir acá, desde la estación hasta el colegio, desde las vías del tren hasta el canal. Vayas donde vayas sabés casi con certeza que esa persona comparte tu código postal, seguramente compre en el mismo supermercado que vos y conozca al mismo cartero. Hay un entendimiento casi instantáneo de qué significa el nosotros y quién es el extraño.
Una noche de la semana pasada, mientras miraba un documental sobre un asesinato que había pasado en un pueblo, entendí por primera vez esa frase trillada que aparece cada vez que el horror se presenta en un lugar cotidiano: estas cosas acá no pasan. Esta es la primera vez que me siento así de segura, porque hasta ahora siempre viví en grandes ciudades donde el horror existe siempre. Algunos culparán a la migración interna, esa facilidad con la cual pasamos por lugares que no son propios casi todos los días, que nos impide entender quién es el otro y quién es el cercano, qué nos acerca al horror incluso cuando no vivimos cerca. Para otros la cuestión estará más ligada a lo social: en las ciudades grandes hay más riqueza y por ende desigualdad, y la desigualdad trae violencia y muerte. Los motivos, en este ensayo, son secundarios. Lo que quiero decir es que vivir en un lugar que tiene un parque, dos gimnasios y tres supermercados genera la ilusión de que estás realmente separado de eso que es ajeno y extraño. El horror parece suceder afuera, y ese afuera se siente lejano.
Necesitamos sentir que es así, ¿no? Necesitamos sentir que las cosas malas pasan en otro lado. Cuando vivís en un pueblo grande te delimita la geografía, pero en las ciudades las fronteras no alcanzan. Un poco porque vamos de zona oeste a zona sur, del centro a zona norte, pero también porque a una ciudad entra cualquiera. En las ciudades el extraño está en las mismas calles que vos. El entendimiento que se desarrolla entonces es de otro límite, inexistente en lo geográfico y más ligado a la persona. Las cosas pueden pasar en cualquier lado, pero nos tranquilizamos pensando que no nos pasan a nosotros. Le pasan a ellos. Esos otros que tuvieron menos suerte o que, llegamos a pensar en un mal día, algo habrán hecho. Necesitamos confiar en que existe un nosotros, los que estamos a salvo, y un ellos, que reciben el horror. La frontera invisible e imaginaria existe incluso dentro de las calles y el que camina al lado tuyo se convierte en un extraño. A ellos les toca el miedo y la supervivencia, vos respondés con empatía y solidaridad.
Descubro que la mejor forma de notar un privilegio es la sorpresa. Cuando vuelvo a Rosario siempre me sorprendo de cosas que para el fin de mi visita vuelven a ser costumbre: los chicos vendiendo pañuelitos en las calles, los celulares pegados a nuestro cuerpo para que nadie nos los robe, la espera del taxi siempre del lado de adentro del portón. Es ahí donde entiendo que mi vida fuera de mi ciudad es más fácil, más segura, más cómoda. No doy cuenta de estas cosas cuando estoy lejos, porque uno se acostumbra rápido a lo bueno. Es recién cuando vuelvo, y la realidad de mi ciudad me impacta sin esperar a que yo me acomode, que recuerdo lo que siente un cuerpo rosarino en la calle y aprecio lo que el resto del tiempo doy por sentado.
No fue siempre así, les juro. Hace no mucho tiempo, se podría andar por la ciudad a cualquier hora. Tomábamos en la calle o cruzábamos parques a la madrugada. En el centro, claro. Me olvidé de decirlo porque los que vivimos en el centro somos así, despistados. Se nos escapa eso que nuestros amigos de los barrios nos quieren decir desde hace tiempo: existen dos Rosarios. La de adentro, que es segura y alumbrada, y la de afuera, esa que viene después de los bulevares y las avenidas. En la Rosario de afuera corre sangre hace rato, pero los del centro no nos enteramos. Muchos de nosotros, desde adentro, le contamos a los turistas de otras ciudades que las noticias mienten, que Rosario es igual de insegura pero no más que el resto de la Argentina, que nosotros siempre salimos con el teléfono y nunca nos robaron. Todo eso que ven en las noticias, aseguramos, pasa en la Rosario de afuera. Se mueren muchos inocentes, es verdad, pero siempre pasa de los bulevares hacia los límites de la ciudad. En las profundidades de cada zona, ahí es donde prima el horror. Sí, también es verdad que a veces las balas llegan al corazón de donde estamos nosotros, sí, me acuerdo de esa balacera en Corrientes y Pellegrini, pero no tenemos que preocuparnos porque nos protege la frontera humana. Le pasa a los otros, a los que algo habrán hecho. Tranquilo. Si estudiás el caso ves que es cosa de mafias y narcotraficantes, arreglos internos, ajustes de cuentas. Mientras sepas por donde caminar y seas un buen ciudadano, le decimos a los que vienen desde lejos, andás bien en Rosario.
Es distinto entre nosotros, claro. Ese instinto de protección que se activa cuando alguien critica nuestra tierra se apaga cuando estamos solos. Entre nosotros decimos que Rosario está imposible, que ya no se puede vivir. Desde nuestros edificios con guardias de seguridad o nuestras casas en avenidas paquetas decimos que ya no se puede salir a la calle, pero salimos igual. Salimos a comer en nuestros autos, a caminar por la costanera, a tomar un café en la vereda. Nos quejamos cuando uno de nuestros territorios seguros se convierte en zona liberada, como ese barrio de casas antiguas y bellas que está apenas cruzando la primera avenida, donde viven laburantes como nosotros que no hicieron nada. Cuando hay una ola de entraderas todos sabemos que la policía está metida. Es la misma policía en la que confiamos cuando dicen que van limpiar la Rosario de afuera. Nos debería hacer ruido esta contradicción pero los del centro nos podemos dar el lujo de ser distraídos. La policía está entongada con los narcos pero ahora mandan más policías para que saquen a los narcos, repetimos. La ecuación no nos termina de cerrar pero tampoco importa tanto, porque estas épocas de sangre y miedo adentro de Rosario se pasan rápido. Enseguida podemos volver a vivir como en el resto de Argentina, con preocupaciones extremas como cuidarte de que no te maten para robarte un celular, esas que, decimos, no se viven en Europa. Si nos frenáramos a pensar entenderíamos que son preocupaciones con las que sueñan esos que viven en la Rosario de afuera, pero somos distraídos, no nos damos cuenta.
Los rosarinos del centro veníamos diciendo hace años que en Rosario ya no se podía vivir, pero la mayoría sigue viviendo ahí adentro y algunos ni siquiera sueñan con irse. Los que nos fuimos romantizamos esa vida que teníamos. Como en el resto de Argentina, existía un miedo palpable y real incluso en la calle más iluminada, pero cuando estabas en el centro ese miedo se volvía más hipotético que otra cosa. Hasta ahora. La frontera física se cayó hace rato, y la frontera humana se empezó a caer la semana pasada. Primero mataron a un taxista, después a otro, después balearon a un colectivero, por último a un playero en una estación de servicio. Sobre los taxistas se dijo que algo habían hecho, que se sabe que los taxis manejan la droga. Los colectivos también estaban metidos en algo raro, se comentaba. Cuando mataron al playero no se dijo nada. Era un chico de 25 años, empleado como cualquier otro. No pudimos suponer que la nafta tuviera que ver con la mafia y por primera vez no nos quedó otra que tener miedo. Menos del que tendríamos si estos asesinatos hubiesen pasado en la Rosario de adentro, pero más del que tuvimos hasta ahora. Para vivir en el mundo, con todos los horrores que contiene, es necesario que existan las fronteras, físicas o humanas. Necesitamos que algo nos separe del horror. Por eso los que hasta ahora no tuvimos que tener miedo nos encontramos perdidos, desesperados, porque parece que el nosotros y el ellos se empieza a acercar cada vez más. Parece que el horror también puede tocarnos.
Quizás, pienso ahora, el primer problema fueron las fronteras. Quizás el problema fue olvidar que podemos tener miedo por ellos incluso cuando nosotros estamos a salvo. Quizás hay algo que se nos escapó cuando nos permitimos ser despistados y dejamos pasar las asociaciones claras que estaban servidas adelante nuestro. Quizás tendríamos que haber sentido un poco de pudor al asegurarle a los porteños y los cordobeses que en realidad Rosario es segura si sabés por dónde ir. Quizás deberíamos haber reconocido que no tiene que ver con lo que uno sabe sino con lo que uno puede y que no todos pueden evitar esas zonas por las que nosotros elegimos no ir. Quizás nos debería haber dado vergüenza decir que en Rosario no se podía vivir cuando los que se murieron hasta ahora son ellos. Quizás tendríamos que haber entendido antes que no existe un ellos y un nosotros, un adentro y un afuera, que somos todos parte de lo mismo, que nuestra seguridad muchas veces existe porque falta en otro lado, que no es nuestra culpa pero sí es real que el mundo funciona dándonos lo que le saca al otro. O quizás estoy siendo demasiado progre, demasiado boluda. Quizás hay algo que se me escapa, algo que no sé ver. No sería la primera vez. Me crié en la Rosario de adentro, la del centro, donde todos podemos ser un poco despistados.
Hoy no tengo respuestas, solo plegarias. La primera es irreal: desearía volver el tiempo atrás y haber prestado más atención cuando la situación era manejable. La segunda es desesperada: deseo que esto pare, de la forma que sea, antes de que se vuelva inmanejable. La última es para todos: deseo que recuperemos la creencia de que hay algo que podemos hacer desde nuestros pequeños lugares.
Para hacer hay que entender, y lo mejor para entender esta situación es leer y escuchar a los rosarinos que lo están viviendo en este momento, desde sus calles. Acá les dejo una lista de links que valen la pena:
Zona de Sacrificio, por Virginia Giacosa
Mafias o democracia, una explicación de la situación de la mano de Carlos del Frade
Juan Monteverde explicando por qué se necesita una solución integral.
Un mensaje de Martu Bovyn a Rosario, por Brindis TV.
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Hace días que vengo con el cora estrujado. Me duele Rosario. Te abrazo Juanita