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A diferencia de mucha gente que conozco, la muerte siempre me dio más paz que miedo. No digo que quiera morirme mañana, pero encuentro mucha tranquilidad en saber que eventualmente va a pasar. Irme de los lugares es algo que me fascina, a veces más que llegar. No deja de tener sentido que, entonces, me guste tanto la idea de irme del mundo. A la gente esto le da impresión, no quieren hablar conmigo del tema. Y yo siempre necesité hablar del tema, porque siendo católica me crié con la concepción de que la vida es eterna y que no vamos a morirnos nunca y eso me daba pánico. Pero nadie quería escucharme, no del todo.
Los seres humanos contamos historias para entender nuestra experiencia y sentimientos. Esto no es nuevo y no lo saben por mí. Yo aprendí dando clases en un jardín que todo ser humano, incluso si tiene cinco años, sabe estructurar una historia. Sabe agregarle tensión, sabe mantener el suspenso. Es lo que hacemos constantemente cuando queremos contar una anécdota o un chiste. A veces empezamos por el final y volvemos para atrás para sumarle misterio. Una amiga me dijo hace poco: “¿te conté que me peleé con mi primo?” y, ante mi respuesta negativa, empezó a contarme la historia desde el principio, mientras yo rumiaba mi curiosidad por saber lo que venía pero no saber cómo se iban a dar las cosas. A veces nos guardamos información clave para tener un efecto sorpresa. No me voy a olvidar de una amiga que me contó toda la historia de un chico anónimo con el que tuvo mil idas y vueltas y, cuando en otra conversación le pregunté cómo había conocido a su novio actual, me terminó confesando que eran la misma persona. Recuerdo ese momento como uno de los plot twists que más me llamaron la atención al día de la fecha. ¿El chico de las idas y vueltas era el hombre adorable que hoy convive con ella? ¿Esto está chequeado? A lo que voy es que todos sabemos escribir historias, porque todos sabemos que las cosas empiezan, se complican y muchas veces se terminan. Y entiendo que quizás mi amor por el concepto de la muerte les parezca algo espantoso, pero en realidad no es más que una necesidad narrativa de que algo se resuelva.
Todo se termina, incluso lo malo. A veces, cuando me hago una taza de té, me pongo a pensar en mi año trabajando en una oficina inglesa. En el tiempo que pasé haciendo rondas de té para mis compañeros y recibiendo tazas de su parte, en lo imposible que parecía salir de ahí cuando empecé a sentirme mal en ese espacio, en lo mucho que a veces extraño esos momentos en los que tenía una familia con la cual podía llorar y ser abrazada en la cocina. Cuando alguien cercano a mí se queja de la pandemia (con mucha razón) yo le comparto lo único que me ha dado consuelo. No sabemos muchas cosas, pero sabemos que nada dura para siempre. Ni siquiera esta situación actual se va a mantener así por mucho tiempo. Y, como me pasa a mí cuando pienso en la oficina, cuando acabe vamos a agradecer el fin. Pero, también como me pasa a mí, vamos a extrañar algunas cosas. Mejor valorarlas ahora, ¿no?
Una pregunta bastante recurrente que me hacen mis alumnos es cómo cerrar una historia. Yo creo que cuanto más uno se relaje, mejor sale. Creo que hay una diferencia entre un final abierto, un final inconcluso y un final que le pide algo al lector. A mí personalmente me gusta terminar insatisfecha, sabiendo que me podría haber quedado un rato más pero que el escritor decidió echarme a tiempo cuando todo iba sobre ruedas para que yo quede aún más enganchada a la historia. No es la primera vez que digo que escribir es seducir y que en este caso sirve, y mucho, dejar a la gente con las ganas. Y ojalá pudiera darles la fórmula correcta para que ningún final falle, pero es imposible. Yo me concentraría en dejar un máximo de una pregunta importante sin responder y cerrar con una imagen visual fuerte. Pero bueno, esa soy yo, y si siguen mis reglas quizás traicionan las suyas.
Espero que esto que estoy diciendo sirva de algo, aunque sea por un ratito. Si alguien tiene el mismo miedo que yo a no morirse nunca, les cuento que encontré la paz en mi amiga Macarena. Ella entiende que quien cree no puede dejar de creer y que yo no puedo elegir pensar que voy a morirme y no voy a irme a otro plano en el cual mi alma será inmortal. Ella supo escucharme y me dijo que no me preocupe, porque yo voy a olvidarme de todo, y que mi alma seguirá siendo mi alma pero yo voy a dejar de ser Juana y que no tengo que temerle a la falta de finales. Va a haber un final incluso en su continuación. Y con eso entendí que la vida no es más que un conjunto de ciclos y que los ciclos siempre terminan pero después empiezan otros y que de esta forma podemos tener finales y comienzos y ninguno de los dos nos tiene que dar miedo. También aprendí que a la hora de escribir historias, no es necesario llegar al último de todos los finales. Podemos contar un cuento en el cual un ciclo está cumplido, y dejar que el lector se imagine lo que sigue. De hecho, muchas veces, en nuestro afán de cerrar todo, dejamos como resultado final algo que perdió su gracia. Me sirve de consuelo saber que voy a morir pero también me sirve saber que la persona que soy va a morir muchas veces antes de que muera mi cuerpo y que, como escritora, sólo necesito la muerte de una etapa de mi personaje para contar una historia entera.
Me despido, así, hasta la próxima semana. De regalo les dejo una canción que me gusta mucho porque siente lo opuesto a lo que siento yo. Phoebe Bridgers habla de su imposibilidad de creer en una fuerza superior y lo mucho que le gustaría poder hacerlo. Para mí, que siempre vi mi fe como una piedra en mi camino, escuchar esta canción me hace entender que tener tanta confianza en lo providencia es un privilegio.
Hasta la semana que viene,
Juani
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