Una vez más, la temática del mes nos encuentra en lo común. Incluso alguien como yo, que trabaja, vive e incluso a veces duerme hablando, sabe que el silencio es un hogar.
Escribiendo los puntos que quería explorar en este newsletter me di cuenta de que el silencio siempre tuvo en mí una connotación negativa. Excepto en mis épocas de profesora de primaria, en las que buscaba un segundo sin que le griten, jamás lo relacioné con la paz. Para mí el silencio es duda, tensión, incertidumbre, falta, destrato, desidia, soledad.
Empiezo, entonces, con la primera de las preguntas: ¿Con qué palabras relacionás al silencio?
El Semillero, mi taller favorito, vuelve en forma de edición especial. Solo hasta el 25 de febrero de 2023 van a poder acceder a la actualización de este taller que ahora gira en torno a la temática BALANCES y ofrece pequeñas herramientas para honrar el 2022 y apostar a un 2023 que florezca en creatividad. Pueden encontrar la información completa en este link.
Quisiera empezar reemplazando a mi silencio. Me gustaría darle voz, mi voz, a eso que hasta ahora solo existió sin palabras. Hace un tiempo dije que la vergüenza sobrevive si no se la nombra, y sé que no es el único sentimiento con el que pasa esto. Pienso también que el silencio protege no solo a lo terrible sino también a lo inocente. Mi silencio me protege a mí, a esa versión de mí que le tiene tanto miedo al mundo. Mi silencio no es eterno, me digo todo el tiempo que llegará un momento en el cual va a dejar de ser necesario. Me digo que ese momento no llegó aún, no todavía.
No voy a venir acá a hablar de eso que solo hablo con mi familia y amigos. No creo que me estén leyendo buscando consejos pero igual quiero darles uno: no necesitan convertir su dolor en ofrenda para que alguien los lea. Solo se comparte lo que se siente, no le deben su verdad a nadie. Yo no les debo mi verdad a ustedes, y por eso no voy a dárselas nunca. Les daré otras cosas que quiero poner en este lugar, cosas que espero alcancen.
Hay que conocer los silencios y romperlos de a poquito. Hay algunos silencios que me haría bien sacudir hacia afuera. No son secretos que no le haya contado a nadie, pero sí son cosas que se fueron quedando, de a poco, sin palabras. Cosas a las que elegí no darles palabras.
Una vez, cuando tenía quince años, fui a un casamiento. Estaba en el balcón tomando aire cuando se me acercó a hablar un chico. Me preguntó mi nombre, me preguntó a quién conocía, si a la novia o el novio. Le respondí todo y repetí sus preguntas. Agregué algunas y obtuve como respuesta su colegio, su club, su edad. Después me preguntó a qué escuela iba y yo le dije: “es esa que queda cerca de tu colegio. La que está al lado de una plaza y tiene las paredes pintadas con murales.” No le dije que era una escuela pública, muy alejada en recursos de su colegio bilingüe, católico y aristocrático. No era necesario aclararlo, él lo sabía igual. Se río por un segundo y me dijo “uh, alta school,” en el tono irónico que constituía casi por completo el lenguaje de la adolescencia. “Menos mal que no traje el celular,” agregó, “me dijeron que los pibes de tu escuela siempre salen a robar.” Me fui ofendida, o quizás se fue él porque se aburrió. No me acuerdo mucho el resto de la escena con claridad. De todas formas, me molesta acordarme esa conversación de esa manera. Nunca fui una persona a la que le haya faltado algo, no me creo en condiciones de acusar un trauma económico, pero me acuerdo de esta conversación muy seguido. Sé que él no se acuerda. Años más tarde me habló en un boliche a la noche. Se presentó como si no nos conociéramos. Y no nos conocíamos, en realidad, pero yo sentía que sí. Dicen que el hacha se olvida y el árbol recuerda. Me pregunto de cuántas cosas me habré olvidado, y cuántos árboles me recuerdan como yo recuerdo a este chico. Los adolescentes son malos. Yo lo fui también. No estoy enojada con él, no querría su perdón. Solo querría a veces que eso no hubiese pasado, o que le hubiese pasado a alguien más. Me gustaría poder separarme de la persona que sintió esa vergüenza, no ser ella. Si hoy me dijeran un chiste parecido alrededor de algún aspecto de mi vida, supongo que me reiría, o le perdería el respeto a esa persona. Hoy no me molestaría mostrarle a nadie adónde fui a la escuela. Fue un hogar para mí, y le debo mucho de lo que soy hoy. Cuando miro a mis compañeros ahora, me alegra ver que muchos están haciendo cosas artísticas, y todos somos de alguna manera un poquito más libres que el promedio de la gente de nuestra edad. Creo que en gran parte lo somos porque aprendimos que los recursos no determinan el valor de algo. Pero no entendía todo esto a los quince. A los quince años me dolió mucho que mi escuela fuese motivo de rechazo de alguien. Y me sigue doliendo a veces, en mi yo de quince años. Cuando habito espacios donde hay personas que tienen muchísimo más que yo (porque la vida te va a acercar siempre a lo que más te incomoda), vuelvo a ser esa chica de quince años. Hay muchas cosas en mi relación al dinero y el estatus que van a seguir existiendo en el silencio, por necesidad y por capacidad. No tengo las palabras para explicar muchas cosas, pero puedo contar esta historia de esa noche en ese balcón en la cual ese chico tan lindo decidió que no valía la pena seguir hablando conmigo porque iba a una escuela distinta a la suya.
Cuando tenía nueve o doce años, realmente no recuerdo, invité a una amiga a jugar a mi casa y quedarse a dormir. Creo que era un sábado, domingo o feriado. Sé que durante el día no había escuela. Yo la llamé temprano y después hice con mi día cosas que hoy no registro. Alrededor de las cinco de la tarde me llamó y me dijo que no iba a poder venir. Había estado todo el día en el parque y estaba muy cansada. Me acuerdo de hablar por teléfono con ella mientras miraba un mueble que tenía en mi habitación. Puedo ver la manija del cajón, la pared naranja detrás. Le dije que estaba bien, que no había problema. Nunca pude explicar del todo por qué eso me había puesto tan triste. Me olvidé de muchas cosas pero nunca de esa tarde. Me acuerdo de ella particularmente cuando alguien se va. Cuando una amiga me cancela un plan porque tuvo un mal día en el trabajo, o cuando mi novio anuncia que tiene que apurarse si quiere llegar al próximo tren. Una vez más, no quiero que nadie me pida perdón. Me gustaría simplemente no tener que cargar con este recuerdo, poder verlo desde afuera y no desde adentro. Me gustaría no sentirme tan triste cuando me quedo sola en mi habitación después de haber estado acompañada todo el día. Nunca puedo explicar por qué me siento así, si entiendo perfectamente que estas partidas o ausencias no hablan de un rechazo. No suelo hablar de este tema, ni me enrosco intentando darle palabras a esa angustia. Me quedo en silencio en mi cama, mirando el día convertirse en noche por la ventana. Si alguna de estas personas volviera con su propia llave a buscar algo que se olvidó y se encontrara con una versión de mí que no conoce, esa Juana que no tiene ganas de hablar porque se puso muy triste por cosas que, entiende racionalmente, no son destratos, creo que les contaría la historia de esa tarde. Les diría que una vez cuando tenía nueve o doce años, realmente no recuerdo, una amiga me llamó para decirme que no podía venir a jugar conmigo porque estaba muy cansada. El árbol todavía se acuerda.
No siempre el silencio se rompe con claridad. A veces, pienso, es mejor no decirle nada a nadie. A veces alcanzan las historias. Cuando escribo ficción trato de pensar en ejemplos, historias puntuales que hablen de algo que perdería la gracia si se explica. Seguramente la interpretación del lector se separa en matices de lo que el escritor quiere decir, pero lo mismo pasa entre el sentir y las palabras. Cuando empiezo a explicar por qué o cómo me atraviesan los sentimientos, me quedo seca. Ni siquiera yo termino de ver las cosas con claridad, pero las historias alcanzan.
¿Qué historia le puede dar palabras a tu silencio?
Hace unos años, en lo que pareció otra vida, trabajé en una inmobiliaria. Aprendí muchas cosas que nunca busqué aprender. Primero, aprendí que las impresoras no me odian y yo tampoco las odio a ellas. Me llevo mal con las que son de uso doméstico porque siempre se rompen, pero las enormes que pueden fotocopiar, escanear e imprimir en tamaño A3 y hacen muchísimo ruido son fantásticas. Segundo, aprendí que durante veintiséis años de mi vida no había hecho nunca un té como correspondía. Tercero, aprendí a hacer té. Aprendí muchas cosas que hoy me sirven en mi trabajo y en mi vida y muchas otras que necesité solo en ese momento y hoy podría no tener en mi inventario de conocimiento. Lo más valioso que aprendí, por lejos, es el valor del silencio en las negociaciones.
Si siempre trabajaron, como yo hasta ese momento, en lugares en los cuales no existe el tire y afloje entre vendedor y comprador, seguramente no estén acostumbrados a negociar y defender el valor de algo. Seguramente no conozcan la importancia de sostener un silencio. Como mi rol era simplemente administrativo, mi primera prueba se dio en noviembre, cuando me tocó reservar la cena de Navidad de seis oficinas. Necesitaba conseguir un descuento sustancial y sabía que mi simpatía, que históricamente me había hecho ganarme el corazón de madres y abuelas, no iba a ayudarme mucho en este caso. Para ese entones ya había tenido acceso pleno a las técnicas de negociación de mis compañeros, pero no había logrado todavía absorberlas. Marqué el número varias veces, cortando el teléfono cada vez que sonaba. Resoplé, me hice un té, volví a resoplar y anuncié que de verdad no quería hacer esa llamada, que prefería comprarle chocolate y papas fritas a cualquiera que pudiera hacerla por mí. Mi jefa, que estaba decidida a convertirme algún día en vendedora, me puso una mano en el hombro y me dijo “decile que somos tanta cantidad de personas y que podemos pagar este precio por cabeza y después hacé silencio, es tan simple como eso”. Le miré con desconfianza pero marqué el número, porque confiaba en que sería su culpa si no funcionaba. Dije las palabras, cerré la boca. Cuando estaba a punto de hablar para acotar algo más, ella negó con la cabeza. Esperé dos segundos que parecieron cien y llegó la respuesta del otro lado: podían hacerlo funcionar, solo teníamos que darles una tarjeta para el depósito y la reserva era nuestra.
Será porque vivo en una ciudad financiera donde muchos trabajamos alguna vez alrededor de personas que saben negociar, quizás, pero con el tiempo empecé a notar cuánta gente usa esta regla constantemente en sus vidas. Volví a encontrarme con ella un tiempo después, cuando estaba saliendo con alguien que trabajaba en un rubro parecido. Un día hablando sobre el tema me dijo “en mi experiencia, cuanto menos hables, mejor te salen las cosas.” Me reí porque me pareció acertado. Él nunca había sido de muchas palabras, y yo había sido siempre la que rellenaba los silencios entre nosotros. Pienso que nuestras profesiones nos moldean un poco como seres humanos. No sé si soy conciliadora y controladora porque soy profesora o si la relación se dio al revés, pero sé que soy lo que siempre hice, y para mí el mundo es un gran salón de clases. No sé si él sabía sostener los silencios por su trabajo, o si era bueno en lo que hacía porque no necesitaba deshacerse en acotaciones, pero imagino no estar del todo equivocada si digo que las personas como él ven su vida como un gran negocio.
Sé que el mundo de las ventas está mal visto, sobre todo por las personas que buscan una vida más chiquita y humana como la mayoría de mis lectores, pero me parece importante escribir sobre las negociaciones y el silencio. Prestarse a negociar expresa, primero, una aceptación necesaria: no queremos lo mismo, y por eso es imposible que lleguemos a un acuerdo sin hacer concesiones. Me parece una visión realista y madura de cómo funcionan las cosas. Nada nunca existe de una forma que nos parece ideal, diseñada para que ganemos todo sin resignar nada. Me liberó de muchas presiones empezar a ver la vida de esta manera. Mi trabajo, incluso siendo algo que disfruto y elijo y me hace inmensamente feliz, me pide que haga sacrificios para mantenerlo. Mis vínculos, sostenes absolutos y alegrías indiscutibles, a veces me ponen en situaciones en las que preferiría no estar. Si no tuviera que negociar nada y la vida fuese exactamente como yo quiero, no tendría que dar clases los sábados y el año pasado podría haber ido a París en lugar de pasar dos veces por Frankfurt para ver a María, pero mis alumnas más antiguas no pueden conectarse entre semana y mi amiga es mejor compañía que cualquier queso camembert. Mis sábados y mis millas son sacrificios que estoy dispuesta a hacer porque el saldo me sigue dando positivo. Me pasé muchos años de mi vida creyendo que los inconvenientes eran señales de que lo que tenía enfrente no era para mí, y agradezco haberme dado cuenta a tiempo que las cosas no siempre son así. Mientras el saldo siga siendo positivo, las negociaciones son bienvenidas. Me acostumbré a expresar mi postura, dar lugar a la réplica, dejar que llegue la contraoferta. Estar abierta a la negociación me hizo, además, ser mucho menos determinante en mis propuestas. No quiere decir que no esté segura de lo que quiero, sino que entiendo que eso va a ser modificado y condicionado por lo que quiere el otro, que condicionará a su vez sus deseos por los míos. Es un intercambio más frío y menos dramático, mucho más abierto a la construcción de algo en conjunto que a sostener una idea individual.
En este marco, el silencio se convirtió en mi aliado, pero todavía me cuesta sostenerlo en otros momentos. Cuando estoy frente a algo que realmente quiero, por ejemplo, me convenzo de que se espera todo de mí para que sea digna de ello. Cuando estoy frente a algo que me da miedo creo que está solo en mi poder evitarlo. Me deshago en explicaciones, ofrecimientos que realmente no puedo cumplir, alternativas que no le funcionan a nadie. Antes de que la persona que está enfrente me ofrezca su participación y sus soluciones, yo me embarco en hacer el trabajo sola, como quien cree que puede hacer salir el sol o parar la lluvia. De esta manera, mi desesperación y verborragia se convierten en una linterna que ilumina lo que merece mi atención. Si no puedo sostener el silencio es porque estoy frente a algo que me importa, me atraviesa o me desafía. No me permite actuar con calma o frialdad. Pienso que esto tampoco es malo. Es lindo que sigan existiendo cosas que te hacen perder un poco el control, que te devuelven a ese momento en el que no sabías que el silencio era un arma. Son cosas que anuncian que sin importar cuántos trucos uno aprenda, vivir va a tener sus dificultades, y negociar nunca va a ser del todo cómodo. Le agregan un nivel más al juego. Te recuerdan que nunca dejás de jugar.
Te pregunto, ¿qué silencios te cuesta sostener?
Hace poco en un newsletter que me gusta mucho me encontré una lista de cosas que la escritora no podía explicar. Entre ellas estaba “qué se siente tener una melliza” y me pareció fantástico porque es algo que yo siempre me pregunté y que, imagino, no podría terminar de entender si no lo vivo. Me gustó la idea y quiero robarla, dándoles una lista de cosas sobre las que no puedo realmente escribir, cosas que siento casi siempre en silencio:
Mi cómoda imaginación espacial. Cuando leo libros siempre veo lugares que ya conocí. Leí Harry Potter pensando en los pasillos de Hogwarts como los de mi primera escuela primaria. Todas las casas grandes de las novelas son la casa de mis tíos del campo, todos los departamentos son el de mi abuela Martha.
La casa de mis tíos del campo. Más específicamente la habitación de mis primos, que tenía acolchados escoceses, raquetas de tenis y revistas del Reader’s Digest. No iba muy seguido pero a veces pienso que es uno de los lugares en los que más encontraría mi infancia si pudiera volver a buscarla. También pienso que lo que encontraría en realidad sería mi anhelo por ser adolescente y compartir una habitación con un hermano de casi mi misma edad, usar buzos grandes con estampados de Planet Hollywood y jugar al tenis en un club de pueblo. Aunque quizás la infancia es un poco anhelar ser más grande, así que quizás ambas cosas hablan de lo mismo. En cualquier caso en mi mente esta casa y esta habitación son importantísimas y no puedo explicar nunca en palabras por qué.
Ser celíaca y cómo me siento al respecto. Intenté hacerlo pero no me sale.
Por qué me vine a vivir a Londres. Fue porque quiero publicar un libro pero también fue porque nunca me enamoré en Argentina y también fue porque siempre soñé con esta ciudad y también fue por cosas que creo que todavía no entiendo.
Los viernes a la noche en el departamento de mi abuela Martha. Miraba los autos pasar desde esa ventana de un piso diez y pensaba que esas personas estaban realmente viviendo lo que se supone que una noche es. Con el tiempo crecí y pasé en auto por la misma calle pero nunca me sentí viviendo realmente una noche como corresponde. Escribí sobre esto muchas veces pero nunca siento haber dicho lo que quería decir.
Por qué hice eso que hice a principio de 2017 que arruinó tantas cosas lindas que tenía y lastimó a una persona que quería y todavía quiero mucho.
Ser rosarina. Nada en mi identidad es tan certero como esto. A veces me siento poco maestra, poco nacida en el 92, poco hermana mayor, poco sagitariana, poco alta, poco clase media, poco cualquier adjetivo que por lo general me representa. Nunca me siento poco rosarina. Quizás todos se sienten así con sus ciudades, o quizás es algo nuestro. No lo sé y tampoco creo poder explicarlo.
Mi forma de vivir en todas las líneas temporales al mismo tiempo con el olfato. Nunca compro el mismo desodorante más de dos veces seguidas, y así voy rotando entre un número limitado de olores que me hacen viajar en el tiempo cuando vuelven a llegar a mí. Muchas veces intenté explicar qué momentos terminan pareciendo haber sido el mismo por este efecto pero no me termina de salir.
La edad de mi alma. En el buen y mal sentido sigo siendo y seré siempre la chica de ocho, diez y quince años que fui. A veces siento que la única versión genuina de mí es la que existe con mi familia, o con mis amigas de la infancia. Incluso cuando es incómodo sigue teniendo una comodidad que no encuentro en ningún otro lado. Cuando pienso en esto quiero llorar, pero no necesariamente de felicidad o de tristeza, y pienso en esa canción de Taylor Swift que dice “if you're ever tired of being known for who you know, you know, you'll always know me”.
Cómo se sintió pasar dos años y medio sin poder volver a casa. Quizás este video con un poema que escribí en su momento y música de mi hermano ayude:
¿Qué cosas no podés explicar con palabras?
Una sección conocida ya en este newsletter es mi invitación especial a alguien que escribe lindo. Siento que es mi regalo a mí misma, porque me doy el lujo de pedirle a escritoras que me encantan que escriban sobre un tema que yo decido y las hago aparecer en mi casa, para mostrarles sus palabras a mi gente. Hoy le tocó el turno a Candelaria, más conocida como serhormiga. Cande trabaja conmigo de muy cerca desde hace más de un año en su newsletter Humans in the Making. Cuando elegí la temática de este mes, supe que solo ella podía estar invitada. Cande tiene una precisión especial para las palabras, y una sensibilidad para encontrar profundidad donde uno solo encuentra confusión.
El silencio como tierra fértil, por Candelaria Carbajo
Escribir sobre el silencio es otra de las tantas formas de hipocresía de esta vida, pero ¿cómo hablar de lo que no se dice? ¿Se puede hablar del silencio estando en silencio? ¿Qué es el silencio? ¿Hay silencio si no movemos la boca, pero tampoco dejamos de pensar? ¿El silencio implica ausencia de lenguaje? Empiezo esta columna haciéndome preguntas y creyendo, por un instante, que el silencio es una ilusión.
Hace unos años empecé a resignificar muchas cosas en mi vida, entre ellas, el silencio. Habiendo sido una niña señalada por no hablar ni tirarme de los árboles lo suficiente, el silencio siempre existió en mí con un sabor agridulce. Cuando era chica tenía una habitación grande y solitaria. Estaba al final de la casa, separada de los demás espacios de uso diario, así que el silencio era lo que reinaba en mi cuarto propio, y mi personalidad no hacía nada para cambiarlo. Jugaba a las Barbies en silencio, y cuando me tocaba interpretar a alguno de los personajes que inventaba, lo hacía susurrando. Cuanto menos ruido hiciera mi existencia, mejor me parecía. Así empezó, entonces, a ocupar el lugar de espacio seguro. Pero el silencio es un arma de doble filo y fue él quien tomó la partida las tantas veces que no supe poner límites, que permití abusos de mi cuerpo, mis espacios o decisiones… Y, mientras tanto, allí estaba yo, creyendo que el silencio era el mejor y único lugar seguro: despertarme en casas de amigas más temprano que el resto y no hacer nada para evitar el ruido, la no respuesta ni defensa cuando me rompieron los anteojos a propósito en la escuela.
El silencio es un habilitador de la falta o el vacío: donde nada pasa, nada hay, y, a su vez, todo cabe. ¿Es, entonces, una forma de castigo, o más bien un privilegio? En retrospectiva, entiendo que, de alguna manera, para mí siempre fue un privilegio, pero no sé cómo lo toman los demás. Puedo dilucidarlo, pero, en el fondo, somos incapaces de entender cuánto cabe, o falta, en el silencio del otro. Porque podemos acompañarnos en el silencio, pero allí, mientras estamos, puede caber un duelo, una reflexión, la angustia, los nervios, la tristeza, una lista de frases que no se dijeron, un recuerdo de una tarde en el algo con alguien que ya no está, cabe esa persona que ya no está.
Yo soy una fiel creyente y misionera de que las palabras conectan, acompañan, unen, crean puentes, con otros y con nosotros. Pero, ¿de qué vale la palabra mal dicha, la palabra equivocada o la apurada?, ¿cuánto vale no tener nada honesto para decir? Cuanto hay silencio todo cabe, y si todo cabe, hay espacio para prestar atención a la gota que cae, al ruido que hacen las patitas de un gato sobre la madera, al silbido del gas cuando prendes el horno, al chasquido del fuego quemando el sahumerio. Hay espacio, y siempre haya espacio, hay sitio para la vida. Ahora que estoy al borde de un abismo, mis días están llenos de tareas y asuntos pendientes, y aún así, siento silencio. Entonces llego a la conclusión de que el silencio también es figurado,también es un estado que puede germinar incluso en los contextos más caóticos.
El silencio es tierra fértil. Solo espero que, en un mundo tan frenético como el que nos tocó, podamos aprender a respetar y, sobre todo, admirar al silencio tanto como a las palabras.
Para que consideren su forma de ver el amor:
Algo para leer: Open Water, de Caleb Azumah Nelson. Me lo regaló Lichu, una alumna que se convirtió en un vínculo especial en este poco tiempo que hace que nos conocemos, y lo leí en tres días. Logra poner en palabras lo difícil que es escribir sobre algunas cosas, y toma al silencio de eso que nos ahoga como un eje central dentro de un vínculo.
Algo para ver: cualquier cosa que los conecte con esa placer visual que buscan y no saben explicar con palabras. En mi caso, películas que suceden en otoño, en días soleados.
Algo para escuchar: esta canción hermosa que pide que el silencio se rompa:
Algo para que sean parte de nuestra comunidad: en marzo vamos a darle voz a nuestro silencio con la escritura. En Patreon vamos a escuchar el audiolibro de La dependienta de Sayaka Murata (también pueden leerlo si quieren, pero gracias a una sugerencia de Mili Baraldi me pareció una linda actividad escuchar un audiolibro este mes y seguir explorando formas diferentes de encarar el club de lectura ), vamos a tener consignas semanales inspiradas en la temática de este newsletter, seguimos el club de cine a cargo de Anita Zanelli con una propuesta nueva y vamos a hacer un scrapbook o libro de recortes con lo que nunca dijeron. Si quieren sumarse, pueden leer más info y hacerlo en cualquier momento (sí, ya no hay que esperar al primer día del mes!) por acá.
Algo para que lleven la escritura al próximo nivel: la temática de este newsletter también se tocará en nuestros talleres de Terapia Creativa para Escritores. Cuatro clases de una hora (a veces más, a veces menos), la oportunidad de trabajar de forma individual y en parejas, debates abiertos sobre la temática mensual y la oportunidad de participar de nuestro mundialito regional para poner lo aprendido en práctica. Si es tu primera vez participando del taller, tenés un 30% de descuento y si venís con un amigo tenés un 2x1. Encontrás más info acá y te sumás al espacio contestando este mail.
Como todos los meses le doy las puntadas finales a este espacio, intentando decir lo que todavía no dije, y explicar lo que no quedó claro. Pero vine a hablar del silencio. Este mes me tocó justamente dejar espacios vacíos, bancarme ese zumbido que llega cuando nada más está sonando.
Nunca fui muy del silencio. Siempre entregué la última palabra, construí puentes entre lo que no estaba dicho para ver si quizás, a lo mejor, quien te dice, las palabras aparecen. Trato de entender por qué le temo tanto, qué es lo que creo que se esconde del otro lado. Es el no poder de mi escritura pero esto casualmente no me preocupa. De hecho, me fascina. Me llena saber que voy a poder escribir toda la vida, porque nunca voy a poder terminar de tocar con mis palabras eso que adentro mío se entiende tan bien sin emitir sonido. Entonces no es la falta de lenguaje lo que me angustia del silencio, sino todo lo que cae sobre él cuando aparece. Es ese ruido que yo le pongo. Me resulta difícil contemplar la idea de que en la no-verbalización pueden habitar cosas buenas, maravillosas. Cuando no me habla alguien que quiero imagino lo peor. El silencio entonces es una invitación para que todo eso que normalmente existe solo como un miedo se convierta en una realidad de la cual yo misma me convenzo.
Quiero hacer la prueba de pensar que los silencios ajenos son parecidos a los míos. Que quizás si alguien elige no decirme nada no es porque esté reprimiendo un golpe, sino porque no tiene las palabras para expresar eso que adentro suyo se entiende tan bien sin emitir sonido. Imagino lo diferente que habría sido mi vida si esto se me hubiese ocurrido antes. Si hubiese estado a la espera de correos electrónicos creyendo que del otro lado había alguien buscando la mejor manera de conectarse conmigo, si en esos meses que pasé incomunicada se me hubiese ocurrido que la otra persona quería asegurarse de no quemar del todo el puente que todavía nos unía. Quiero y necesito intentar creer que el silencio es cuidado y no destrato.
Gracias por un mes más, una vez más. Gracias por leerme, que al fin y al cabo es dejarme ser una voz en sus silencios.
Si quieren sumarse a la comunidad que tenemos en Substack y hacerse parte del equipo newsletter, son bienvenidos. Si no, nos veremos de vuelta en tan solo un mes.
A continuación, te dejo algunos links útiles, que antes solías encontrar a lo largo del newsletter.
No es necesario tener mucho tiempo o energía para cultivar tu amor por la escritura. Si te acercás a nuestro Patreon vas a encontrar diferentes opciones para seguir creciendo en este campo. Este mes, vamos a seguir explorando la temática del newsletter. Si te interesó leerme hablando sobre el tema, imaginate qué interesante va a ser escribir.
Si querés suscribirte a nuestra columna semanal, podés hacerlo por acá. Ahora agregué una opción para acceder a una prueba de una semana gratis, si te interesa.
Si querés convertirte en parte de esta familia de desconocidos que ahora comparten una vida, sumate a nuestros talleres. Tenemos clases grupales, individuales y talleres asincrónicos. Podés conocer las distintas opciones acá.
¿Querés conocer nuestra casa vieja y leer los newsletters anteriores? Pasá por acá. ¿Querés enterarte de todas las novedades de este espacio? Este es el lugar.
Este espacio funciona a base de amor por la propuesta, libros que leo para crecer todos los días un poco más y Coca Cola que me acompaña cuando tengo sueño. Si quieren ayudarme a solventar esos libritos y coquitas, pueden hacer acá desde el exterior o acá desde Argentina.
"La vida te va a acercar siempre a lo que más te incomoda"
Nunca no deja de maravillarme como tenés la capacidad mes a mes de decirme lo que necesito escuchar. ¿Será por todo lo que se cocina a fuego lento los martes en el taller? No sé, pero ocurre.
El silencio como espacio donde no necesariamente ocurra lo peor, sino que nos permita soñar, es un objetivo que me propongo hoy, 17 de feb de 2023. Ya te contaré cómo me va.