Cuando el enojo se cuela en mis palabras, abrazo la ternura en la poesía. La poesía es la esperanza hecha arte, la definición misma de que siempre nos espera algo mejor. Una mejor combinación de palabras, una mayor dulzura en la forma de decir lo mismo. La poesía es el rechazo a la resignación, es ponerle voluntad, es abandonar los atajos. En tiempos como este, mantener la ternura es un esfuerzo que hay que hacer, y abrazar el lenguaje poético es el primer esfuerzo que me toca hacer como escritora.
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Pensando en voz alta, por
Lo primero que siento es enojo. Ni angustia, ni impotencia, ni siquiera fuerza de voluntad: enojo. Una rabia ácida me recorre el cuerpo, se me atasca en la garganta, me llena la boca de un sabor que no se va con nada. Se parte el mundo al medio y yo solo puedo ver el desastre. Mi dedo busca culpables y se encuentra con los típicos villanos: el egoísmo, la cobardía, la indiferencia. Con los ojos rojos intento buscar una zona blanda, no para resguardarme sino para pegar. En la debilidad ajena, pienso ardiente, voy a encontrar el camino para salir, a fuerza de golpes, a tomar aire.
Lo que genera esta erupción no importa, podría estar hablando de cualquiera de las guerras que me tocó pelear en los últimos años. Las direccionadas a una sola persona, las que apuntan contra mi propia industria, las que me cargo contra al mundo entero. Que no lo haya admitido no implica que no se haya notado: estuve enojada. A algunas de estas guerras les elegí y las otras me encontraron, pero todas de alguna manera se colaron en mi escritura. No me da vergüenza leer mis cartas de amor no correspondidas pero sí me escondo de los textos que salieron cuando estaba ardiendo. Los que siguen saliendo ahora son como hijos adolescentes que no puedo controlar. Me convendría, si quisiera cuidar mi “figura pública”, abrazar el misterio un poco, pero me alivia romper esa figura y en cualquier caso no puedo. No puedo porque cuando una guerra se termina aparece otra, o renace la que creía terminada, y mi primera reacción siempre es devolver el golpe. Si me tocara salir corriendo de una casa en llamas, estoy segura de que lo haría gritando.
Justificado o no, mi enojo existe. Sé que no todos compartimos el mismo enojo, pero sé que todos estamos enojados. Trazo una línea del tiempo y trato de buscar un momento donde el volcán se haya sentido durmiente. Lo encuentro recién una década atrás. No sé si el mundo era un lugar mejor o yo no estaba prestando atención. Conociéndome me inclino por la segunda. Escribirlo me da pudor pero no puedo evitar sentirlo lógico. Lo responsable, como ser humano, sería encargarse de entender qué es lo que está pasando, pero no siempre es posible. A veces la única manera de caminar hacia adelante es con los ojos cerrados.
Lo primero que siento cuando me atraviesa la injusticia es el enojo. En ese estado suelo convencerme de que el optimismo es imprudente, la esperanza una ofensa. Quienes escuchan mis peores lamentos saben que siempre paso por un túnel de desolación terco que no quiere aceptar consuelos. Me niego a recibir cualquier palabra de apoyo o deseo de buena fortuna que no tenga un sostén fáctico. Me aferro a los hechos y los únicos hechos que puedo ver son estos, los que me hicieron explotar, los que no dejan lugar para mejores alternativas posibles. No sé si alguna vez lo he reconocido por escrito, pero ya va siendo hora: pataleo porque tengo miedo y necesito que me abracen, con los brazos y con la palabra.
Cuando anunciaba, con determinación, que estaba segura de que mi destino era nunca conocer el amor, lo que realmente estaba diciendo era que necesitaba ayuda. Necesitaba esa promesa vacía de la boca de alguien que no podía prometerme nada, el recordatorio de que no sabía realmente qué me deparaba el futuro: seguro hay alguien para vos, solo es cuestión de tiempo. Fue cuestión de tiempo y de muchas otras cosas, entre ellas dejar ir el enojo. Los años que me pasé transmutando la angustia en bronca no me llevaron a nada bueno.
Encontrar a la persona con la que elegí compartir la vida fue el resultado de tantas circunstancias fuera de mi control que la escena que sigue es anecdótica, pero igual aporta lo suyo. Eran las once de la noche de un domingo, el día después del casamiento de mi amiga. Estábamos bailando en un pub que había cerrado solo para nosotros, borrachos de cerveza y de alivio, porque el gran día había pasado y esa noche no tenía que ver con rituales o mesas dulces y estaba hecha solo para disfrutar. Mi amiga me pasó un brazo por los hombros y juntas presenciamos como su marido sacó a bailar a nuestras madres. Casi en un susurro, me dijo “vos vas a conocer a alguien, sino el mundo no va a tener sentido”. No había habido un pie para esas palabras, pero en ese momento yo pude imaginar la cadena de pensamientos que la llevaron a decirlas: el amor que habíamos presenciado en los días anteriores, la cantidad de conversaciones que habíamos tenido sobre el tema, la felicidad que las dos sentíamos por su recién empezado matrimonio, el cariño que existía entre nosotras y seguramente la hacía desear para mí el mismo amor que ella había encontrado. De esa misma cadena de pensamientos saqué yo la fuerza para tragarme mis respuestas habituales (no sabés si es verdad, hay mucha gente que no se enamora nunca, a esta altura ya perdí las esperanzas) y reemplazarlas por una honestidad inédita. “Si hablamos de esto, lloro, pero gracias,” le dije con una sonrisa antes de abrazarla.
Esta escena es anecdótica porque realmente ninguna escena en particular hizo que, un mes después de esa noche, yo cruzara la ciudad para ver por primera vez a quien hoy cocina todas mis cenas, pero la cuento porque creo que hizo su parte. Mi existencia en soledad me había enojado por muchos años, pero esa noche sentí que podía dejar ir la furia. Podía reemplazar mi terquedad cobarde de que el mundo conspiraba en mi contra por una aceptación más blanda. La aceptación, por un lado, de que la situación me angustiaba. No me causaba gracia como muchas veces había simulado ni me empoderaba a abrazar mi independencia como los discursos de esos años me habían querido convencer. Estar sola era un peso que llevaba en el alma y ya no quería llevar. La aceptación, sobre todo, de que iba siendo hora de dejarme ayudar sin poner tanta resistencia. No necesitaba recordarle a mis seres queridos que ellos no podían darme, a base de buena voluntad, el futuro que quería. Ellos lo sabían más que nadie. Así como era mía la angustia, era suya la impotencia de no poder hacer nada para borrarla.
Son difusas las lecciones que puedo sacar de ese último tiempo estando soltera. Fue un periodo de mucha sabiduría amorfa que no llegué a convertir en teoría antes de que se volviera obsoleta frente a mi nueva circunstancia. Las reflexiones sobre el amor se terminaron cuando me enamoré. Lo que aprendí esa noche, festejando la nueva unión de mi amiga, pasó como comentario durante todo este tiempo. Es hoy que la transformo en otra cosa, un catalizador para los eventos que siguieron, una circunstancia necesaria para llegar hasta acá. Y lo hago porque mi soledad ya no existe pero mi enojo sí, y esta lección en particular pasa a ser de todo menos obsoleta. Mi terquedad dejó de aplicarse en este tema pero siguió viva en otros. Sigo pataleando frente a todo lo que me parece injusto. Pataleo en forma de palabras escritas y habladas, queriendo cambiar ese mundo pero también buscando devolver el golpe. No me enorgullece decirlo pero es verdad. No me alcanza con solo estar en paz, quiero pegarles a aquellos que hacen cuerpo mi bronca. Quiero lastimar al que toca esas partes sensibles a las que soy tan reactiva.
En estas guerras confundo el enemigo con el aliado. Me olvido de que algunas personas me quieren tanto como para sentir mi angustia en su cuerpo, mi bronca en su sangre. Me olvido de que su esperanza busca hacerme fuerte, y no desarmarme. Confundo también el punto. Me olvido de que yo quiero que la injusticia se vaya, no que se vuelva en contra de los que la ejercen. Me olvido de que alcanza con desear un mundo más ameno, que no tengo que imaginar venganzas para sentir que las cosas se equilibraron.
Siento que estoy llegando al principio del fin de este ensayo y todavía no escribí la palabra que lo motiva ni una sola vez. Vine a hablar de ternura pero me pasé todo el texto hablando del enojo, porque no puedo escribir de una forma distinta a la que pienso y es este el orden de los factores. Primero aparece el enojo, en mí y en lo que observo, y después recién la ternura como respuesta. Una respuesta que, entiendo, se lee por momentos débil, inocente, irresponsable. Esto es demasiado serio como para tratarlo con dulzura, pienso. Esto merece que yo sea implacable. Pero la experiencia me demostró lo contrario. Viviendo aprendí que el enojo no es un escudo contra la debilidad, sino la prueba fáctica de que estoy operando desde ella. Si soy fuerte, puedo ser blanda. Si opero desde la ternura es porque no necesito alzarme en armas.
No debo alzarme en armas, me recuerdo. Esto es demasiado serio como para estar enojada. Esto es demasiado serio como para abandonar la ternura. Es en la ternura que puedo ver con claridad el panorama completo, en lugar de engañarme a mí misma creyendo que todo es un eco de la maldad misma. Es en la ternura que encuentro posibilidades que hasta entonces habían estado escondidas, construcciones que puedo erigir con esperanza. Esto es demasiado serio como para caer en la seriedad. Esto es demasiado serio como para dejar de lado la belleza.
Cuando el enojo se cuela en mis palabras, abrazo la ternura en la poesía. La poesía es la esperanza hecha arte, la definición misma de que siempre nos espera algo mejor. Una mejor combinación de palabras, una mayor dulzura en la forma de decir lo mismo. La poesía es el rechazo a la resignación, es ponerle voluntad, es abandonar los atajos. En tiempos como este, mantener la ternura es un esfuerzo que hay que hacer, y abrazar el lenguaje poético es el primer esfuerzo que me toca hacer como escritora. Hablar de mi enojo como una casa en llamas, en lugar de señalar con el dedo a los culpables. Hablar de mi angustia como algo que puede traspasar pieles, meterse en un otro que me ama. Rechazar mi necesidad de escribir cartas a los lectores para quejarme de este mundo y volcarme a la narrativa, a la imaginación fértil, a dibujar mundos distintos. Incluso cuando estoy hablando de cosas serias. Sobre todo cuando estoy hablando de cosas serias.
Cuanto más urgente sea lo que arde, más ternura tengo que convocar. Cuanto más violento el panorama, más dulces deben ser mis palabras. Cuanto más ardiente parezca el mundo, más claras deben ser mis aguas.
Tiempo y paciencia, por
Caminás a la carnicería del barrio con el monedero en mano. Lo que te queda a esta altura del mes no alcanza para las milanesas que le prometiste a la familia, pero de alguna manera lo vas a resolver. Dispondrás en la mesa algo rico, como siempre, como aprendiste desde que te pusieron un delantal para que cocines al lado de tu Nonna.
Le preguntas al muchacho detrás del mostrador qué te recomienda, no sin cierto pudor por lo acotado de tu presupuesto. Antes de responderte, analiza despacio la superficie de acero inoxidable, impoluta, que los separa. Pasa los ojos rápido por los cortes de carne magros y conocidos, hasta fijar la mirada en una fuente de plástico blanca.
―Podés llevar algo con hueso ―concluye señalando el contenedor―. El rabo está bueno.
Aceptás sin resistencia; es lo único que podés pagar. Camino a casa, con la mano libre de bolsas, sacas el celular del bolsillo para llamar a la única persona que se te ocurre puede darte una mano.
―Nonna, me acuerdo de que vos nos preparabas algo con la cola de la vaca. Eso es el rabo, ¿no?
―Hola, mi amor. ¡Qué lindo escucharte! ―expresa una voz cálida del otro lado―. El rabo, si lo sabés tratar, es de las carnes más sabrosas que hay. A diferencia de un bife, que lo tirás en la plancha y sale rico siempre, acá tenés que dedicar tiempo y paciencia para ablandarlo. El proceso de hervirlo durante horas cambia su textura hasta convertirlo en un manjar tierno.
Le agradeces por simplificarte la vida, prometés visitarla pronto y continuás camino.
Lo inesperado es que, ya en casa y mientras pelás verduras para el caldo, seguís pensando en la ecuación “Tiempo + Paciencia = Ternura”. Cuando cocinás cebolla un rato largo, aparece su dulzura. Cuando asás hinojo, su sabor invasivo característico se transforma en delicadeza. Cuando no apurás el asado, el resultado es mucho más suave al paladar.
Pensás en los procesos largos, ya no necesariamente con relación a la cocina.
Tiempo y paciencia, lo que no abunda.
Tiempo y paciencia para despertar la ternura.
RABO AL VINO TINTO
Ingredientes:
· 1 kg de rabo de ternera
· 500 cc de vino tinto de buena calidad
· 200 cc de caldo a gusto, o agua.
· 1 zanahoria
· 1 cebolla
· 1 puerro
· ½ morrón rojo
· 3 dientes de ajo
· 2 cdas de harina
· Aceite de oliva
· Sal y pimienta
Preparación:
1. Salpimentar y enharinar los trozos de rabo. Dorar en una olla de fondo grueso con 2 cdas de aceite. Retirar y reservar.
2. En la misma olla, a fuego suave, rehogar todas las verduras cortadas en trozos pequeños con un poco de sal.
3. Agregar los trozos de rabo reservados, junto con el jugo que hayan soltado, el vino tinto y el agua o caldo. Salpimentar.
4. Tapar y dejar cocinar a fuego bajo entre 3 y 4 horas. El tiempo dependerá de del tamaño de los trozos de rabo. Estará hecho cuando la carne se despegue fácilmente del hueso.
Nota 1: Si querés, podés retirar la carne y mixear la salsa para que te quede totalmente lisa. Yo prefiero que tenga pedacitos.
Nota 2: El sabor de esta preparación mejora con el reposo, por eso es preferible cocinarlo el día anterior y calentarlo al momento de servir.
La inocencia (2023): desenterrar la ternura, por
La inocencia, cuyo título original es Kaibutsu (‘Monstruo’ en japonés), es una película de 2023 dirigida por Hirokazu Kore-eda sobre Minato, un niño de quinto grado a quien se le metió la idea de que es un monstruo y de que cambiaron su cerebro humano por el de un chancho. La película narra una misma serie de eventos desde tres puntos de vista distintos, que poco a poco van descascarando la verdad. Sucede también que La inocencia es de esas películas de las que mejor no saber nada (o saber lo menos posible, ya que estoy escribiendo esto), así que voy a tratar de cautivar a través del misterio.
De un día para el otro, Minato se comporta raro en la casa: pierde una zapatilla, se corta el pelo solo en el baño, guarda barro en la botella de agua, o se queda parado como estatua durante minutos hasta que la madre vuelve de hacer las compras; todas señales de alarma que le dicen a Saori, la madre, que algo malo está pasando en la escuela; señales que del otro lado de la pantalla nos hacen temer lo peor. Cuando Saori se acerca al colegio a confrontar a la directora, no recibe más que evasivas y disculpas vacías. Nuestras sospechas cobran más peso. Minato, por su lado, se encierra en el silencio de su vergüenza, convencido de que el que está mal es él. Hasta que llegamos al tercer acto —su punto de vista—, y nos desarma por completo.
Eso es todo lo que puedo contarles sin arruinar la preciosidad que esconde La inocencia, pero el título debería ser una pista suficiente. No crean que no es raro escribir sobre el tema del mes con una película que navega las aguas del suspenso y el misterio, pero la historia se desenvuelve de tal manera que nos obliga a sacarnos de encima el cinismo que reviste a la adultez para volver a habitar la ternura de la que alguna vez estuvimos hechos. Sé que es el rumbo inevitable de la vida (y más en los tiempos que corren), pero me pregunto cómo llegamos acá, a semejante desconexión. ¿Qué tan profundo enterramos nuestra propia ternura para no poder reconocerla cuando nos mira de frente? ¿Acaso la inocencia queda atrapada en lo recóndito de la infancia? Si de grandes perdemos la ternura, ¿de qué está hecho nuestro amor?
Las respuestas a estas preguntas son las que van a determinar el final de La inocencia, en el que el destino de Minato depende de la mirada que decidamos encarnar. ¿Nos dejamos convencer de que solo existe aquello que es inhóspito, atroz y cruel, o nos animamos a creer que no hay maldad alguna capaz de erradicar la ternura? Hoy y siempre, elijo la segunda.
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En abril vamos a explorar el uso del lenguaje poético a través de la temática 🪻TERNURA 🪻, escribiendo alrededor de la forma que tiene para vos una vida conmovedora.
Este mes te proponemos:
🪻 Estudiar una obra de Lauren Groff y analizar su lenguaje.
🪻 Trabajar el uso del lenguaje poético para darle hacer que una relato (propio o de ficción) sea conmovedor.
🪻 Terminar el mes escribiendo un pasaje que pueda convertirse en un ensayo o en parte de tu novela.
¿Tenés una idea en mente y querés encontrar la mejor manera de explorarla? ¿Querés explorar tu camino creativo en compañía? Te presento las nuevas modalidades para Mano a Mano, mi programa de mentorías narrativas individuales. Mi mejor propuesta para quienes quieran trabajar su vínculo con la escritura en profundidad. Tres modalidades, para que elijas entre una mentoría continua o te enfoques en un proyecto concreto durante 3 o 6 meses. Dedicación, compromiso y honestidad, sin fórmulas mágicas.
¿Te perdiste los eventos en vivo que tuvimos en Rosario y Buenos Aires? Podés escuchar las grabaciones de las charlas, en las que Martu Bovyn y Anacleta Chicle me hacen conversar sobre los esfuerzos que se hacen por la escritura, el rol que tiene el miedo en la creatividad, el propósito de hacer arte, el síndrome del impostor, cómo se transita el duelo por un proyecto muerto y cómo practico la disciplina sin autocastigarme y por qué es tan importante conectar y no impresionar. Salí a caminar con tus auriculares e inspirate con las conversaciones que tuve con estas mujeres:
Sumate a la Academia Autodidacta! Si andás necesitando un empujoncito para conectar con la escritura de a poco, a tu ritmo, estás cansado de relegar tu escritura por falta de tiempo, o si querés ejercitar la práctica sin necesidad de formar parte de un grupo, la Academia Autodidacta puede ser eso que andás buscando. Este mes:
🪻 El Laboratorio de Ideas nos trae una guía para que explores una escritura que busca la conexión, y no el impacto. ¿Te gustaría llegar al lector desde la emoción? Este es el mes para que lo intentes.
🪻 El Gimnasio de Ejercitación te trae 4 consignas para que explores la temática a través de un ensayo, un texto hilado, un relato de ficción y un ejercicio de conexión con tu diario.
🪻 La Biblioteca suma a su archivo 3 recomendaciones literarias. Este mes, te traemos obras conmovedoras, distintas entre sí, para que te conectes con la ternura desde todos los frentes. Spoiler: te recomendamos comprar pañuelitos!
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Carta de la editora
A veces la escritura aparece en momentos incómodos, y esto me pasó con este newsletter. Me tocó escribir sobre la ternura en una semana donde enojarme me resultaba mucho más natural. Escribiendo y reescribiendo esta sección, me cuestioné si ser críptica o dar detalles y terminé eligiendo un punto medio, una explicación que alcance pero no exponga: la semana pasada me tocó lidiar con un enojo ajeno, desmedido e inesperado, que seguramente no tenía nada que ver conmigo pero se sintió particularmente personal.
Estoy segura de que se entiende de qué tipo de enojo hablo. Es ese que parece haber estado haciendo ebullición durante mucho tiempo dentro de otro, y termina explotando contra uno un jueves de sol cualquiera. Mi primera reacción fue preguntarme de dónde salía tanta bronca, y la segunda responder con la frase más hiriente que pudiera convocar. Frené ambos instintos. No voy a encontrar en mí respuestas que otro no pudo encontrar adentro suyo y no voy a lograr nada haciendo crecer ese enojo, por más satisfactorio que pueda sentirse en el momento. El único camino, aprendí hace ya unos años, es anclarse en hechos, quitarle a la interacción cualquier incandescencia. Como se recomienda tanto ahora, no tomármelo personal.
No tomarme las cosas a pecho viene siendo la lección de mi vida entera. Nunca pude hacerla cuerpo del todo, pero de a poco voy aprendiendo. Aprendí que por más bronca que me dé, esta recomendación tiene un punto. No sé qué porcentaje de broncas están efectivamente bien direccionadas pero me imagino que será bajo. La mayoría del tiempo, tercerizamos enojos, tanto en interacciones directas como en cuestiones abarcativas. Me enojo con mi vecino porque su equipo de fútbol le ganó al mío y me enojo con un equipo de fútbol porque mi vecino que siempre me bloquea la cochera con su camioneta está gritando sus goles. Cambiemos equipo de fútbol por partido político o identidad social y tenemos una explicación estimativa de por qué el mundo está como está.
No tengo idea de cuál habrá sido el enojo original de la persona que decidió hacerme reclamos un jueves de sol, pero sé que fui yo quien lo recibió. Lo recibí y tuve que hacer el esfuerzo de que no se volviese mío. Lo compartí con mis personas inmediatas, lo abrí para ver qué escondía, lo convertí en un episodio insólito. Hacia el final del día, ya me estaba riendo, apoyada por la noción de que, aunque lo pareciera, esa bronca no era personal. Fue una solución efectiva, pero contradictoria con todo lo que había escrito sobre la ternura. La indiferencia no es ternura. La despersonalización no es ternura. Había logrado esquivar el enojo, pero me había quedado a mitad de camino. Necesitaba darle una vuelta más al proceso, convertir el episodio en intención.
La conversación ya estaba terminada y cualquier intento de apaciguar se hubiese interpretado como condescendiente, pero había espacio para la reflexión. Me quedé pensando en los momentos en los que yo, si saberlo, obligué a alguien a que no se tome a pecho mis reacciones. No soy la clase de persona que le dé órdenes a los mozos y al no manejar nunca me peleé con otros conductores, pero soy una mujer de 32 años con acceso a redes sociales en la época en la que reina el mantra de hacerse respetar. Hacer respetar mi valor cuando le pongo un precio a mis servicios, hacer respetar mis límites frente a amistades simbióticas, hacer respetar mi dignidad ante los hombres. Con firmeza, te recomiendan. Que no te pasen por encima. Que sepan exactamente quién sos.
Yo no sé exactamente quién soy. Soy más que un título profesional pero menos que mi delirio de grandeza. Soy más flexible que mis límites, soy más fuerte que mi dignidad. Mi valor, sobre todo, tiene poco que ver con estas cosas. No hay un título que dé cuenta de las horas que paso cuidando a la abuela de mi novio, ni un sueldo en retribución que pueda presumir a fin de mes. No hay límites firmes cuando me dejo mover por el amor, no se achica mi dignidad cuando me pongo al servicio. Ir por el mundo con el foco puesto en dar pruebas de nuestro valor podrá empoderar a otros, pero en mi caso solo me endurece. Me vuelve alguien incapaz de recordar que algunas cosas no se pueden medir y que el otro siempre siente, que todo es un poco personal cuando estamos lidiando entre personas.
No cargarme reacciones ajenas es una misión que voy a seguir persiguiendo, pero necesito aplicar la lógica contraria a mis reacciones propias. Necesito aprender a direccionar mi enojo a los focos correctos, necesito recordar que todas las personas con las que interactúo son tan humanas como yo. Si me detengo a recordar que el que está del otro lado de la calle, el mostrador o la bandeja de entrada es un ser capaz de sentir, quizás logre que mi propio mundo sea menos volátil. Quizás me encuentre con menos enojos. Quizás, incluso, se libere algo de lugar para la ternura.
Hasta el mes que viene,
Juana
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Esta escritora rechaza el intento por impulsar el engagement y reza por el regreso de un vínculo escritor/lector que exista en lo privado y lo honesto. En línea con esta idea, los comentarios de En Borrador estarán cerrados.
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