Es septiembre de 2019. Mis amigos están comiendo cazuelas de locro que mi papá descongeló y sirvió como snacks. Me tomo el último Amargo Obrero de ese viaje, entendiendo que no lo voy a volver tomar por un año. La historia terminará decidiendo que al final ese año se va a convertir en dos y medio. Yo no lo sé. Es septiembre de 2019 y estoy esperando que me pase a buscar una tráfic para llevarme a Ezeiza. No existe el COVID, tampoco la depresión que llegará en unos meses, ni la pérdida del sentido del proyecto de mi vida, ni la consecuente historia de redención y éxito que me convirtió en la persona que escribe esta columna. Es septiembre de 2019 y me pasa a buscar la tráfic por la puerta de mi casa y eso es todo lo que sé. Saludo a mis amigos y familia muy rápido, en un abrazo general que dura segundos. Veo a Victoria mirarme desconcertada mientras me subo corriendo y los saludo con la mano por la ventanilla. Todos me sonríen y el conductor arranca y ya no puedo ver más a la gente que quiero.
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