Hace un tiempo establecí para mí una frase que, cuando recuerdo aplicarla, cambia el filtro de todas mis decisiones: al mar se llega cruzando la arena. Es una metáfora y una realidad. Como excepciones puedo nombrar las playas con piedras de Inglaterra, pero el entendimiento popular es que al mar se llega cuando cruzás una playa con arena. La arena, incluso en la peor de sus versiones (cuando quema tanto que uno se pregunta si quizás allá abajo, además de cáscaras de banana enterradas, hay un volcán prendido fuego), es amena. La arena se amolda a la pisada de cada uno, recibe el peso de nuestros cuerpos y se transforma en una huella única. Se vuelve dócil cuando la pinchamos con un palo para escribir nuestros nombres y se fortalece para nosotros cuando queremos construir un castillo. Llegar al mar es un placer.
Si bien me olvido seguido de que se llega al mar por la arena, las decisiones más importantes de mi vida profesional y personal fueron tomadas con esto en mente. Cuando entendí que el mar era, por ejemplo, la conexión que tengo con mis alumnos y la satisfacción que encuentro viendo como transitan la escritura conmigo, elegí enfocar toda mi atención en mis talleres en vivo, mis mentorías 1:1. Dejé ir, por ejemplo, las ideas de hacer cursos pregrabados en plataformas de grande alcance o los talleres de un solo encuentro. La arena es personal, cada uno sabe cómo llega a su mar. Hay personas para las cuales el ingreso pasivo o los grupos renovados es la respuesta, porque tienen un mar diferente al mío, pero a mí me desconecta del impacto de mi propio trabajo. Yo necesito conocer a las personas que quieren aprender a escribir conmigo. Otro de mis mares es el placer de explorar en textos largos ideas que me desafían. Para llegar a él, tengo que rechazar el pasto (los epígrafes de redes) y las piedras (los videos estéticos con una voz grabada de fondo) y encarar mi camino por la arena (volcar mis ideas a estos newsletters de 2000 palabras promedio). El mar más soñado, más cristalino y calmo, fue el de un amor compañero y divertido que se sintiera como un lugar seguro. Quería una persona con la cual echar raíces, alguien que quisiera dejar su núcleo singular para formar uno nuevo conmigo. Eventualmente, después de caminar por mucho tiempo entre piedras, espinas y cardos, llegué a la brillante conclusión de que a ese mar iba a llegar si me disponía a salir con alguien que también quisiera eso, en lugar de intentar convencer a una persona que estaba de paso de que la felicidad se podía encontrar en el para siempre. (En este punto de la metáfora seguramente aparecerá alguien que buscará señalar que, en realidad, así como existen playas con piedras, también existen relaciones tortuosas que terminan en felicidad, y a esas personas yo les diría que a la excepción se suele llegar cuando uno no busca ser la regla, o, en criollo, que yo también tengo una amiga que encontró al amor de su vida en una persona con la que fue y vino por un par de años, pero mi amiga no se había dedicado a convertir a esa persona en el amor de su vida, y para ella encontrar el mar al final de ese camino fue más una sorpresa que un logro).
Hace un año empecé este diario porque quise hacer la prueba de llegar al mar por la arena. El mar, en este caso, es para mí un lugar donde mi vida es mía y de las personas que me rodean. Es una existencia ni secreta ni silenciosa, sino privada. Después de 15 años de compartir mis salidas, mis planes, las canciones que estaba escuchando y qué estaba pensando, le había perdido el gusto a ese tipo de exposición. No es que el escenario no me llamara más, pero empecé a soñar con otro. Uno que, a diferencia del que me otorgaban las redes sociales, me permitiera ganarme los reflectores a través de mis virtudes, recibiendo a cambio recompensas concretas que estuvieran a la altura de eso que daba. Hacía un tiempo que mi forma de presentarme digitalmente, sobre todo en Instagram, estaba directamente vinculada a mi trabajo (porque entendía que mi contenido influía en los números de lectores y alumnos que tenía cada mes), incluso cuando lo que mostraba era algo personal (sobre todo cuando lo que mostraba era algo personal, porque los seres humanos somos muy chismosos). En el descanso de navidad del año pasado, lejos de estas pantallas, pasándome en cambio cinco días viendo películas sin salir de mi casa, mi cerebro sufrió una especie de reseteo y de pronto me pareció irracional estar todo el tiempo contándole a una audiencia mi vida a cambio de prácticamente nada. En el primer día de enero, antes de descargarme Instagram, descubrí que me generaba rechazo, cansancio y hasta miedo volver a mostrarme como lo había hecho hasta entonces. Ningún tipo de contenido me parecía apto para ser compartido con una audiencia que cree conocerme y a la que yo desconozco. Las banalidades de mi vida me parecían superfluas e innecesarias, las perlas de mis días me parecían de pronto demasiado mías.
Para ese momento, ya había intentado varias veces despegarme de las redes sociales. Había pasados dos octubres sin ellas, y dos descansos de navidad, pero cuando volvía, siempre volvía para siempre, como siempre. Descubro que la mayor claridad llega a mí cuando escribo en mi diario con puño y letra, lo cual explicaría muy bien por qué no lo suelo hacer seguido. Creo que el ser humano encuentra un placer particular en el desconcierto y le gusta escapar de las respuestas, pero este no es el caso. Ese primer día del año, me senté en una mesa al lado de la ventana de un café que me gusta mucho y escribí en mi diario hasta que le encontré algo de sentido al asunto. Descubrí, entonces, que había pasado un año y medio queriendo llegar al mar por un camino de cardos. Hacía tiempo que buscaba una vida más íntima, más cuidada, más mía, pero nunca había intentado llegar a ella a través de la intimidad, el cuidado y mi propio sentir. Hace un año, entonces, decidí que ya no iba a compartir en redes lo que hasta entonces había sido parte de mi contenido diario. Iba a usar Substack para esto, y lo iba a compartir solo con aquellos que quisieran pagar por ese contenido. (No es que pasar la tarjeta asegure una afinidad, pero elijo creer que en esta economía nadie tiene tanto dinero como para regalárselo a quien odia, y esto limita la posibilidad de que entre mis suscriptores haya un hater.) Hoy, un año después, puedo decir que el experimento me trajo definitivamente al mar. No solo logré recuperar pedazos de mi vida que hasta entonces habían existido para los demás, sino que cambié mis mecanismos mentales sin siquiera buscarlo. El diario de los lunes iba a ser un lugar donde pudiera compartir esa canción que había escuchado, ese artículo que había leído, pero me encontré rápidamente sin ganas de contarle eso a nadie. En cambio, cada lunes llegaba con ganas de descargarme, de hablar de cosas que realmente me importaban, de compartirme con o sin claridad pero lejos de todo filtro necesario para hablarle a un público masivo y despojada de fotos de mi cara. Dejé de pensar en 240 caracteres, volví a mandar canciones que me gustaban a personas concretas que sabía podían disfrutarlas, empecé a tomarme mi tiempo para procesar lo que me pasaba. Lo que es más importante, confirmé mis sospechas de que cuanto más usás las redes sociales, más se espera que las estés usando, matando así esa fantasía de que para ganarme mi derecho a la privacidad tenía que mostrarme hasta alcanzar vaya uno a saber qué meta que me permitiera retirarme en paz. Llegué al mar por la arena, recuperé mi privacidad reclamándola.
(En este newsletter lleno de paréntesis me permito uno extra para hacer una salvedad. Últimamente, con todo lo que está pasando en el mundo, se entiende que usar redes es un acto moralmente noble, porque ahí es donde uno se educa, transmite saberes, milita y genera cambio. Repito, entonces, que al mar se llega por la arena. Si alguien no se siente cómodo con una forma de hacer las cosas, lo más probable es que no llegue al resultado que espera. Yo no puedo ejercer mucho cambio si la estoy pasando mal porque odio filmarme. Además, puedo argumentar que este mecanismo es negativo incluso para los que aman. Con el nivel de saturación de opiniones e ideas, estar en redes todo el tiempo le hace un daño a tu propio criterio, tu capacidad analítica, tu paciencia para sostener conversaciones difíciles y tu humildad para reconocer que no recae solo en tus hombros — y tu cuenta en una plataforma digital — salvar a la humanidad.)
La arena se encuentra en las prácticas, pero estas son difíciles de incorporar si no son acompañadas de una propuesta mayor que las englobe. No me gustan los objetivos anclados a logros materiales, numéricos o estéticos. Nunca me funcionó accionar teniendo como meta final comprarme algo, conseguir una cantidad concreta de lectores o tener el culo sin celulitis. (A esta altura del texto alguien puede objetar que esto es porque soy una persona de clase media que no vivió reales carencias, tengo una cantidad estable de lectores fieles y soy una persona atractiva que ha podido acostarse con los tipos que le gustaron incluso teniendo el culo blando, y es verdad. Es verdad y fortalece este argumento. Tengo 31 años y hay un vacío profundo y triste que habita adentro mío desde que tengo memoria y nunca se fue a ningún lado. No se fue cuando me compré cosas, no se fue con likes y no se fue con la mirada de un chico lindo. Solo siento que logro olvidarme de él un poco cuando hago chistes con gente que quiero y escribo una historia que me intriga. No creo que el objetivo de tapar el vacío exista realmente, pero creo que podemos engañar por un rato al alma cuando nos volcamos a otras búsquedas que no sean esas que ya sabemos no nos van a llevar a ese mar nirvanístico donde nadie está triste.) No me gusta, tampoco, hablar de desintoxicaciones porque esto implica que existe un resultado final atado directamente a la limpieza, la pureza, la carencia de todo vicio. Ningún ser humano puede vivir una vida desintoxicada, y la arena no es necesariamente limpia. Tampoco me gusta priorizar la incorporación de cosas nuevas porque pienso que en estos casos menos es más. El yoga ayuda, las morning pages ayudan, pero estos hábitos positivos no sirven de mucho si son sostenidos dentro de un conjunto de prácticas que dan como resultado un lugar que no quiero habitar. En cambio, prefiero pensar en que la respuesta pasa por recuperar lo perdido.
Solo pude regular mi consumo de alcohol cuando descubrí, después de una noche del último octubre en la que terminé llorando en un bar por cuarta semana consecutiva, que necesitaba recuperar mi autonomía emocional. Solo pude reducir mi consumo de redes cuando entendí que necesitaba recuperar mi privacidad. Lo cual me lleva, entonces, a mis dos focos de este año, los dos mares a los que quiero llegar: recuperar mi capacidad de atención y recuperar mi criterio personal. Recuperar mi atención porque no alcanza con reducir o eliminar el uso de redes sociales, o por lo menos no para mí. Los mecanismos de estas plataformas se metieron adentro mío a tal punto que a veces me encuentro scrolleando mis mails, la página del clima o los diarios. Si quiero enfocarme en escribir este año, necesito poder hacer de a una tarea a la vez, sin correr hacia las distracciones (aspiro a descubrir también que, en realidad, ningún peligro aparece si me quedo quieta). Recuperar mi criterio porque así como mi mamá terminó aprendiéndose la canción de la Bicicleta allá por el 2016 sin saber de la existencia de Carlos Vives ni darle play ni una vez, los seres humanos como masa actualmente piensan, deciden, discuten, dialogan, experimentan y crean a partir de las prácticas modeladas en las redes sociales. No alcanza, de nuevo, con reducir o eliminar el uso personal, porque el hábito de medir lo propio contra lo ajeno y buscar la inspiración en personas que están tan secas y perdidas como uno se instaló entre nosotros como una canción bailable que uno aprende sin saber cómo. Necesito volver a pasar horas mirando una película sin sentirme inquieta, y necesito volver a conectarme con esa parte mía que sabe de qué manera me gusta hacer las cosas.
Uno de los puntos que decidí implementar en mi experimento para recuperar mi atención es escribir más a mano. Por eso, a partir de esta semana, el diario de los lunes va a estar escrito en papel. A continuación en este newsletter mis suscriptores pagos van a conocer en qué consiste mi práctica y cuál es el primer diario escrito a mano del año. También les voy a compartir las prácticas propias de estos caminos de arena que elegí experimentar este 2024. Mi deseo no es que me copien, no busco inspirar ni influenciar, sino compartir este proceso de la forma más honesta posible.
Mi deseo para este 2024 es que todos podamos recuperar eso que perdimos hace tiempo. Las decisiones que tomé teniendo la recuperación de mi privacidad y mi autonomía como foco fueron las más acertadas de mis últimos años. Aspiro a un 2024 de decisiones acertadas que tardan mucho tiempo en dar sus frutos, pero aseguran un cambio profundo.
Deseo que cada uno pueda identificar el mar en el que quiere nadar, y que puedan sostener el experimento de llegar a él cruzando la playa de arena. Ojalá esté tibia, y se rinda ante sus pasos.
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