Para distinguir si tu escritura responde a un impulso artístico alcanza con reconocer la incertidumbre. En el arte no existen las certezas.
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Pensando en voz alta, por
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Carta de la editora
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Este es un newsletter largo, que se disfruta mejor si se lee en una sola sentada sin interrupciones. Te recomendamos reservarle una mañana tranquila, o quizás una noche estrellada tomando helado. Si este instante te encuentra con el espacio para leernos, sos bienvenido. Ya podés empezar a leer.
Pensando en voz alta, por
Al verano lo despedí con un punto final, concreto y literal, cerrando la novela que estuve escribiendo durante de tres años de trabajo intermitente. Es la tercera novela que escribo y, a esta altura, me imaginaba que iba a estar acostumbrada a la sensación de cumplir metas literarias. En las semanas anteriores a este momento especial de cierre, mi escritura no estaba fluyendo. Hay pasajes que demandan mucho de mí, y creía que el último capítulo sería uno de ellos. Pelearía con una pluma dura y acartonada para poder sacar algo decente y sentirme aliviada. Pero no se dieron así las cosas. Las últimas 1500 palabras de este proyecto salieron de mí como si las hubiese estado moviendo el viento. No necesité hacer más que sentarme una tarde y sacar, de un tirón, mis párrafos favoritos de todo el libro. Aparecieron guiños a detalles significativos que no se me habían ocurrido antes, y las palabras justas pudieron acompañar el orden de sucesos que, de pronto, me parecía tan claro plantear. Cuando cerré mi computadora, supe que había tenido la suerte de vivir algo extraordinario. La creación se había hecho cuerpo a través de mí, entregándome por un rato la certeza de saber para dónde ir.
Por años había estado temiendo transitar esta historia hasta el final. Mi primera idea había sido una conversación entre dos personas a la orilla del mar. De a poco estos personajes empezaron a tomar forma. Encontré sus nombres, supe ver sus mañas, les descubrí los secretos. Para escribir una historia hay que identificar la tensión entre el miedo y el deseo y distenderla con paciencia. Con esta historia me resultó natural descubrir los nudos, pero tardé en desenredarlos. Esto me mantuvo paralizada durante mucho tiempo. No quería arruinar algo bueno, lo mejor que había podido escribir hasta entonces, y por eso me quedé quieta, dejando las primeras veinte mil palabras suspendidas en el aire como una pregunta que no hay apuro en contestar. Si hubiese tenido más distracciones, seguramente me hubiese mantenido donde estaba, agregando pasajes a las escenas ya escritas, esperando que algo me indicara cómo seguir. Pero tuve un verano particular, con poco trabajo y pocas responsabilidades, y tuve que inventarme obligaciones para no volverme loca. Cuando siento que me faltan razones para sentirme un ser humano digno, me ofrezco al mundo. A veces limpio, a veces le regalo mi tiempo a alguien que lo necesita, y este verano elegí escribir. Escribí porque lo necesitaba, y ese grito interno hizo que las voces dudosas se callaran. No me importaba no saber cómo llegar al final. Llegaría de todas maneras, no había otra alternativa.
Nunca hubiese podido anticipar los lugares a los que terminé llegando con esta novela. No funciona así la escritura. Podemos hacer bosquejos en lápiz de los puntos que queremos tocar, pero sabemos que es solo una forma de mentirnos por un rato y aferrarnos a la ilusión de control. Hoy en día está de moda la planificación flexible. Organizate pero dejá espacio para la improvisación, nos sugieren aquellos que, si elegimos creer en la imagen que muestran, tienen la vida en orden. La escritura los mira y se muere de risa. En mis diez años de práctica constante, puedo contar con los dedos de la mano las veces que mis planes pudieron convertirse en realidad. Todo acto que se asemeje al intento de tener mi shit together se esfuma, desde separar un día para escribir y descubrir que es imposible sacar una palabra decente hasta proyectar mi evolución de acá a cinco años y entender un mes más tarde que me toca ir para otro lado. Caí, más de una vez, en el error de creer que esto era un problema mío, una falla que tenía que mejorar. No quiero sonar como un disco rayado, pero existir en redes no me ayudaba. Las líneas entre creador y artista están demasiado borrosas en ese espacio, y es fácil creer que nosotros también podríamos concretar nuestros proyectos si pusiéramos en práctica las herramientas que nos ofrecen los que saben. Fue solo después de aislarme casi por completo de la virtualidad que pude entender que esa gente podrá saber mucho de estrategia y redacción pero no entiende nada del proceso creativo. Nadie entiende nada del proceso creativo. La creación es un misterio, y los misterios no se entienden. Los misterios se experimentan, se sienten, se disfrutan. Se toleran como preguntas que nunca tendrán respuesta.
Para distinguir si tu escritura responde a un impulso artístico alcanza con reconocer la incertidumbre. En el arte no existen las certezas. No sabía, cuando empecé a escribir esta novela, si iba a terminarla. No sabía cómo iba a explorar los personajes, qué iba a pasar con ellos, de qué forma iba a solucionar ese hueco narrativo que tanto me molestaba. Cuando entendí que nada me importaba y me conmovía tanto como la escritura, me angustió la duda de no saber cómo iba a construir una vida con esta práctica como centro. No sabía cómo se llega a los ojos de un editor, no sabía cómo usar las plataformas de esa época a mi favor, no sabía por dónde empezar para por lo menos sentir que estaba recorriendo un camino. Incluso ahora, con un libro publicado, una escuela online establecida hace más de cuatro años y suficientes trofeos en mi CV literario como para al menos intentar seducir a un agente, no tengo idea qué cosas tengo que hacer para convertirme en la escritora que me gustaría ser. Si tengo que ser sincera, ni siquiera sé qué clase de escritora quiero ser. Los escritores son definidos por su obra, ese conjunto de ideas que responden al recorrido humano que nos toca hacer. No puedo saber en quién me voy a convertir cuando todavía me queda tanto por vivir y tanto más por escribir.
Creo que la incertidumbre es inherente a la creatividad y a la vez creo que esta realidad es insoportable. Es muy difícil aceptar que nos toca transitar la vida a ciegas, siempre tanteando los cuartos en los que nos encontramos, abandonando la claridad apenas la conseguimos para poder seguir viaje. Supongo que es por esto que algunos recurrimos al engaño. Yo me engañé por muchos años creyendo que estaba priorizando la escritura artística cuando lo que estaba haciendo en realidad era enfocarme en proyectos que usaban a la escritura como motor. Mi negocio, este newsletter, incluso mi libro Tu amiga, la escritura, todos estos son pequeños engaños inocentes que me permitieron creer, por un tiempo, que había logrado lo imposible: vivir el arte con certezas.
Hoy pienso que si creemos que sabemos lo que estamos haciendo, estamos alejados de la necesidad de crear porque sí. Si el proyecto que tenemos enfrente es encarado con absoluta confianza de que tiene que ser llevado a cabo de tal o cual manera, estamos embarcándonos en un acto quizás creativo pero decididamente no artístico. Para algunos, esto será suficiente. Soy defensora de que la creatividad no es solo para los artistas y escribí un libro entero para reforzar esta idea, pero también creo que esta democratización absoluta de la creatividad ha dejado a los artistas confundidos. A veces crear es hacer arte y a veces no. A veces crear tiene que ver con darle origen a algo nuevo, pero la motivación parte de la concreción de un objetivo, y el mote de arte se pierde. Yo no considero, por ejemplo, que el libro que publiqué sea una obra de arte. Es un manual invaluable, la culminación de años de trabajo, pero no fue en ningún momento un misterio. Desde la primera oración tuve la certeza de que sería publicado, tendría cierta cantidad de capítulos y exploraría ciertos temas. Con mi novela, en cambio, recorrí un camino a oscuras y fui prendiendo la luz palabra por palabra. Es el desorden incierto del proceso lo que define al resultado como algo más que un producto.
El verbo crear es sinónimo de hacer arte solo cuando responde al impulso injustificado de lanzarnos a lo desconocido porque no hacerlo nos hace sentir miserables. Cuando me castigo por no tener más en claro algunos conceptos alrededor de mi práctica me toca recordarme, con compasión y firmeza, que mi objetivo principal es ser artista. Ni redactora, ni autora que busca ayudar a los demás, ni emprendedora, ni gurú, ni influencer. Seré todas estas cosas alternativas para sobrevivir en este mundo donde comer del arte es imposible, pero cuando me toque volcarme al misterio, lo haré sin pedirle certezas.
Reconocerse artista da un poco de vergüenza, pero es un acto necesario si uno quiere vivir la práctica sin culpas. Reconocerse artista te permite enfocar la mirada en el horizonte para canalizar vanguardias propias en lugar de adaptar herramientas ajenas a tus propias prácticas. Reconocerse artista te obliga a dejar de quejarte por el momento histórico que te tocó vivir para pasar a honrar la responsabilidad de retratarlo con tus ojos. Reconocerse artista te libera de la obligación de vivir siguiendo reglas marcadas por el sistema para dedicarle tus energías a la creación de un sistema nuevo. Reconocerse artista te ubica en una vereda opuesta a aquellos que intentan simplificar la vida y agilizar procesos. Reconocerse artista te ayuda a entender que la incertidumbre es inevitable y las certezas son ilusiones.
El artista no busca entender el misterio. El artista sabe existir entre preguntas sin respuesta.
Escribo, luego sé, por
Me cuesta explorar mi vínculo con las certezas. Si intento hacer memoria, no encuentro ocasión en la que hubiera estado segura de algo. No sé tampoco si eso es importante. Si pienso en todo lo que me salió bien a lo largo de mi vida, encuentro un patrón común: antes de lograrlo, no tenía la seguridad de que podría hacerlo. Tener esto en mente me ayuda a encontrar tranquilidad. Quisiera, de hecho, poder recordarme a mí misma esto cada vez que dude de mí.
Se define a la certeza como el conocimiento seguro y claro de algo. Si hay algo de lo que yo estoy segura hoy es de que no hay nada que tenga claro, hasta que lo hago.
Empecé a escribir ficción en 2021, antes de eso, sólo lo había hecho para algún que otro concurso literario escolar, pero de eso hacía ya demasiado tiempo. Cuando arranqué, lo hice a tientas, sin saber si había pasos a seguir, sin una hoja de ruta. Pero cuanto más escribía, más sabía.
Un día escuché un podcast que hablaba de que para poder escribir, primero había que sacarse las presiones y expectativas, empezar a escribir incluso convenciéndose de que lo que uno iba a escribir no iba a ser bueno. Decidí hacerles caso, titulé el documento como “Voy a contarles la peor historia del mundo, y la voy a contar mal” y empecé. Así, sin ninguna esperanza, escribí en unas horas un cuento completo. Mi primera certeza fue: soy capaz de escribir un cuento.
Poco después me anoté en un retiro de escritura que organizaba Juani. Siguiendo uno de los disparadores empecé a escribir una escena. No tenía más que eso. No sabía quiénes eran los personajes, no sabía si quería que fuera un cuento, un diario, una novela. Solo escribí y descubrí qué más había. Así fui conociendo, palabra a palabra, cuál era la historia que tenía que contar. No lo decidí yo, no podía elegir a conciencia ni una de las escenas que seguían, sólo aparecían y yo las transcribía. Así tuve otra revelación: lo divertido de escribir es descubrir lo que ignoro.
Seguí escribiendo varias escenas, sin ningún orden lógico. Tiempo después me di cuenta de que esas escenas eran efectivamente una novela, y después de mucho pensarlo empecé la mentoría con Juani. Una de las primeras tareas que me dio fue descubrir qué sabía sobre mi historia y qué no. Hice dos listas: por acá todo lo que sé, por acá todo lo que no sé. Obviamente tenía más incógnitas que certezas, pero eso no me preocupaba. Para ese entonces, como yo ya había empezado a escribir, entendí que el proceso era ese: primero escribir, después tener certezas.
Durante mucho tiempo abandoné mi novela. Creí incluso que había perdido todo mi interés en ella. Las motivaciones por las cuales la había empezado habían cambiado, y yo junto a ellas. No quise volver a adentrarme en la historia hasta que en el último ejercicio del taller en el mes del ruido me metí de vuelta directamente en la cabeza de uno de mis personajes, sin revisar ni detenerme a pensar qué sabía y qué no sabía de él. No tenía certezas, tampoco recordaba muy bien quién era, sólo me dejé llevar y descubrí muchas cosas.
Así volví a recordar por qué me gusta escribir. Es en el único espacio en el que no me molesta no saber qué va a pasar. Las certezas aparecen una vez que escribo, no antes.
Intento entonces trasladar esa idea al resto de mi vida. No siempre vamos a saber de antemano muchas cosas, pero eso no nos tiene que impedir la acción, el hacer. Justamente después de hacer adquiriremos el conocimiento.
No tengo muchas certezas pero sí confianza. Si tantas veces aprendí a hacer algo después de hacerlo, ¿por qué tendría que asustarme un nuevo desafío?
Saber que sé, por
La comida, para mí, es un idioma universal. Me conecta con aquellos que apenas conozco en innumerables conversaciones y en entornos tan diversos como una reunión de cumpleaños, un viaje de larga distancia o —quizá el más esperable — en el trabajo. Cuando mi interlocutore expresa cierto disfrute al ponerse el delantal, he aprendido a formular una pregunta para conocerle en pocas palabras. “¿Qué comida es la que más te gusta preparar?”, inquiero sin mucho preámbulo. En realidad, lo que me interesa saber es cuál creen que es su mejor plato. Solemos disfrutar de aquello que nos viene con facilidad, donde podemos anticipar en alguna medida un resultado final satisfactorio.
Sin embargo, la certeza en el manejo de las hornallas para tal o cual receta suele venir acompañada de un atenuante. “No es nada gourmet”, “Son tres pavadas que pongo en una olla”, “No sé si a los demás les guste, pero a mí me encanta”.
¿Minimizamos acaso nuestro talento porque la confianza se parece a presumir? ¿Nos cuesta, quizá, reconocer la seguridad por miedo a que aparezca quien sepa más, y mejor, y nos deje expuestos? La cruda realidad es que siempre encontraremos quien cocine mejor, más complejo o con más pasos. Habrá quien parezca una enciclopedia viviente de recetas; habrá quien tenga acceso a los ingredientes más costosos; habrá, incluso, a quien no le importe dejar una pila de ollas sucias pues no le tocará lavarlas. Sucede que mi plato “caballito de batalla” no se compara con los de otra gente, sencillamente, porque no compite. Mi convicción no necesita medirse con la de los demás porque la única métrica que importa es la propia. Yo sé que sé, y con eso basta.
Para ilustrarlo, quiero enseñarte mi receta de puré de papas, un clásico del que existen mil versiones. La mía, empero, resulta exquisita, suntuosa y adictiva. Mi puré sale cremoso, aterciopelado y engalana cualquier proteína que acompañe. La clave, qué sorpresa, es la técnica: los pequeños detalles marcan grandes diferencias cuanto más sencilla es la preparación, como en este caso.
PURÉ LUJANCITA (así lo bautizó mi hermano)
· Papas, 500 gr.
· Leche, 100 cc. aproximadamente
· Manteca, 50 gr.
· Ajo, 1 diente
· Nuez moscada, sal y pimienta negra, C/N
1. Pelar las papas bajo el chorro de agua fría. Cascarlas sobre una olla con agua fría. Para ello, sostener la papa con una mano y, con la otra, arrancar trozos de más o menos el mismo tamaño con ayuda de un cuchillo pequeño. No queremos cubos de papa con bordes definidos, sino pedazos irregulares.
2. Salar el agua de manera abundante (si la probás, tiene que parecerse al agua de mar). Llevar la olla a fuego alto hasta que rompa hervor y luego bajar la llama. Las papas estarán listas cuando introduzcamos un cuchillo y entre sin ningún tipo de resistencia.
3. Mientras tanto, calentar la leche con el diente de ajo hasta que hierva. Apagar el fuego y remover el ajo (que podés comer con un trozo de pan, como hago yo).
4. Colar bien las papas cocidas y devolverlas a la olla caliente. Sumar la manteca y pisar durante por lo menos 5 minutos, procurando que quede lo más liso posible.
5. Agregar de a poco la leche infusionada con ajo, batiendo enérgicamente con una cuchara de madera. Según las papas que uses, y la consistencia de puré que desees, quizá necesites más o menos leche. Tené en cuenta que, en frío, la preparación es mucho más firme. Al calentarla recupera su cremosidad.
6. Probar el puré y condimentar con pimienta negra y nuez moscada (fun-da-men-tal, no la omitas, pero usá apenas una pizca porque es bastante invasiva). Si hiciera falta, rectificar la sal.
7. Mantener el puré tapado en la olla. Al momento de servir, calentar a fuego muy bajo revolviendo constantemente con cuchara de madera.
Forrest Gump (1994): la certeza del gusto propio, por
Hace años corre un rumor entre mis amigos y es que no tengo corazón. Muy cada tanto, cuando coincidimos todos en un mismo lugar, alguno, pero por lo general siempre el mismo, me dice “Pero si a vos no te gusta Forrest Gump”, a lo que le suelen seguir las miradas de incredulidad y bronca y de a poco me increpan “¿Cómo que no te gusta Forrest Gump?”, y algún otro recita la frase No soy un hombre inteligente, pero sé lo que es el amor. Por más que insistan, no me va a gustar nunca Forrest Gump. Para lo que los demás es una película emotiva, para mí es un manoseo sentimental. Lo que los demás interpretan como una historia de superación, para mí es propaganda de las grandiosas recompensas de obedecer el sistema y del cruel castigo de desobedecerlo. Uhhh, vos también. Aunque parezca, no digo todo esto para quedar como una distinta. Existió un tiempo en el que me dejaba llevar por la provocación del chiste y me embarcaba en una cruzada proselitista antiForrest Gump, pero sucedía lo que sucede cuando alguien se toma en serio un chiste: se muere. El chiste. Una vez que entendí esto, decidí dejarlo pasar y dejar que a la gente le guste lo que le guste. Mis amigos entendieron lo mismo sobre mí y todo estuvo bien.
Cuando empezás a interesarte por el cine, más si lo hacés de adolescente o joven, es casi un rito de paso caer en la soberbia del gusto superior, un esnobismo insufrible que la cinefilia más dura y pura fomenta. Al tiempo, por suerte, lo superás. Y aunque no guste tanto el cine, existe un cierto conservadurismo que dicta implícitamente que el gusto por el drama extranjero es más prestigioso que el gusto por las comedias románticas de un joven Hugh Grant. Es la dicotomía del Barbenheimmer, como me gusta decirle. También existen las listas que enumeran las 1000 películas que tenés que ver y blablá (como si ver cine fuera tarea de escuela). Más allá de que no podemos someter la experiencia subjetiva del cine al absolutismo de una lista finita, la rigidez del imperativo anula cualquier camino de búsqueda personal, el efecto opuesto a cualquier afán artístico.
Por más certezas que quieran marcar por aquí o por allá, lo más lindo, divertido, gratificante del cine (así como con la música, la literatura) es cultivar el gusto propio y ver a dónde te lleva a medida que lo nutrís. Es quedarte viendo una película de ómnibus de Rosario a Córdoba y descubrir Hot fuzz (2007) y después, por curiosidad, Shaun of the Dead (mismo director, 2004). Es pedirle a tu mejor amiga que te acompañe a ver Melody (1971) al cineclub de Córdoba, pero también American Pie: el reencuentro (2012) al cine de la Colón. Es agarrar de casualidad en I·Sat Alta tensión (2006) cuando sos adolescente, y de grande ver Terrifier 2 (2022) sola en tu casa. Es fascinarse con Ex-Machina (2014), ver el resto de la obra y decidir que es la única película del director que te gusta. Es ver Un lugar llamado Notting Hill (1999) las veces que haga falta para no dejar de creer en el amor. Es no haber visto nunca El Padrino (1972) y vivir para contarlo.
Es que la única certeza que tengo es que el cine es lo que es porque conmueve. Algo de la película que vemos nos llega a cada uno de una manera distinta, nos atraviesa de una manera distinta. Por supuesto que Forrest declarándole su amor una vez más a Jenny nos conmueve, y la posterior muerte de ella también. ¿Entonces qué hay de cierto en mi rechazo a la película? Nada, solo el hecho de que yo prefiero no verla. Mi certeza es solo mía y no debe imponerse sobre el gusto de los demás, de la misma manera que la certeza ajena no debe imponerse sobre el mío.
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Este mes, nos vamos a hacer estas preguntas:
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Una actividad para dejar ir la incertidumbre a la hora de escribir.
Cuatro consignas para trabajar la temática a través de un ensayo, un texto hilado, un relato de ficción y una propuesta de conexión con tu diario.
Una lista de recomendaciones de libros de ficción, no ficción y poesía que exploren la temática.
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Carta de la editora
En el arte no existen las certezas, pero tienen que existir los principios. Tenemos que tener una guía firme que nos indique de qué forma queremos seguir creciendo, qué queremos priorizar, qué horizontes estamos dispuestos a dejar de lado para no perder el foco.
Cuando me embarqué en transformar Todas Nuestras Palabras en lo que hoy es En Borrador, entendí que me tocaba estudiar qué esperaba yo de este espacio. Querer abarcarlo todo por años había desdibujado la identidad con la que me presentaba en la página, y mi prioridad en esta nueva etapa era volver a sentirme íntegra. Por eso, la decisión primordial que tomé fue correr el crecimiento medible de mi lista de objetivos. En una reunión interna entre todas mis facetas creativas determiné que ya no evaluaré el éxito de este newsletter en base a números concretos: cantidad de suscriptores gratuitos, cantidad de dinero que me entra cada mes por las suscripciones, cantidad de likes o restacks que recibe cada publicación. El único crecimiento que será tomado en cuenta, la única métrica que me puede hacer cambiar de decisiones, será la hoja. En lugar de prestar atención a estadísticas, prestaré atención a la claridad de mis palabras. En lugar de enfocarme en atraer nuevos lectores, voy a enfocarme en desempolvar ideas que por miedo o pudor no quise explorar hasta ahora. En lugar de mirar hacia afuera, voy a mirar hacia adentro.
No voy a mentirles, sostener estos principios a la hora de presentarme en la hoja viene siendo difícil. Incluso habiendo reducido las posibilidades de generar engagement al mínimo, los momentos en los que las reacciones ajenas me encuentran son muchos. El vínculo entre el lector y el escritor es misterioso, nunca sé realmente lo que piensa el puñado de cientos de personas que me leen. ¿Disfrutan este nuevo cambio? ¿Les enoja que haya cerrado los comentarios? ¿Les aburre que haya dejado de hablar de mi vida para pasar a hablar de la escritura? Cuando mi metamorfosis se complete y logre presentarme semana a semana como una versión absolutamente distinta de esa que fui, ¿cuántos seguirán apoyándome con su lectura?
No abrí el foro públicos de mis espacios para pedir opiniones porque descubrí con los años que no tengo la fortaleza que se necesita para recibirlas sin que condicionen mis procesos. Pero las opiniones llegaron igual, sin que las busque, en forma de muestras de apoyo.
"Me alegra y resueno mucho con este cambio que hiciste. Es loco porque si uno piensa lógicamente, creería que para un lector más es mejor, pero esta decisión de ir contra la corriente y mandar menos newsletters lo vuelve más interesante, por decirlo de alguna forma. Es como si dejara de ser un producto y se humanizara," me dijo una suscriptora que volvió a sumarse a la membresía paga después de un tiempo lejos de ella.
“De este lado somos muchas que valoramos otros tiempos, más lentos, cuidados y conscientes del proceso que hay en medio, tanto en el mundo digital como a la hora de crear, por eso, que estos valores se manifiesten en tu forma de trabajar, escribir y existir, es para celebrar,” me dijo una suscriptora gratuita que llegó a mis palabras hace poco.
“Me encanta que estés rompiendo con paradigmas actuales y que se vuelva a tener una relación un poco más privada con la lectura y, en el caso de querer escribir algo sobre lo que uno leyó, sabe que tiene la opción del mail que se siente mucho más cercana,” me dijo una suscriptora paga que hace tiempo acompaña mis palabras y sus movimientos.
Comparto estos testimonios porque sé que del otro lado hay otros creativos que disfrutan conocer los procesos ajenos. Me consta que hay artistas que tienen las mismas inquietudes que yo tengo con respecto a nuestra forma de expresarnos en este medio, y entiendo que abrir mi escritorio a una audiencia genera un efecto mariposa que no busqué pero sí aprecio. Me emociona leer a mis propios lectores experimentando a su manera, diciéndole que no a los sistemas que sostuvieron hasta ahora y animándose a encarar un camino identitario.
A mis compañeros artistas que quieren un empujón para lanzarse al misterio les digo que no tengan miedo. Tienen todas las de ganar, y solo un poco de miedo que perder.
Hasta el próximo mes,
Juana
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Si esto escapa a tus posibilidades, podés apoyar este proyecto compartiéndolo con lectores afines. Te dejo algunas de mis citas favoritas de este mes, por si sentís ganas de hacer eco de ellas en tus redes:
Esta escritora rechaza el intento por impulsar el engagement y reza por el regreso de un vínculo escritor/lector que exista en lo privado y lo honesto. En línea con esta idea, los comentarios de En Borrador estarán cerrados.
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