Un hacha cortó al 2023 a la mitad. Ya pasaron seis meses, quedan otros seis por delante. Los años siempre se desenvolvieron para mí como libros de dos tomos. Quizás es porque viví atada al ciclo lectivo como alumna y como maestra durante toda mi vida. Cuando llegaban las vacaciones de invierno, sentía que se abría un portal nuevo. Ahora estoy transitando el solsticio de verano, confiando, como dice Lorde, en que el sol me muestre el camino. Es más fácil cuando hay luz. Definitivamente es más fácil cuando no estoy sola.
La primera mitad de este año me trajo más regalos que los anteriores treinta años de mi vida. Me enamoré, escribí un libro, me comprometí con la escritura personal como nunca antes. También me trajo angustias que hacía tiempo no sentía, y problemas logísticos que me quitaron el sueño por muchas noches. Ahora que estoy pudiendo salir para afuera (hace meses que digo lo mismo, pero es que de verdad hace meses que siento que estoy de a poco asomando la cabeza) confirmo lo que hace años aprendí y nunca me olvidé. Estoy donde estoy porque no estoy sola. Porque tengo gente que festeja mis logros y le busca soluciones a mis problemas como si fuesen suyos.
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Hacía tres años que no me sentía como en estos meses. Cuando en abril de 2020 llegué a la casa de Tomás para pasar la cuarentena, él me dio un abrazo y me preguntó cómo estaba. Con los meses me confesó que ese día me vio gris. En esa casa, durante esos meses, volví a recuperar el color. Volví a comer comida de verdad, en compañía, dándole la importancia necesaria al ritual de nutrirme con atención. Volví a conectarme con la escritura y con mi propósito, compartiendo en cada cena los avances de mi pequeño taller que estaba creciendo de a poco. Volví a sentirme dueña de mi cuerpo, cambiando el color de mi pelo para reflejar lo que soy por dentro, subiendo los kilos que había perdido en mis meses de angustia. En 2020 aprendí que las desgracias pueden traer comunidades, y que lo que se forma con honestidad desde el amor, en la supervivencia, no puede ser destruido.
Estamos a mitad de 2023 y colectivamente no está sucediendo algo tan terrible como la pandemia pero yo no puedo habitar mi casa con comodidad hace meses y a veces me siento casi tan mal como hace tres años. Pero estoy volviendo a mí como lo supe hacer entonces, confiando en el amor de otros, dejando mi supervivencia un ratito en sus manos. Todo lo que logré en estos meses fue más mérito de otros que mío. No lo digo desde la humildad sino desde lo más sincero. Transitarlos fue insoportable, pero sé reconocer que nunca estuve tan orgullosa de ocupar este cuerpo, llevar este nombre y poder reclamar como propia esta vida. Puedo cargar con ese orgullo sin minimizarlo con una modestia innecesaria porque entiendo que soy quien soy gracias a la gente que tuve y tengo cerca. Gracias a mi novio que cocinó cada una de nuestras cenas y almuerzos, a María y Luján que me escucharon cada vez que caí en desesperaciones, a mi padre que me calmó y me distrajo con su presencia, a mi mamá que está siempre del otro lado del teléfono, a mis lectores que me mandan fuerza en cada diario de lunes, a mis alumnas que me recargan de energía en cada clase.
En estos meses las circunstancias ajenas no me dejaron en paz, pero mis comunidades supieron sostenerme cada vez. Qué bueno, le dije a mi papá en un banquito del Tate Modern, saber que todo esto se va a terminar, y que lo bueno va a seguir estando. Qué bueno que los problemas que me tocaron sean por definición pasajeros, y los abrazos que me sostienen se sientan tan eternos.
Para esta edición voy a pensar en voz alta. También voy a responder algunas preguntas que ustedes me dejaron como entrevistadores anónimos. Como hace algunos meses, les traigo las palabras de una escritora amiga admirada, una receta de la casa y un club de cine por escrito.
Pensando en voz alta
Cuando éramos chicos nos contaron el cuento de la hormiga y la cigarra. Si no lo escuchaste nunca, acá te lo comparto:
La cigarra era feliz disfrutando del verano: el sol brillaba, las flores desprendían su aroma y ella cigarra cantaba y cantaba. Mientras tanto su amiga y vecina, una pequeña hormiga, pasaba el día entero trabajando, recogiendo alimentos.
—¡Amiga hormiga! ¿No te cansas de tanto trabajar? Descansa un rato conmigo mientras canto algo para ti. —Le decía la cigarra a la hormiga.
—Mejor harías en recoger provisiones para el invierno y dejarte de tanta holgazanería —le respondía la hormiga, mientras transportaba el grano, atareada.
La cigarra se reía y seguía cantando sin hacer caso a su amiga.
Hasta que un día, al despertarse, sintió el frío intenso del invierno. Los árboles se habían quedado sin hojas y del cielo caían copos de nieve, mientras la cigarra vagaba por campo, helada y hambrienta. Vio a lo lejos la casa de su vecina la hormiga, y se acercó a pedirle ayuda.
—Amiga hormiga, tengo frío y hambre, ¿no me darías algo de comer? Tú tienes mucha comida y una casa caliente, mientras que yo no tengo nada.
La hormiga entreabrió la puerta de su casa y le dijo a la cigarra.
—Dime amiga cigarra, ¿qué hacías tú mientras yo madrugaba para trabajar? ¿Qué hacías mientras yo cargaba con granos de trigo de acá para allá?
—Cantaba y cantaba bajo el sol —contestó la cigarra.
—¿Eso hacías? Pues si cantabas en el verano, ahora baila durante el invierno -
Y le cerró la puerta, dejando fuera a la cigarra, que había aprendido la lección.
Es de las fábulas que más tengo presentes. No necesité volver a leerla de grande para recordarla. La hormiga y la cigarra, y su moraleja, siempre estuvieron conmigo.
No sé si los niños de hoy siguen criándose a base de estas historias. Sé que cuando trabajaba en un jardín revisé algunas fábulas y descubrí que era imposible contárselas a mis alumnos sin sentir que estaba cometiendo un crimen. Todos los cuentos que nos criaron nos dejaron enseñanzas espantosas que, imagino, tienen mucho que ver con el nivel de culpa y tormento con el que vivimos ahora. Ninguno, pienso, es tan maligno como la hormiga y la cigarra.
Actualmente soy una cigarra, cantando en el verano de mi vida. Mi mayor miedo es que llegue el invierno y me encuentre con frío, sin comida y sin casa. Temo que estos años de creatividad en los que tomé decisiones menos precavidas que las hormigas que me rodean me terminen perjudicando en la vejez. Entonces sufro un poco cuando pienso en la jubilación. Me imagino muerta de frío golpeando en las puertas de las casas de esos amigos que hoy tienen trabajos tradicionales, pidiéndoles que por favor me dejen quedarme unas noches en sus casas compradas con hipotecas legitimadas por bancos serios. En esta pesadilla, mis amigos me dicen que sí a regañadientes, pero sé que los molesto. Sé que piensan que no tendrían que estar rescatándome, que me merezco todo eso que me pasa por haberme pasado años cantando al sol, creyendo que podía escaparle al invierno.
A veces me toca ser la cigarra. Me descubro vistiendo un traje que no me gusta, disfrazando amenazas de consejos. “Si sigue así, no sé dónde va a terminar,” pienso al ver a alguien que quiero haciendo uso de su talento, dejando de lado el sometimiento, animándose a creer que las cosas no necesitan ser sufridas para salir bien. Y en el fondo, aunque me pese admitirlo, cuando las cosas les salen momentáneamente mal siento por un segundo la satisfacción de haber estado en lo correcto. La culpa llega enseguida, antes de poder saborear ese triunfo espantoso, y me desagrado a mí misma. También soy esto, no podría negarlo.
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No sé si todos nos criamos leyendo sobre la hormiga o la cigarra, pero creo que es la fábula que mejor captura la forma en la que vivimos. Todos somos, por momentos o todo el tiempo, hormigas que trabajan en soledad, creyendo que el descanso no tiene lugar en nuestros días, descartando el disfrute momentáneo de la música. Las hormigas trabajan así por miedo. El invierno se acerca y ellas se desesperan por sobrevivirlo. Acumulan las provisiones que necesitan y más, sacrificando su verano en el camino. Tiene sentido que se enojen con las cigarras. Esas cigarras que parecen ignorar el funcionamiento lógico del mundo. Esas cigarras que se dedican a una actividad que no mueve los engranajes del sistema y por ende no se aseguran un invierno con casa y comida. ¿Quienes se creen que son?
Claro que no todas las cigarras molestan de la misma manera. Las cigarras hijas-de nunca van a ir a tocarte la puerta en el invierno. Cuando sos hormiga, ves a esas cigarras con cuna de oro con un poco de envidia pero también con tranquilidad. Vos nunca podrás ser ellas, porque naciste hormiga. Yo nací en una familia de clase media a la que nunca le faltó nada, pero no tengo dos padres reyes del hormiguero. Imagino que para las personas que son realmente víctimas del sistema en el que vivimos, yo catalogo como una de esas cigarras con cuna de oro. Imagino que, si algunos artículos que leí están en lo correcto y aquel que tiene que sobrevivir no tiene tiempo de conectarse con el deseo, estas personas no andan perdiendo el sueño juzgando mi vida e imaginando mi futuro, porque tienen que asegurarse de no caerse entre las grietas del mundo. Pero la clase media ocupa un porcentaje enorme de la sociedad, y en esa clase media somos casi todos hormigas que quieren ser cigarras, convencidas de que no podemos serlo. Somos muchas veces despiadadas con nosotras mismas y con quien está al lado. Yo soy una hormiga intentando ser cigarra. Sé que no soy la única. Sé cómo me miran algunas hormigas que piensan que no tienen derecho de salir a cantar al sol. Sé que mis decisiones parecen ir contra la historia colectiva. Mi forma de vivir se lee como una negación al invierno, como si creyera que soy distinta al resto. Sé que no todos me ven así, pero sé que estas hormigas enojadas existen. Lo sé porque a veces, por un ratito, me toca ser una de ellas. Lo sé porque su enojo a veces se verbaliza, y llega a mis oídos.
Creo que canto al sol porque no me queda otra. Esta vida austera y rebelde es la única que pude sostener con convicción a través de los años. También trabajo y junto provisiones para el invierno, pero no serán suficientes si este llega rápido. Gran parte de mi supervivencia mental se basa en rogar y confiar en que los días cálidos me sigan acompañando. No sé hasta qué punto quiero inspirar a las demás hormigas a que se animen también a convertirse en cigarras. No conozco los esquemas familiares de todas las personas, tampoco sé cuán cerca sienten el invierno, o los hormigueros de los que vienen. Solo me permito contar mi historia, de la cantidad de maneras que sean posibles, para que la honestidad me ayude a vivir mi vida y sostener mis decisiones.
Lo que quiero decir es que quizás vos también tengas que cantar al sol porque no te queda otra. Porque es lo único en toda tu vida que nunca abandonaste. Y dedicarse a ser cigarra es muy difícil de verdad. Te deja poco tiempo para recolectar y acumular provisiones como las hormigas. Negarse a hacer las cosas como el resto se paga caro, pero si sos como yo, quizás no tenés alternativa. Si vas a cantar, si realmente no te queda otra, vas a necesitar una comunidad que apoye tus decisiones, que disfrute de tus creaciones y te prometa compartir su casa con vos en el invierno.
Elegí hablar de la comunidad de una manera distinta a como lo hice anteriormente. En este momento, para mí y para muchos, la comunidad es el único futuro posible. Cuando entendimos que no teníamos el poder individual de empezar revoluciones o tirar abajo el sistema, corrimos a cambiar la textura de nuestra piel, o el color de nuestras paredes, o el esquema de nuestra mente. Abandonamos la intención del cambio colectivo y pasamos a enfocarnos en lo que podemos controlar, lo propio. Y está bien, porque no podemos ayudar a otros si no estamos bien primero, pero a veces pienso que nos quedamos en el primer paso y nos olvidamos lo que sigue. Nos volvemos recelosos de lo que aprendemos, o por el contrario convertimos nuestras lecciones más importantes en un producto para vender. Pasamos todo lo que hacemos por el filtro del beneficio propio. Hacemos terapia hasta el hartazgo propio y ajeno y, con la excusa de querer hacernos bien, empezamos a justificar todas esas formas en las que le hacemos mal a los demás. Sé que lo hacemos porque queremos sentirnos mejor. Queremos sentir que algo nos empieza a salir bien, y las únicas métricas objetivas son el peso de nuestro cuerpo, los dólares en el banco y los fans en redes. Caemos, indefectiblemente, en un individualismo que te ahoga. Dejamos de ver al otro como un ser humano y lo empezamos a considerar una competencia, un cliente o un número. Y mientras tanto, el agujero sigue siendo igual de profundo. El mundo sigue siendo el mismo. El invierno se acerca, inevitablemente.
Hoy más que nunca, después de la fiebre pandémica de la autosuperación infinita a base de gurús de internet, es necesario abrir un poco las ventanas y mirar lo que pasa afuera. En el mundo real, donde habitan los seres humanos de carne y hueso, con angustias reales y sueños sinceros, la cosa está bastante mal. Está bastante mal para todos, no solo para vos. No estoy particularmente invitando a que nivelemos para abajo y encontremos placer en la desgracia ajena. Solo me interesa decir que yo me calmé mucho cuando entendí que si el problema no es propio, tampoco lo será la solución. Hace algunos meses que trato de dejar de verme como una cigarra con una vecina hormiga. Estoy haciendo un esfuerzo muy grande por entenderme como parte del colectivo. Esto implica ver los hilos que me mueven a mí y también mueven a las personas que amo y a las que me hacen ruido. Existe una mano que nos agarra de la nuca y no nos deja mirar el cielo. Nos pasa a todos en distintas medidas. Y sé que yo no puedo hacer desaparecer esa mano sin ayuda, y quizás tampoco lo logre en comunidad, pero sé que no me sirve de mucho escaparme de ella y mirar el cielo si no tengo alguien al lado con quien compartirlo.
Yo estoy pudiendo, por ahora, ser una hormiga que canta y una cigarra que trabaja. Hago un poco ambas cosas, porque me gusta disfrutar mi tiempo y también me gusta vivir en el mundo. Trabajo porque el invierno va a llegar, para todos, y yo no quiero morir congelada. No estoy preparada para que llegue, todavía, pero espero estarlo alguna vez. Trabajo con otros, porque no planeo siquiera intentar construir mi casa sin ayuda. Canto a mi manera, que es escribir, porque el invierno no trae solo frío sino también soledad. Porque sé que es mi forma de hacerle bien a la gente que me rodea. Porque si tengo que tocar puertas para refugiarme del frío, quiero tener algo que ofrecer. Y yo no tengo otra cosa para dar. No me queda otra que ser esto.
Te pregunto, entonces:
Entrevistadores anónimos
Todas las preguntas de esta sección fueron enviadas de forma anónima. El newsletter del mes que viene va a tratar sobre la inocencia. ¿Me dejás una pregunta referida al tema para que yo escriba algo al respecto? No prometo contestar todas, pero prometo leerlas con atención.
E: ¿Se puede crecer realmente sin formar una comunidad?
Si me preguntaras si se puede crecer en soledad, te diría que no. Y creo que es mucho más difícil crecer sin una comunidad, pero imagino que para algunas personas es posible. Yo elijo no hacerlo, y reflexiono sobre qué es para mí la definición de comunidad que necesito. Mis comunidades son bastante horizontales. Leo a mis lectores, aprendo de mis alumnos. Yo no podría haber crecido como artista o profesora sin ellos. A su vez, gran parte de mi crecimiento como ser humano, factor fundamental en mi crecimiento como artista y profesora, se la debo a las personas que están en mi comunidad vital pero no en mi comunidad creativa. Mi familia, mis amigas, etc.
En lo que respecta al éxito, mucha gente logra crecer expansivamente gracias a relaciones más verticales, fans o seguidores anónimos. Quizás llegue un momento de mi carrera en el que me toque vivir esto, supongo que ningún escritor puede conocer a cada uno de sus lectores cuando publica un libro, pero sí puede beneficiarse de su apoyo. Pero yo no consideraría eso una comunidad, necesariamente. O por lo menos no creo que la persona que está arriba de esa comunidad logre formar parte de una manera activa. No sé cómo explicarlo. Taylor Swift no es parte de su propio fandom, pero crece como empresaria gracias a ellos. Supongo que como artista y como persona logra crecer gracias a las personas con las que interactúa de forma más pareja, como amigos y colegas. Su comunidad es su gente de carne y hueso.
En cualquier caso, creo que el crecimiento propio, del ámbito que sea, es un efecto colateral simpático de lo que una comunidad ofrece. No creo que sea el punto. Creo que es perfectamente posible tener una comunidad y que eso no te convierta necesariamente en alguien mejor o más importante. El rol de la comunidad para mí está en hacerte sentir bien en lo inmediato. Hacerte sentir suficiente y acompañado.
E: ¿Qué límites habría que ponerle a esa comunidad? ¿Es lo mismo que un grupo de amigos, o un grupo de trabajo, una familia?
Para mí no es lo mismo que un grupo de amigos, de trabajo o una familia. Tampoco creo que estos tres grupos sean lo mismo. Mis amigos son mis amigos, mi familia es mi familia y, cuando trabajaba en una institución, mis compañeros eran compañeros.
Como yo lo veo, una comunidad es un espacio que comparte intereses. El interés en mantener vivo un centro cultural en tu barrio, o dedicarle tiempo a la escritura, o cambiar la ley de un país. Sé que mucha gente pone el foco en sacar algún beneficio de la comunidad a la que pertenece, como líder o como miembro, pero para mí debería ser al revés. Creo que el foco debería estar puesto en dar. Entonces, de alguna manera, la comunidad es ese lugar al que vas a compartir. En mis comunidades la gente comparte su tiempo con los otros leyendo lo que tienen para decir y comparte sus experiencias cuando resuenan con las que cuentan los demás. Supongo que un familiar tuyo puede formar parte de tu comunidad, como cuando llevás a tu hermano a jugar al fútbol con vos. También podés compartir una comunidad con un amigo, como mis alumnas cuando vienen de a dos al taller. Y sé que a veces en tus comunidades nacen proyectos que te terminan dando compañeros de trabajo. Pero para mí fundamentalmente la comunidad tiene que ser un espacio donde haya un interés común y todos compartan, en la medida en la que sea posible, su tiempo y sus recursos para alcanzarlo, mientras que en las familias o en las amistades no pienso que haya un objetivo necesariamente, y el vínculo está basado en pasar tiempo con esas personas que querés porque sabés que hacerlo te hace bien. O sea, sí, en las familias o en las amistades existe el objetivo tácito de pasar la vida en compañía, pero no es algo que pretenda alcanzarse, sino algo que se practica todos los días.
Creo que el único límite que cualquier comunidad tiene que ponerle a sus miembros sería el ataque al espacio. Es un límite fácil de ejercer si uno está atento. Como creadora, los miembros de mi comunidad pueden pertenecer a ella de la forma que quieran, mientras no crucen el límite de la ofensa y daño. Podría decir que es importante pensar el límite de lo que una comunidad puede pedirte si vos sos la persona a cargo, pero no sé, tengo mis reparos. Me parece un lugar muy egocéntrico ese en el que se paran los creadores a veces. Es fácil culpar a la gente que te apoya de exigirte de más sin reconocer que muchas veces elegís ponerte voluntariamente en esa posición porque no te gusta la idea de poner un límite y que esto te haga perder popularidad. La gente siempre va a querer más, vos siempre podés decirles que no, y no es tan grave hacer enojar a las personas correctas.
En mi opinión es mucho más importante delimitar qué tiene que tener en cuenta la persona que elige pertenecer a una comunidad como miembro. Si una comunidad empieza a exigirte ciertas cosas, se empieza a volver un culto. Cuando pertenecés a un grupo unido por un interés en común, no es tu obligación aportar al espacio económicamente, tampoco dar tu tiempo o tu energía a sus miembros, y definitivamente no tienen derecho a exigirte tu verdad. Una comunidad a la que no podés pertenecer sin pagar es un negocio. Una comunidad que te pide una inversión determinada de tiempo para que sigas formando parte es un trabajo. Una comunidad que te hace contar tus secretos para aceptarte es una secta.
Como líder de una comunidad, el límite más importante a tener en cuenta es el de la protección a tus miembros. Como miembro, el límite más importante es el de tu integridad personal.
E: ¿Qué aspectos de tu vida consideras que se hicieron más livianos transitándolos en comunidad?
Para economizar la extensión de esta respuesta, me voy a enfocar en Todo Nuestro como comunidad, ya que todas las cargas de mi vida se hicieron más livianas alguna vez gracias al apoyo de terceros.
En el caso de esta comunidad, en todas sus formas, sentí el apoyo cuando estuvo en duda su supervivencia. Siempre que me encuentro frente al riesgo de que los talleres dejen de existir, puedo recurrir a mis alumnos más fieles, confiar en ellos con toda mi vulnerabilidad y pedirles ayuda. Recientemente el efecto de hartazgo por Zoom se empezó a notar en el espacio. Nadie quiere estar mucho en la pantalla, por lo cual muchas de las chicas de Terapia Creativa empezaron a ver las clases grabadas. Claro que si todas quieren ver las clases grabadas, no hay clase que grabar. Entonces les escribí un mail y les pedí que por favor volvieran a asistir a las reuniones cuando pudieran, si podían, y el taller volvió a iluminarse. Como este ejemplo hay muchos.
Que este sea mi trabajo principal trae sus dificultades porque en momentos de desesperación, cuando pagar las cuentas se dificulta, tengo que buscar formas de salir a flote sin comprometer la integridad del espacio y sin convertir los talleres en productos. Dicho esto, creo que coordinar esta comunidad se me hace fácil mayormente porque entiendo que mis alumnas disfrutan de ser parte de la comunidad tanto como yo.
Otro punto en el que se hace liviano llevar esta comunidad gracias a la participación de sus miembros es en la identidad del espacio. Cuando entiendo que es importante escuchar sus necesidades, darles aire para que se expresen y hagan propio el lugar, me libero de la presión de tener que estar controlando todo todo el tiempo.
En general mis comunidades, y ahora sí hablo de todas ellas, alivianaron el peso innecesario de tener que resolver problemas sin ayuda. Es difícil reconocer que la capacidad personal tiene un límite, y muchas veces sentimos que esta admisión es una muestra de debilidad que puede quitarnos nuestro lugar dentro de la comunidad, pero en mi experiencia lo que asegura tu espacio en el colectivo es abrirte a él aceptando que sos limitado, incompleto, interdependiente. Humano, en resumen.
Mi objetivo primordial, hace tres años, es el de unir escritores y darles una plataforma para que puedan expresarse. Hoy les traigo la comunidad como salvavidas, la comunidad en la comida, la comunidad en el cine. Todas nuestras palabras, para ustedes.
Gina apareció en mis talleres hace no mucho, pero definitivamente terminó de comprarse su espacio enseguida. Sus palabras en las clases, en Substack y en redes son siempre justas y medidas. Sabe qué preguntar par empujarte hacia adelante pero también sabe cómo hacerte sentir segura en donde estás. La elegí para hablar en este newsletter porque sabía que podía aportar cosas que yo no, y no me equivoqué. Con su vulnerabilidad acostumbrada, nos trae un texto dorado. Ojalá lo disfruten tanto como yo.
Tu comunidad te puede salvar la vida, por Gina Pongolini
Juana me invitó a escribir sobre comunidad y sonreí. Hablar de comunidad para una canceriana como yo, es, al menos, incómodo. Me refiero a que para mí, en mi experiencia, comunidad implica vínculo, afecto, tribu, aún cuando no son características precisas de una comunidad como tal. Es eso o nada.
Pienso en comunidad y pienso en el sentido de pertenencia que nos regala. Ser parte de algo es tan fundamental para el espíritu como una gota de agua en el desierto. Tal vez para sentirnos vistos y reconocidos, o quizás para aliviar momentáneamente el asedio infinito de adivinar quiénes somos y qué queremos. Pertenecer nos da guía, lineamientos, respuestas, caminos marcados. Los mismos que eventualmente pueden convertirse en nuestra jaula. Yo sé muy bien cómo ser una buena argentina en el mundo; qué hacer, qué no hacer, cómo opinar, qué preferir. Y fue justamente aferrarme con uñas y dientes a todo eso lo que me jugó en contra una y otra vez cuando quise construir una comunidad en Chile, donde elegí vivir. Porque para mí pertenecer fue siempre tan fundamental como respirar. Pero no sé pertenecer bien. Mi movimiento es completamente polarizado: me fundo o me aíslo. Existe en mí una contradicción fundamental entre la experiencia de pertenencia que me ofrece la comunidad y su necesidad absoluta, y mi instinto de individualizarme y su necesidad absoluta para ser.
A mi comunidad y su fuerza la conocí realmente, de verdad, en los dos momentos más dolorosos que me tocó vivir. El primero a mis veinte, cuando la vida se tiñó completa de gris en el preciso momento en que el amor de mi vida decidió dejarme. Hoy no logro dimensionar la profundidad del dolor que eso generó, tal vez porque injustamente intento entenderlo con más de diez años de crecimiento personal encima. En ese entonces levantarme de la cama, rendir los finales de la facultad y sonreír parecían tan imposibles, que la idea de pausar la vida no me sonaba tan loca. Esa Gina estaba en medio de una tormenta pero completamente desnuda, sin ninguna espada ni capacidad de siquiera abrir los ojos. Mi comunidad de repente se me apareció frente a mis ojos con un brillo indescriptible: hilos que se conectaban en tantas capas que me eran imposibles de percibir, sólo para levantarme. No es que yo quise tender la mano y pedir ayuda, es que no me quedó otra. Era eso o hundirme.
El segundo sucedió hace poco más de un año. Un cáncer de mama llegó para llevarse no sólo una parte de mi cuerpo y todas mis certezas, sino también mi autosuficiencia. Una cachetada cósmica a mi orgullo que había logrado mantenerse impoluto y sólido por treinta años. Vas al asiento de atrás, te ponés el cinturón y dejás que te llevemos y cuidemos como nosotros consideremos. Qué miedo. Qué incómodo para una persona que a sus cinco años chequeaba desde atrás la velocidad de manejo de su papá, que no se duerma y que estemos respetando las señales de vialidad. Esta vez no me tocaba conducir ni controlar. Y sólo así pude realmente sentir la fuerza de la red activarse, nuevamente todos los puntos interconectados de un millón de formas indescifrables. Esta vez para salvarme la vida de manera literal. El cirujano amigo del papá de mi amiga en Chile poniéndome como prioridad, el médico primo de la novia de mi compañero de trabajo haciéndome un lugar con urgencia, el mensaje de amor y aliento de una compañera de formación que pasó por lo mismo; una carta escrita desde el corazón por mi tío; sesiones de terapias regaladas, mensajes medicina; rezos de conocidos de conocidos por mi vida, abrazos inesperados.
A mí mi comunidad me salvó la vida, al menos dos veces.
Es entonces inevitable pensar en lo injusta que soy muchas veces con ellos desde mi ideal omnipotente en el que siempre puedo sola. Existe comunidad si el dar y recibir es constante, dinámico pero más o menos equilibrado. Existe comunidad solo si estamos parados en el mismo escalón, a la misma altura y nos necesitamos por igual. Será por ser la tercera hermana de cuatro, pero a mi naturaleza autosuficiente y orgullosa le encanta comprar la ilusión de que tiene todas las respuestas y herramientas justas para cada situación. Me miento al respecto, no quiero que así sea. Antes era muy abierta compartiendo mis problemas, me decía, pero sólo lo hacía cuando ya estaban resueltos. Con el tiempo y terapia, aprendí un poco. Hoy atravieso crisis y dolores comentándolos desde mi vulnerabilidad con los que quiero, pero siempre mis oraciones terminan en “en fin…ya veremos”. Jamás abro el signo de pregunta dando lugar a la sugerencia, a la ayuda, al hombro ajeno que me ayude a cargar con mis penas. Creo que no sorprendería a nadie adivinar mi profesión de psicóloga. Ponerme en el lugar de la que escucha, sostiene, aconseja y ayuda, alimenta una idea altruista que me protege de la humildad necesaria para pedir ayuda. La comunidad nos exige reciprocidad y yo muchas veces no logro estar a la altura.
Es como si existiera una maldición de algún tipo que hace que me olvide esto siempre. Y vuelvo a intentar, una vez más, enfrentar el mundo sola con una armadura abollada y una espada que pareciera ser siempre más débil de lo esperado. ¿Por qué tengo que esperar a estar en medio de la tormenta, desarmada, a punto de tirar la toalla, para poder ver que nunca estuve sola realmente? Que sobran las manos tendidas a punto de cansarse de esperar demasiado. ¿Cómo les explico que aunque lo intente sola, sé que puedo animarme a hacerlo porque aunque no pida por sus manos, su simple presencia me lo permite?
Tal vez se trate de encontrar ese punto medio, justo en la intersección entre pertenecer y diferenciarse. Quizás necesite fortalecer mi seguridad personal para no diluirme en los grupos que me dan pertenencia. O tal vez practicar la humildad de dejarme querer desde la ayuda. Sea cual sea el camino, algo tengo muy claro: vale la pena. Cultivar y nutrir nuestra comunidad vale la pena. Quién sabe, algún día te pueden salvar la vida como a mí. En fin…ya veremos.
Luján.mv nos regala una receta familiar para que volvamos a estar todos alrededor de la misma mesa, compartiendo un plato. Comer en comunidad es un acto tan necesario como olvidado. Este invierno que ataca al hemisferio sur, donde están la mayoría de mis lectores, es el momento ideal para volver a las raíces en compañía.
La comida como ritual de unión
Este mes te propongo recuperar la tradición de cocinarle a quienes componen tu comunidad. Compartir un plato único nos iguala con cada cucharón de guiso que viaja de la olla al plato hondo, entre manos que sirven y reparten a cada invitado por igual.
No resulta infrecuente hoy día que nos sentemos en la misma mesa, pero comamos distinto: aquel por sus restricciones alimentarias, este otre porque sigue una dieta, aquella porque no consume carne, el de más allá por reconocerse quisquilloso. También nos acostumbramos a ordenar lo-que-sea mediante una app y a tenerlo en nuestras manos en cuestión de minutos. Cenamos juntos, sí, pero en la reunión suele prevalecer la individualidad por encima del acto comunal de comer todos lo mismo.
Las recetas de olla tienen el poder de transformar los ingredientes más humildes en manjares con muy poco esfuerzo. Solo debemos ejercitar la paciencia para que la cocción lenta conjure su magia. Te presento, entonces, un guiso españolísimo que preparaba mi abuela, quien se lo enseñó a mi mamá, quien me lo transmitió a mí. Ahora, gracias a Juani y su news, llega a tu cocina y tu comunidad.
POTAJE DE GARBANZOS (vegano y gluten free)
· Garbanzos secos, 200 g
· Cebolla de verdeo, 2 unidades
· Dientes de ajo, 3 unidades
· Pimentón dulce, 1 cdta colmada
· Laurel, 1 hoja
· Tomate perita enteros, 1 lata
· Caldo de verduras o agua, c/n
· Papa, 1 unidad grande
· Espinaca o acelga, 1 paquete
· Pimienta negra y sal
· Aceite de oliva, c/n
· Pan de campo viejo, 1 rebanada grande
· Almendras, ¼ de taza
· Perejil fresco, un puñado
Preparación:
Remojar los garbanzos en abundante agua la noche anterior.
Picar la cebolla de verdeo y dos dientes de ajo. En una olla (de fondo grueso, preferentemente) disponer 2 cdas de aceite de oliva y cocinar la cebolla con un poco de sal hasta que quede traslúcida. Sumar el ajo y cocinar 2 minutos, con cuidado de que no se queme. Agregar el pimentón y sofreír unos minutos más, revolviendo constantemente. Añadir los tomates y romperlos con ayuda de una cuchara de madera. Agregar el laurel y los garbanzos escurridos y dorarlos un par de minutos. Cubrir con agua o caldo frío, llevar a ebullición, tapar, bajar el fuego y dejar cocer lentamente durante 60-90 minutos. Transcurrida aprox. una hora, agregar las papas peladas y cortadas en trozos irregulares (algunas se mantendrán intactas y otras se fundirán con el guiso, espesándolo). Salpimentar y verificar que no le falte caldo, teniendo en cuenta que debe quedar cremoso y no líquido.
Mientras tanto, preparar la picada (o majada). Es opcional, pero recomiendo fervientemente que no la saltees porque le brinda mucha textura y sabor. Freír una rebanada de pan viejo en 3 cdas de oliva. Agregar las almendras y el diente de ajo restante y dorar bien. Llevar a un mortero junto con un puñado de perejil y machacar bien hasta obtener una pasta. Si no tenés mortero, podés usar minipimer o procesadora, pero tené cuidado de que no quede demasiado molida. Debe tener textura y pedacitos.
Incorporar al guiso la picada y las hojas de espinaca o acelga crudas. Revolver bien, tapar y apagar el fuego. Dejar reposar 10’.
Para honrar fuerte a mis ancestras españolas, desveganizar al momento de servir con un poco de huevo duro picado.
Anita Zeta nos trae un club de cine en comprimido con una película alusiva. Si sos parte de Patreon, vas a recibir una actividad completa para que uses esta película y conectes con tu deseo de escribir
Un gran chico (2004): nadie es una isla
Will está convencido de que no depende de nadie para subsistir porque tiene todo lo que necesita: casa propia (en Londres), ropa linda, un buen auto, tiempo libre, discos, vinilos y libros, cable y citas casuales, hasta que…
La trama de Un gran chico sigue una fórmula de comedia conocida: la vida de un treintañero solitario, Will (Hugh Grant), cambia para siempre cuando llega a su vida por sorpresa un adolescente aniñado, Marcus (Nicholas Hoult), que está buscando un novio para su mamá depresiva (Toni Colette). Mediante narraciones auténticas pero ingenuas de ambos, nos adentramos a una historia en la que nos damos cuenta qué es lo que nuestros protagonistas buscan antes que ellos mismos.
Algo que también hace que la fórmula de Un gran chico sea clásica es que Will y Marcus no tienen nada en común salvo ellos mismos y esto, para mí, es la fórmula infalible de cualquier amistad. Marcus y Will saben que no encajan del todo en la sociedad, como si la miraran de afuera; Will por esfuerzo propio y Marcus porque está en una edad en la que está mal visto ser distinto. Y es en esta aparente incompatibilidad donde empieza a gestarse la fuerza gravitacional que los atrae uno al otro, día tras día, semana tras semana.
Cuando Juani me avisó que la temática de este newsletter era comunidad, decidí al instante escribir sobre esta película. La primera vez que la vi, habré tenido la edad de Marcus y veía la vida de Will como una ficción lejana. Ahora, estando en su mismo rango etario, la vida de Will me apena. Se suele decir que la casa que habitamos es reflejo de nuestro estado mental o emocional y la casa de Will más que un hogar es una fortaleza de la soledad. A él, superficial a mucha honra, le gusta definirse como cool, y esa sensación de frialdad es exactamente lo que espejan los artefactos metálicos de su casa, las paredes y el mobiliario gris y una pecera donde la vida apenas nada. Will se autoproclama isla y eso, al principio, le enorgullece. Pero una vez que hace frente a la felicidad que estaba eludiendo, la fortaleza se vuelve un castillo de naipes que se desmorona en el instante que se da cuenta de que solo no puede. Necesita a Marcus tanto como Marcus lo necesita a él.
Ambos necesitan tener una red de apoyo de la que ser parte. Marcus la busca en Will y Will la descubre en Marcus. Juntos la crean con las personas que llegan a sus vidas una vez que abrieron la puerta y la dejaron abierta.
Un gran chico es una película feel good que si enseña algo es la importancia de bajar la guardia y buscar apoyo en personas dispuestas a acompañarnos. Como nota final, es una gran adaptación de la novela homónima del escritor Nick Hornby (High Fidelity, Juliet Naked), quien suele mezclar entre sus palabras el sonido de la música como eso que siempre nos acompaña (algo que también está presente en la melancolía optimista de la banda sonora oficial), pero que no es suficiente. Para salir adelante, necesitamos de una comunidad, por más pequeña que sea. En mi caso, la encuentro en mis amistades, mi familia, mis alumnas, en la gente que habla de pelis conmigo y en el corazón de Todo Nuestro Todo Suyo.
Para que consideren su forma de ver la comunidad:
Algo para leer: Otroso, de Graciela Montes, mi libro preferido de la infancia.
Algo para ver: Stolen Youth, un documental que demuestra la diferencia entre comunidad y secta.
Algo para escuchar: este increíble podcast que hace énfasis en abrazar el crecimiento colectivo y separarse de la búsqueda del bienestar personal.
Algo para que sean parte de nuestra comunidad: en julio vamos a trabajar la escritura desde la comunidad. Vamos a explorar las historias que giran en torno a una comunidad, escribir en grupo y repensar nuestros vínculos con los que nos inspiran. En Patreon vamos a leer Olive Kitteridge, un libro premiado de Elizabeth Strout convertido en miniserie. Además, vamos a tener consignas semanales inspiradas en la temática de este newsletter y voy a regalarles un juego narrativo para que compartan con sus amigos, para los que tengan ganas de empezar a llevar su interés por las historias a sus círculos y no sepan cómo hacerlo. Si quieren sumarse, pueden investigar cómo funciona Patreon y encontrar las propuestas del mes en este link.
Algo para que lleven la escritura al próximo nivel: la temática de este newsletter también se tocará en nuestros talleres de Terapia Creativa para Escritores. Cuatro clases de una hora (a veces más, a veces menos), la oportunidad de trabajar de forma individual y en parejas y debates abiertos sobre la temática mensual. Si es tu primera vez participando del taller, tenés un 30% de descuento y si venís con un amigo tenés un 2x1. Encontrás más info en nuestra página y te sumás al espacio contestando este mail.
Los que leen mi diario todos los lunes saben que hace meses vengo cargando con un problema que por momentos pareció imposible de resolverse. No es la primera vez que me pasa algo así. De hecho, en el mismo banquito del Tate que nombré anteriormente, hablé con mi papá sobre los momentos en los que transitar el presente se me hizo insoportable. Cada algunos años me encuentro en una situación colectiva que parece molestarme solo a mí. Al principio me niego a accionar desde mi descontento, hasta que mi cuerpo empieza a defenderse, la situación escala, y ya no me queda otra alternativa que irme. He sido, más de una vez, la persona que queda sola en el ojo de la tormenta. El resto parece aguantar los golpes mejor que yo.
Me ha pasado con trabajos, grupos de pertenencia y más recientemente con la casa donde vivo. Durante estos meses sentí la angustia solitaria que tanto conozco. Sentí vergüenza por no poder adaptarme a la fuerza imparable que intenta hace meses desestabilizarnos. No soy una persona que por naturaleza se queje o pelee. De hecho, muchas veces mi solución es la renuncia, dejar que ganen los malos y escaparme con la poca paz que me queda. Pero a los malos no les gusta que los hagan quedar como malos. Odian a los desertores. Tuve una jefa que se enojó conmigo cuando renuncié a un trabajo que no podía seguir haciendo como se esperaba. Me llamó cobarde y se pasó meses diciéndole a otras personas de la industria que a mí no me gustaba trabajar. Mientras mis compañeras sostenían sus puestos por años, medicando úlceras y tapando el insomnio con café, yo elegí irme, y esto fue imperdonable. Entiendo que estas personas necesitan que me quede, con la cabeza agachada, viviendo bajo sus reglas. Y yo no puedo. Nunca pude quedarme en lugares donde no me siento bien. Por suerte.
Cargué durante estos meses con la culpa de no tener el poder de abstracción que se necesita para soportar caprichos ajenos. Llegué a la conclusión de que quizás lo mejor era irme, como tantas otras veces. Pero lo expresé a mi pequeña comunidad habitacional antes de tomar decisiones, y encontré en su respuesta el alivio que necesitaba. Todavía no podemos cantar victoria, pero estamos cerca. Lo que es más importante, estamos juntas. Ojalá no me toque volver a estar en un lugar donde quieran convertirme en alguien que no soy, pero si me toca, la lección de este año es que no tengo que cargar con todo sola.
Quizás a vos te esté pasando algo parecido. Si es así, te recomiendo que hables antes de irte. Dale a los demás la posibilidad de darte el apoyo que necesitás para quedarte.
Si tenés algo que decirme, ¿me escribís a txt.juana@gmail.com? Sería un honor leerte.
Si querés sumarte a la comunidad que tenemos en Substack y hacerte parte del equipo newsletter, sos bienvenido. Si no, nos veremos de vuelta en tan solo un mes.
Gracias por llegar hasta acá,
Juani
A continuación, te dejo algunos links útiles, que antes solías encontrar a lo largo del newsletter.
No es necesario tener mucho tiempo o energía para cultivar tu amor por la escritura. Si te acercás a nuestro Patreon vas a encontrar diferentes opciones para seguir creciendo en este campo. Este mes, vamos a seguir explorando la temática del newsletter. Si te interesó leerme hablando sobre el tema, imaginate qué interesante va a ser escribir.
Todas Nuestras Palabras tiene varias secciones que llegan a vos con diferente frecuencia. Para entender un poco más, pasá por nuestra página de presentación.
Si querés convertirte en parte de esta familia de desconocidos que ahora comparten una vida, sumate a nuestros talleres. Tenemos clases grupales, individuales y talleres asincrónicos. Conocé las distintas opciones.
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Este espacio funciona a base de amor por la propuesta, libros que leo para crecer todos los días un poco más y Coca Cola que me acompaña cuando tengo sueño. Si quieren ayudarme a solventar esos libritos y coquitas, pueden hacerlo desde cualquier parte del mundo o desde Argentina.
Justo lo que necesitaba, tus palabras hacen magia 🫶
Mientras te leía justo pensaba que estas fábulas lo que nos muestran son lo extremos, para que después nosotros en soledad, luego de haberlas recibido, concluyamos que la mejor posta es la del medio. Ser un poco cigarra y un poco hormiga. Está bueno reunir provisiones, pero sin olvidarse de disfurtar del momento mientras tanto. Yo lo veo mucho en mi trabajo: compañeros que se gastan el sueldo entero en recitales y no ahorran un mango. Y después me veo a mí, que estoy saliendo justamente de una situación pasada donde me gastaba todo en ropa como si el dinero fuera ilimitado. Tuve que aprender a la fuerza quedándome sin trabajo y no pudiendo conseguir durante la pandemia. Me tocó ahí aprender los riesgos de no tener aunque sea un pequeño ahorro. Si, la típica: ¿quién me quita lo bailado? Nadie, pero de esos recuerdos yo no como, y la culpa que me generó no haber pensado en gestionarme a mí misma mi propia seguridad financiera fue horrible. Hoy en día pienso en algo que escuché hace unos días ne un video: "Pay yourself first". Creo que es un poco lo que nos quiere enseñar la hormiga en la fábula, ¿no? Reune provisiones para su yo futura que sabe que las va a necesitar.