Si logro sacarme del centro quizás pueda dejar de hacer concesiones para salir victoriosa, negar mis verdaderas opiniones cuando se vuelven incómodas y encontrar un principio que rija por sobre lo subjetivo. Aceptar la existencia de la envidia sin demonizarla, y aprender qué es y qué dice de nosotros.
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Pensando en voz alta, por
En el podio de cosas que no tolero mirar, la envidia está cerca de convertirse en reina. No existe forma de este sentimiento con el que me sienta cómoda interactuando. No me gusta reconocerme siendo portadora de él ni me habilito a considerar que quizás existen quienes lo sienten hacia mí. Puedo entender su existencia siempre como un disfraz, un manto simple que oculta algo más profundo: un deseo escondido, una vergüenza no trabajada, un anhelo que no se cumple, un dolor ancestral, una inseguridad sensible. Lo que no puedo es aceptarla así, siendo solo eso: envidia pura y dura. Esa sed que aparece cuando vemos al otro con un hueso jugoso, uno con el que soñamos hace años pero nunca tuvimos, o uno que nunca nos había llamado la atención hasta ahora. El impulso por sacárselo de las manos, convencidos de que alcanza con sentir el deseo para ser merecedores. El vacío que aparece al descubrir que, incluso con el él en la boca, seguimos siendo nosotros. La llamada a abrir los ojos otra vez, ansiosos por encontrar un nuevo hueso en el horizonte.
Me cuesta hablar de la envidia y más me cuesta ponerme en el centro de ella, como quien la siente o como quien asume que la recibe, pero puedo llenar la hoja si recurro a la imaginación y construyo un hilo narrativo que nada tiene que ver conmigo. No lo hago porque quiera escribir realmente una historia, las historias son rara vez el punto, incluso cuando sí me convenzo de escribirlas. Lo que quiero, esta vez y siempre, es remover el filtro personal con el que observo los aspectos más complicados de la experiencia humana. Si logro sacarme del centro quizás pueda dejar de hacer concesiones para salir victoriosa, negar mis verdaderas opiniones cuando se vuelven incómodas y encontrar un principio que rija por sobre lo subjetivo. Aceptar la existencia de la envidia sin demonizarla, y aprender qué es y qué dice de nosotros.
Me alejo cuanto más puedo de mí misma, elijo diferencias concretas: un hombre veinte años mayor que yo, talentoso para los negocios y gran jugador de golf. Lo saco de los lugares comunes con un dato curioso inesperado: su banda preferida desde siempre es ABBA, y todas las mañanas de camino al trabajo escucha sus canciones en el auto (en CD, porque la calidad es superior, pero pirateados, porque no quiere rayar los originales). Le doy textura a su historia encontrando su miedo más profundo (empezó a ir a terapia por su fobia a las alturas y ahí descubrió que en realidad le tiene terror a que su empresa se funda) y analizando su deseo más íntimo (él dice que su sueño es sostener la empresa para poder pasársela a sus hijos, pero en realidad lo que quiere es conocer a los miembros de ABBA antes de que se mueran). Normalmente acá se termina mi estudio sobre su persona y empiezan las preguntas que le dan forma a su historia, pero esta vez me detengo a cuestionarme algo nuevo: a quién envidia, y qué cosas de esa persona quiere hacer suyas.
La respuesta aparece rápido: Ariel Ramos, un ex compañero de la escuela. Es interesante que a esta altura de la historia nuestro protagonista no tenga nombre pero Ariel Ramos sí. Nos marca que Ariel Ramos es alguien, un alguien más alguien que el alguien que estamos construyendo, o por lo menos así lo vive nuestro golfista amateur fan de ABBA. Ariel Ramos no es la clase de persona que uno imaginaría que él envidia. No es necesariamente bueno en los deportes ni tiene una empresa familiar, dos cosas por las que nuestro protagonista se siente orgulloso de ser quien es. Tiene una altura promedio, un cuerpo promedio y hasta un nombre promedio. (El mes pasado, sin ir más lejos, le llegaron los resultados de la colonoscopía de otro Ariel Ramos y solo se dio cuenta del error cuando miró la fecha de nacimiento. Por suerte, a ninguno le salió nada raro.) Ariel Ramos es la persona que menos se imaginaría que el golfista lo envidia. No tienen mucha relación entre sí, y para Ariel Ramos nuestro protagonista no es más una nota al pie que por lo general se olvida de leer. No tiene idea de que su nombre aparece en las sesiones de terapia de ese compañero del secundario que tiene una empresa (¿o un estudio de abogados? Ariel Ramos nunca se acuerda). No se le cruza por la cabeza que la persona que más lo piensa después de su madre, su mujer y sus hijos, es el flaco de chomba con el que apenas cruza chistes en los asados, el que jamás se sienta al lado suyo, el que se sentaba dos o tres bancos más atrás en la escuela.
Nuestro protagonista, por su parte, está seguro de que Ariel Ramos nota las rispideces. Sería imposible que Ariel Ramos no se diera cuenta de los comentarios que él suelta en su presencia, y no es que no crea en las coincidencias, pero le parece sospechoso que Ariel Ramos parezca redoblar la apuesta cada vez que se encuentran, como si la brújula que marca su Norte siempre fuese el camino que a él le parece más cuestionable. No hay que irse muy lejos para encontrar ejemplos, porque todos los asados se da la misma escena: Ariel Ramos llega con un vino bajo el brazo, caro y famoso, famosamente caro, uno de esos vinos que uno compra para que todos sepan que comprás vinos caros, pero que sin soda se hacen difíciles de pasar. Nada que ver con los vinos que lleva el golfista, todos orgánicos y comprados en vinerías independientes, o traídos desde Mendoza o San Juan por un amigo proveedor. Igual de caros que los que lleva Ariel Ramos pero mejores en calidad y más bajos en perfil. Vinos que pasan desapercibidos cuando están en la mesa, sobre todo cuando llega Ariel Ramos y deja el suyo ahí, en el centro, para que los demás le digan que está loco, que cómo se le ocurre, que es un asado con los compañeros y tampoco es necesario. Es verdad que después, cuando están comiendo, nadie se acuerda del vino de Ariel Ramos. Los que saben de vinos solo hacen comentarios sobre los que son particularmente ricos, esos nuevos descubrimientos que aparecen de la mano de nuestro protagonista o del Cholo, que es oncólogo y siempre recibe regalos cuando un paciente se cura. Pero igual, a nuestro protagonista le molesta. ¿Por qué se lleva los aplausos, piensa, por algo tan básico, tan repetitivo, tan de manual? No es que quiera que lo aplaudan a él, aunque no le molestaría, pero le molesta, por ejemplo, que nunca lo aplaudan tanto al Cholo. Le molesta el trasfondo de la situación, sentir que se convirtieron en gente que le da más importancia a una etiqueta que al criterio de saber elegir, en boludos que no se dan cuenta que les están vendiendo aire en una bolsa.
Siempre que observa esta escena, piensa en ese cuento que le lee a sus hijos a la noche, el del emperador que deja que dos ladrones le hagan un traje invisible y desfila, desnudo, frente a una audiencia de súbditos que no quieren admitir que no pueden ver la tela mágica. Quiere convertirse en los niños del cuento, esos que anuncian que el emperador no tiene ropa, y gritar él con una inocencia infantil que Ariel Ramos no sabe nada de vinos, que solo compra el más caro porque puede comprarlo y todo el resto lo aplaude porque les gusta tener un amigo que compra cosas caras. Pero no lo hace, porque no es un niño y quiere mantener la paz. Quiere poder seguir yendo a los asados y sentarse lejos del boludo de Ariel Ramos y fumarse los dos comentarios que le hacen cuando deja ese vino de mierda que seguro compra en oferta al por mayor y seguir con lo suyo para poder disfrutar con el resto de sus amigos de un buen asado y un buen vino —el suyo, traído esta vez de la Patagonia, o el tempranillo que trajo el Cholo, que es una maravilla—.
Pero la paz dura poco, porque Ariel Ramos no opera solo en gestos vacíos sino en palabras cizañeras. Nuestro protagonista lo registra enseguida. Lo escucha hablar de criptomonedas con Luis, que acaba de cobrar una indemnización y no sabe qué hacer con la plata. Quiere invertirla, porque andá a saber si alguna vez le entra tanta guita junta, pero la cosa está jodida y no sabe si va a conseguir un trabajo enseguida, y quién te dice capaz le conviene tener liquidez. Luis está pinchado, ya lo contó en el último asado. Pensaba que iba a jubilarse en ese trabajo y en cambio quedó en bolas a los 52 años. Ni siquiera le gustaba mucho lo que hacía, pasarse ocho horas frente a una computadora llenando planillas no es la pasión de nadie, pero le daba estabilidad, y ahora siente que perdió el tiempo, que si hubiera vuelto a la facultad a los cuarenta, o si hubiera puesto ese negocio de empanadas con su hermano, quién te dice, capaz estaría en una igual de jodida que ahora, pero más feliz. Es Ariel Ramos el que empieza a hablar de criptomonedas, claro. Luis no tiene ni idea de qué son, él pensaba comprarse un departamento chiquito y alquilarlo, pero Ariel Ramos ya está explicándole todo lo que él puede hacer ahora que gestiona su plata con billeteras virtuales, y le está prometiendo a Luis que, si él hace lo mismo, el departamentito va a pasar al olvido. Se va a poder comprar un terreno en un country, hacer la casa como quiera, poner una pileta en el living si tiene ganas. El cielo es el límite si uno hace las cosas bien, y hacer las cosas bien para Ariel Ramos es comprar criptomonedas.
Los ojos de Luis brillan, y el golfista no puede evitar acordarse de la cara de Luis cuando él le dijo que si no encontraba nada, siempre podía irse a trabajar con él en la empresa. Iba a ser más de lo mismo, llenar planillas, pero iba a ganar bien y tener veinte días de vacaciones. Luis había dicho que sí, que gracias, que era una oferta fantástica, pero no había parecido del todo convencido, y nunca más le había sacado el tema. Esta vez, escuchando a Ariel Ramos, Luis parece embelesado. Empieza a hacer cuentas en el aire, calculando cuánto tardaría en poder armarse la casa con pileta en el living. Nuestro protagonista no quiere confrontaciones, pero necesita frenar el daño. Hay límites y este es uno. Si Luis pierde esa plata puede quedar en la calle, y tiene pibes chicos.
—Las criptomonedas son un chanchullo, —suelta desde su silla, a dos personas de Luis y tres de Ariel Ramos.
La mesa, hasta entonces dividida en conversaciones, se unifica en un punto.
—¿Vos decís? —pregunta el Cholo. —Mi hijo estaba pensando en meterse en una de esas. Le dije que me traiga el tema estudiado y si vendemos el campo le doy la mitad, pero yo de estas cosas no entiendo nada.
—Son chanchullos, Cholo, —repite. —A ver, si sos uno de estos tipos que andan yendo al espacio, el Elon este, bueno, dale para adelante. Perdés un millón de dólares y qué es, un vuelto. Pero si querés invertir a futuro, es un riesgo. Te conviene tener la plata abajo del colchón y dejar la puerta sin llave, mirá lo que te digo.
En ese momento la conversación se expande, todos tienen una pregunta o una opinión, y nuestro protagonista se echa para atrás, conforme con haber, por ahora, desactivado la bomba. La información es el mejor antídoto, y en el grupo hay gente que sabe. Luis ya está hablando con Walter, que está en la otra punta de la mesa y no había escuchado el tema del que estaban hablando. Walter es el baldazo de agua fría que la situación necesitaba. Un tipo que se hizo de abajo, en los 2000s. Vio uno de esas publicidades de Llame Ya en la tele en la que vendían máquinas para hacer ejercicio en casa. Compró diez, después cien, después pidió la franquicia. Ahora tiene quince propiedades y le puso una hamburguesería al hijo. Jamás en la puta vida lo vas a ver comprando criptomonedas.
Ariel Ramos se echa para atrás, abatido, o por lo menos eso le parece a nuestro protagonista, pero es solo una fachada. Si Ariel Ramos no gana, la empata, y en cuestión de minutos aparece con una nueva. Le empieza a contar a al Cholo que con su mujer abrieron la pareja. La está pasando como nunca, está hecho un pendejo. El otro día hizo un trío, dos minas y él. A la mujer no le molesta porque sabe que después tienen mejor sexo entre ellos. Cuando el Cholo le pregunta, él admite que no está tan copado con la idea de que su mujer esté con otro, pero mientras no se entere está todo bien. No es para cualquiera, claro, pero la podés pasar muy bien si te la jugás. Nuestro protagonista decide, esta vez de verdad, no intervenir, pero piensa en todo lo que podría decir. Piensa en la montaña de información que tiene, toda proveniente de su mujer que es amiga de la cuñada de Ariel Ramos. Podría cantarle la verdad como si fuera un alegato (después de todo, para algo le tienen que haber servido esos cuatro años estudiando Derecho). Cholo, diría, no le creas nada. La mujer de lo venía haciendo cornudo por años y este pavo ni enterado. Cuando ella le avisa que quiere separarse para estar con su amante, él se desespera y le dice que abran la pareja, que no tiene por qué elegir, que él la ama y está dispuesto a compartirla con su amante si eso la hace feliz. Es un farsante, te está vendiendo un cuento.
El golfista siempre le cuenta estas escenas a su psicóloga. No es un tema recurrente porque los asados se dan cada dos o tres meses, pero es lo suficientemente constante como para que Elina, así se llama la psicóloga, lo considere más que un simple momento de descarga, como le dice él, e insista en analizar qué le molesta tanto de Ariel Ramos. Que es un farsante y un cartelero ya se entiende, pero hay algo más, le dice ella. Tu enojo, si te soy sincera, carga un tinte de envidia. Y ahí es cuando él confirma que por algo le paga a Elina hace siete años, los últimos dos en dólares. Ella tiene razón. Es algo que él no quiere tener que reconocer pero es verdad. Hay algo en Ariel Ramos que le genera a nuestro protagonista una mezcla de celos y envidia, bronca y maldad. Le molesta que sus amigos le festejen el vino, que no se den cuenta que los quiere cagar todo el tiempo, que le crean cuando dice que tiene un matrimonio perfecto ahora que no practica la monogamia. Quiere que Ariel Ramos pierda su podio, que dejen de tomarlo en serio, y quiere que lo tomen en serio a él, que compra un vino bueno de verdad, que coge una vez por quincena con la mujer pero siempre la pasan bárbaro, que se esforzó los negocios, o capaz fue suerte como dice Walter, pero definitivamente no tuvo que comerle la indemnización a ningún amigo para irse a Cancún.
¿Es eso? ¿Es que está cansado de que le sostengan la vela a este boludo cuando él tiene que esforzarse el triple para que los amigos lo traten así? ¿Es que le parece injusto lo que representa más allá de las situaciones puntuales? Entiende que no tiene que ver con el vino, tampoco con el puesto de trabajo que le ofreció a Luis. Tiene que ver con lo que significa que a la gente que hace las cosas mal le salgan las cosas bien, aunque no exista realmente lo bueno y lo malo. Lo que no entiende, le dice a la psicóloga, es por qué envidiamos a gente que nos cae mal, o que tiene vidas que tampoco nos interesan tanto. ¿No se supone que envidiamos a gente que tiene cosas interesantes? Una casa más linda que la nuestra, una carrera más exitosa, un talento para algo. ¿Por qué no le dan ganas de ser tan buen jugador de fútbol como Messi, pero no soporta que Ariel Ramos le caiga tan bien a tanta gente? ¿Por qué se siente así si Ariel Ramos le parece un pelotudo y su vida, con sus vinos de mentira, su mujer con amante y sus criptomonedas, un embole?
Entonces la psicóloga le propone un ejercicio: sacate del centro, y mirá esta situación con otros ojos. Imaginate que sos otra persona, alguien distinto a vos. Una chica veinte años más joven. Inventale un miedo, qué se yo, a las palomas, y un deseo personal, cualquiera, el más básico, tener dos hijos, una cosa así. Ahora pensá en la persona que más envidia, dale un nombre, inventale una personalidad. Fijate qué aparece cuando lo pensás así, ¿dale? Y seguimos la próxima.
Fruta de sartén, por
Estoy obsesionada con uno de los emblemas de la cocina española: la tortilla de papas. Envidio a quienes han masterizado su técnica y obtienen ejemplares amarillos brillantes, sin dorar. Envidio a quienes tienen el placer de disfrutar, en casa o en el restaurante, una porción de semejante exquisitez.
Las hay secas y jugosas, según se montan sobre un trozo de pan o se comen al plato. Las hay con y sin cebolla, asunto serio sobre el cual jamás se llegará a un acuerdo. Las hay tan diversas como las familias que las ejecutan y los territorios donde se las prepara.
Su origen se remonta a 1767, cuando en España por fin se animaron a comer ese ingrediente tan extraño proveniente del Perú: la papa. Hasta ese momento, no comprendían el tubérculo y se lo daban a los chanchos. Por necesidad (es decir, por hambre) la “patata” se unió a la familia de preparaciones que se fríen, denominadas “frutas de sartén” ―como los buñuelos y los churros―.
A continuación, te ofrezco una técnica básica que garantizará la tortilla más envidiable: una con centro cremoso, ideal para repujar con pan. La fritura, en este caso, es de carácter obligatorio. Esta no es una receta en donde se pueda hornear para ahorrar calorías. Tampoco te saltees lo pasos de remojar la papa y reposar la mezcla antes de cocinarla. Son estos pequeños detalles los que diferencian una tortilla aceptable de una superlativa.
Una vez que la prepares y domines el procedimiento, se convertirá en el plato más deseado por tus amigues y tendrás que prepararla seguido. Quedás advertidx.
TORTILLA DE PAPAS (para 4 personas)
· Huevos, 4
· Yemas de huevo, 2
· Papas medianas, 4
· Sal y pimienta, c/n
· Aceite para freír, si es de oliva mejor
· Cebolla (opcional), 1
1. Pelar las papas y colocarlas en un bowl con agua fría. Cortarlas primero a lo largo, y luego cada mitad longitudinalmente otra vez. Rebanar entonces finamente y remojar durante diez minutos en agua fría.
2. Colar bien las papas y secarlas. Calentar abundante aceite a fuego medio y freír las papas con un poco de sal, en tandas, sin que se doren. La idea es que se ablanden de a poco y no tomen color. No se deben apurar.
3. Si se usa cebolla, como es mi caso, cortar en rebanas finas y freír lentamente en el mismo aceite.
4. Escurrir bien las papas y las cebollas y colocarlas en un bowl grande. Sumar los huevos y las yemas y corregir el punto de sal y pimienta. Integrar sin batir. Tapar y dejar descansar durante cinco minutos.
5. En una sartén, de batalla o antiadherente, calentar una cucharada de aceite de oliva a fuego fuerte. Verter la mezcla y dejar cuajar a gusto, en mi caso, unos tres minutos por lado (no recomiendo más de diez minutos en total).
6. Para dar vuelta la tortilla, utilizar un plato ligeramente más grande que la circunferencia de la sartén y confiar en el movimiento. Olé, ¡qué bien te va a salir!
¿Qué pasó con Baby Jane? (1962): El espanto de la envidia, por
Por lo general, cuando elijo las películas para mi parte del news, elijo películas, según mi criterio, “lindas” (el adjetivo que uso para describir todo lo que me gusta a pesar de que mi oficio es la traducción y debería tener un vocabulario más extenso a mano) o películas que hagan pasar un buen rato. Pero como justamente el tema de este mes es un sentimiento incómodo, un sentimiento que solemos ocultar o disfrazar de otro más noble y digno para ser personas más buenas o para que nos perciban como tal, supongo que “corresponde” hablar de una película igual de incómoda y difícil de ver: ¿Qué pasó con Baby Jane?, un clásico de Hollywood de 1962.
¿Qué pasó con Baby Jane? es un drama psicológico sobre dos hermanas, Baby Jane Hudson (Bette Davis) y Blanche Hudson (Joan Crawford), antiguas figuras del espectáculo, Baby Jane como estrella infantil de teatro y Blanche como una exitosa actriz de Hollywood. Después de años en la cúspide de la fama, el público pierde el interés en Baby Jane y, cuando el telón se cierra, en el escenario no queda más que oscuridad y silencio. Años más tarde, ya una actriz consumada, Blanche tiene un accidente automovilístico que la deja en silla de ruedas, por lo que queda al cuidado de Baby Jane, quien la detesta hasta los huesos por haber conseguido el éxito que a ella le arrebataron cuando era niña. Es tan corrosiva la envidia que siente por la hermana que la somete a crueldades que tienen de ingeniosas lo mismo que de inhumanas, y que se vuelven más atroces a medida que avanza la película y la locura de Baby Jane. La vida de Blanche llega a correr peligro, pero Baby Jane, todavía vestida y maquillada como cuando era niña, canta y baila ante un público imaginario.
Por supuesto que fuera de la ficción, la envidia es un sentimiento como tantos otros. Por eso, mientras lavaba los platos y pensaba sobre qué película podría escribir, no se me venía a la mente ninguna que retratara la envidia en sí, a no ser que sea de una forma extrema o enfermiza (como es el caso de Baby Jane) o por medio de la comedia como lo hace esa serie de Netflix. Y, dicho sea de paso, también podría indagar por qué son casi siempre mujeres las que encarnan tan horrible y detestable sentimiento, pero no me dan los renglones. De todas maneras, poco se habla de la envidia o poco queremos reconocer que la sentimos (de algún lado sale esa mentira de la envidia “sana”, ¿no?).
Cada tanto me acuerdo de una tarde despreocupada de la adolescencia que estaba con mis amigas, y una le agarró la muñeca a otra y le dijo “¡Envidio tu reloj!”. Todavía me acuerdo cómo me sorprendió que lo enunciara tan de frente y con tanto énfasis. Era mucha la envidia o era muy directa mi amiga, pero era solo un reloj. O quizá no. Dicen que la envidia refleja una carencia, pero yo no creo que sea tan simple, porque la envidia es tramposa. Yo envidié mucho tiempo a una instagrammer. Sus fotos editadas mostraban situaciones perfectas. A ella según ella le pasaban cosas perfectas. Sus seguidoras le decían cosas perfectas. Y yo del otro lado del celular envidiaba a una persona que no conozco recibir elogios de gente que tampoco conozco. ¿Y entonces? ¿Qué envidiaba? Ahí se me ocurre que la envidia también es pérfida porque se aprovecha de la confusión para ganar lugar. Yo no quería elogios sin cara ni un feed perfecto. Quería una vida tan fácil como la que esta instagrammer se empeñaba tanto en mostrar. Lo que me faltaba a mí no era lo que ella tenía. Lo que me faltaba a mí era estar bien. De a poco fui poniendo en orden mis cosas, y mientras más me preocupaba por diseñar una vida tranquila en mi casa, menos necesitaba espiar una vida ajena en las redes. Y es que la envidia, además de tramposa y pérfida, es un monstruo: pierde poder cuando la dejamos de ver.
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Para que aproveches este mes:
Te invitamos a La Ronda, un espacio de exploración narrativa para principiantes curiosos y escritores comprometidos! Si te sumás a nuestro espacio, vas a tener 4 clases para explorar un concepto narrativo usando la temática del mes como hilo conductor.
En agosto vamos a explorar el uso de la voz a través de la temática
🍵 ENVIDIA 🍵, escribiendo sobre los secretos que guardamos.
Este mes te proponemos:
🍵 Estudiar un primer capítulo y analizar la voz de la narradora.
🍵 Trabajar el uso de la voz para darle vida a un relato (propio o de ficción).
🍵 Terminar el mes escribiendo un pasaje que pueda convertirse en un ensayo o en parte de tu novela.
La Academia Autodidacta ahora existe en forma de revista! Ya pueden encontrar la primera edición con: unas palabras sobre la 🍵 ENVIDIA 🍵, a cargo mío, cuatro consignas para que hagan suya la temática, una lista de disparadores para que se lancen a escribir, una selección de recomendaciones literarias, una invitación sorpresa para que exploren su vínculo con las palabras y una hoja de ruta para que hagan un diagnóstico de su práctica. Además, de regalo, una clase gratuita a nuestro taller mensual La Ronda y una reunión de mentoría de 15 minutos.
¿Tenés una idea en mente y querés encontrar la mejor manera de explorarla? ¿Querés explorar tu camino creativo en compañía? Te presento las nuevas modalidades para Mano a Mano, mi programa de mentorías narrativas individuales. Mi mejor propuesta para quienes quieran trabajar su vínculo con la escritura en profundidad. Tres modalidades, para que elijas entre una mentoría continua o te enfoques en un proyecto concreto durante 3 o 6 meses. Dedicación, compromiso y honestidad, sin fórmulas mágicas.
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Carta de la editora
En español, le expliqué a un grupo de alumnos, existe una cosa llamada género gramatical, que hace que que cada sustantivo (persona, objeto, concepto) tenga un género. Esto hace que nosotros, los hablantes nativos de español, veamos al mundo a través de una capa de significado que los hablantes de idiomas sin género gramatical no tienen. Cuando miramos una fuente, instantáneamente la entendemos femenina. No es algo que tengamos que hacer el esfuerzo por recordar ni algo que podamos racionalizar. La palabra “fuente” termina en una letra que no sugiere un género (a diferencia de la “a” y la “o”, y el concepto fuente no tiene nada que lo una al género femenino o a las mujeres, pero nosotros, acostumbrados a entender este objeto a través de los filtros de nuestro lenguaje, interpretamos su forma como intrínsecamente propia de una ella, y le imponemos condiciones similares a las que la sociedad le impone a las personas de este género. La fuente, con sus aguas danzantes, es para nosotros inspiradora, hermosa, delicada. Innegablemente femenina.
Les propuse a mis alumnos, hablantes nativos de inglés, un ejercicio: piensen en un concepto con el que se sientan conflictuados y averigüen su género gramatical. Sabiendo esto, intenten darle a este concepto con el que ustedes luchan tanto una forma corpórea, una personalidad que crezca a partir de este nuevo género descubierto. Tomen, por ejemplo, a la envidia. ¿Qué pasaría si la pensamos como una adolescente incomprendida por otros y por sí misma, llena de emociones pero sin una dirección concreta hacia la cual enfocarlas? ¿Cambiarían nuestros sentimientos hacia este concepto? ¿Nos sería, quizás, más fácil hacer las paces con su existencia, darle un lugar en nuestra vida sin teñirla de juicios o renegar de ella?
Yo quiero creer que sí, que es más fácil aceptar algo cuando deja de ser solo nuestro, cuando lo pensamos como una visita que nos toca recibir en lugar de entenderla como algo interno que nació con nosotros. Me gusta pensar que la envidia, despegada de lo que nos gustaría creer de nosotros mismos, puede ser un punto de encuentro, de partida y de llegada.
Hasta el mes que viene,
Juana
Links Útiles
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