Existe una foto mía, en un vestido de volados muy propio de los 90s, parada al lado de un globo terráqueo, señalando con el dedo el país en el que ahora vivo. No fue una premonición ni un arranque de determinación precoz, sino una foto orquestada por adultos sentimentales: mi tío vivía en Inglaterra en esos años, y la foto era la confirmación de que su sobrina pensaba en él. Esa foto es una representación de conversaciones repetidas. De mi tío hablábamos muy seguido, y yo era consciente de que vivía lejos, en un país que quedaba mucho más arriba que el nuestro, cruzando un parche gigante de azul océano. Con los años, ayudada por esa consciencia temprana, desarrollé un deseo que por momentos tomé como premonición: algún día, yo también me iría.
La mente es una cosa interesante. Se moldea con los momentos más insignificantes, dando como resultado colecciones únicas e irrepetibles de ideas, sospechas y miedos. Supongo que por eso disfruto tanto inventando personajes, encontrando colecciones ajenas y entendiéndolas como si fueran mías. En mi mundo interno siempre existió Londres, y la idea de que quizás entre todas sus calles existía un lugar para mí. Con los años y gracias a las series empecé a incorporar nuevas conciencias, y descubrí que existía Nueva York como alternativa, pero entre ella y yo no existía conexión alguna. A Londres, en cambio, había llegado mi sangre, y esto me traía una seguridad subconsciente. Si la elegía, sería un hogar, una escuela, un escenario.