El tren, al final, siempre llega. Llega tarde, pero llega. Y yo también. Y me gustaría pensar que con eso alcanza.
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Pensando en voz alta, por
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Carta de la editora
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Este es un newsletter largo, que se disfruta mejor si se lee en una sola sentada sin interrupciones. Te recomendamos reservarle una mañana tranquila, o quizás una noche estrellada tomando helado. Si este instante te encuentra con el espacio para leernos, sos bienvenido. Ya podés empezar a leer.
Pensando en voz alta, por
Existe entre la gente que me conoce de forma periférica —amigos de amigos, lectores pasajeros— la idea de que mi trabajo tiene que ver exclusivamente con la escritura, ya sea a través de estos newsletters o dando clases en talleres semanales. Por mucho tiempo me resultó incómoda esta suposición y corría a aclarar y sobreaclarar que este no era el caso, pero la gente que me conoce de forma periférica es por definición gente que nunca recuerda esas aclaraciones y sobreaclaraciones, así que eventualmente renuncié a que se retuviera el dato. En los últimos meses, sin embargo, mi trabajo secundario empezó a cobrar un sentido más profundo en mi entendimiento del mundo, y lo que antes era una aclaración nacida por la culpa de dar una imagen mentirosa ahora es una necesidad. Para escribir lo que quiero escribir, tengo que hablar sobre lo que hago cuando no estoy escribiendo o hablando de escritura.
Doy clases de español hace cinco años, pero en los últimos meses empecé a tener más alumnos, y con eso llegó una rutina diferente. Antes pasaba una o dos horas por semana explicando las reglas de mi propio idioma, ahora son dos o tres por día. Cada alumno tiene una pregunta diferente, nacida de una concepción propia del propio mundo. Entendemos la vida a través del lenguaje, les explico, y por eso muchas de sus confusiones no son lingüísticas sino filosóficas. Un hablante de español no es consciente de las diferencias entre los verbos ser y estar o el género gramatical de las palabras. No necesita reglas para asegurarse un discurso sin errores porque entiende estas particularidades del lenguaje de forma intrínseca. Pero este saber íntimo e intuitivo también nos lleva a sostener principios y valores sin cuestionamientos. No fue hasta que empecé a dar clases de mi idioma nativo que entendí por qué la identidad se siente para mí como algo tan firme (si ser se usa típicamente para esas cosas que nos definen de manera permanente, o al menos estable, cómo no me va a traer una crisis de identidad descubrir que ya no puedo empezar ciertas oraciones con “yo soy” y tengo que cambiarlas por un “yo era”) o por qué veo al sol como un padre estricto y a la luna como una madre permisiva (me podría extender por renglones y renglones porque me fascina la influencia del género gramatical en nuestra percepción subjetiva, pero es mejor redireccionar a los interesados al estudio de Boroditsky, Schmidt y Phillips y seguir). Y no fue hasta que empecé a dar clases de español, entiendo ahora, que pude sentarme a escribir realmente sobre la espera.
No se puede hablar de la espera, el hecho, sin hablar de esperar, como acción. Este texto, como la mayoría de los que escribo, empieza entonces a través de lo que pasa. Un movimiento o, en este caso concreto, su falta, porque esperar es un verbo metafóricamente pasivo. Uno espera sentado, sin hacer, dejando que suceda lo que tenga que suceder. Siempre pensé que era por esto que me llevaba mal con la espera. Soy una persona que llena silencios y da el primer paso, y tener que dejar que otra persona o la vida misma lo hagan por mí me desespera. Des-espera. Me saca del espacio en el que puedo dejar pasar el tiempo, me llena de una urgencia que no sé dónde poner. La espera, pienso entonces, necesita de la paciencia para poder sostenerse. En el momento en que se pierde la calma, el acto se rompe. Quien se mueve deja de esperar, y la pasividad se ve derrotada por un accionar a veces apurado, falto de información, siempre intuitivo, sí, pero también ciego.
Siempre me entendí atravesada por esta imposibilidad de lidiar con la espera, pero no escribí hasta ahora sobre ella, al menos no en profundidad, porque no tenía nada que decir. Sí, me resulta difícil quedarme sentada, como a cualquier persona que vive en el mundo y lucha contra los tiempos que no corresponden a sus deseos, fin del ensayo. Hasta ahora. Hasta ahora, que llevo conmigo varios meses dando clases de este idioma, explicando sus particularidades, conversando no solo sobre las reglas gramaticales que necesitamos sostener para poder comunicarnos correctamente sino también sobre la percepción filosófica del mundo que el idioma moldea en nosotros. Esperar es metafóricamente muchas cosas pero en lo concreto es una sola palabra, mientras que en inglés (el idioma de mis alumnos y el único otro idioma que hablo) es tres:
Esperar, como wait: permanecer quietos hasta que algo suceda.
Esperar, como hope: desear que algo suceda.
Esperar, como expect: dar por sentado que algo sucederá.
El español suele hacer este truco macabro de darnos una sola palabra para decir cosas totalmente diferentes y asumir que vamos a saber distinguirlas sin problemas. Mis alumnos me preguntan cómo sabemos si se está hablando de una hoja de árbol o una hoja de papel y yo les contesto siempre lo mismo: por contexto. Pero a veces el contexto no alcanza. En el caso de la espera, los contextos se confunden. El que espera (permanece quieto) sentado a que llegue el colectivo, espera (desea o da por sentado, depende de las pruebas que tenga) que llegue a tiempo. El que espera (desea) encontrar el trabajo de sus sueños puede investigar el mercado laboral y mandar su currículum, esperando (dando por sentado) que los años de experiencia alcancen para llamarle la atención a un reclutador, pero no puede evitarse el trabajo de esperar (permanecer quieto) a que llegue una respuesta.
En mi historia personal, esta falta de contexto claro es la que me trajo y me sigue trayendo angustias. Me cuesta diferenciar si estoy esperando como quien asume porque tiene pruebas o como quien desea porque tiene esperanza. Me cuesta saber si mi quietud es necesaria porque no me corresponde a mí hacer que las cosas lleguen o si podría tomar un rol más activo y convertirme en quien mueve las olas. Me resulta imposible en el mundo en el que vivo confiar en las pruebas que tengo y saber a ciencia cierta si estoy esperando algo que sé que va a llegar o si por el contrario estoy metafóricamente (y a veces literalmente también) sentada en una parada de colectivo fuera de servicio, perdiendo el tiempo. Cuanto más pienso en la espera y en el acto de esperar en sí, más preguntas encuentro. La que me hizo empezar este ensayo tiene que ver con este último punto: ¿si eso que esperamos nunca llega, estuvimos realmente esperando o solo dejamos que el tiempo corriera, desperdiciándolo, cuando podríamos haber estado haciendo algo distinto, más útil, con nuestra vida?
La cultura de los países en los que se habla un idioma aparece como tópico secundario pero obligatorio a la hora de enseñarlo. No hay lenguaje sin cultura y no hay cultura que no se vea impactada por el lenguaje. En este punto, pienso en la historia de mi amiga que llevó a su marido alemán de viaje a Argentina, y en el asombro de este pobre hombre cuando descubrió que para tomarse un colectivo en el interior de Córdoba no existen aplicaciones del teléfono ni tablas con frecuencias respetadas. “Vos vas a la parada con fe y rogás que el colectivo llegue en la próxima media hora,” le dijo mi amiga, y yo pienso ahora que hay algo de nuestra permanencia en la quietud que está directamente unido a la esperanza, y nuestra esperanza particular demanda mucha paciencia. En nuestro país hay menos garantías y mucha más fe. Esperamos quietos y llenos de deseo de que las cosas se den como soñamos, porque a diferencia de otros lugares donde existen los trenes que llegan a tiempo y las oportunidades que eventualmente se dan, nosotros no tenemos pruebas. Es imposible saber si la raíz de esperanza viene de la espera como deseo o la espera como renuncia a que el tiempo pase al ritmo que tiene que pasar, pero igual nosotros esperamos, con esperanza, tratando de no mirar tanto el reloj.
Algo que une a las tres definiciones de esperar, entiendo ahora, es el hecho de que el futuro aparece en todas ellas. El futuro de los próximos cinco minutos, en los que no podemos hacer nada más que aguardar a que nos toquen el timbre. El futuro que soñamos y que ponemos al frente de nuestras decisiones. El futuro que asumimos llegará como consecuencia directa o indirecta de nuestras acciones concretas. El futuro como misterio innato, una pregunta que nunca se puede contestar, porque apenas se vuelve claro deja de ser futuro y pasa a ser presente o pasado.
La espera, entonces, es lo que hacemos mientras el mañana es todavía una pregunta. No importa si es un riesgo calculado, un deseo que se suelta en forma de suspiro, o una sospecha. Cuando uno espera, lo que sobra es tiempo. Dejarlo correr angustia, pero quizás la mejor forma de sostener ese espacio de pausa sin convertir el acto pasivo en un impulso apurado es saber cómo llenar las horas. Distraernos del reloj que corre, negar el paso de los meses, convencernos de que aunque haya pasado un año seguimos siendo jóvenes. Y escribir, mientras tanto, porque las mejores esperas son las que se registran.
Mañana es mejor (pero siempre es hoy), por
Cuando escribí sobre la paciencia dije que había que plantar la semilla y esperar. No recuerdo muy bien a qué me refería, pero seguramente hablaba de mi proceso de escritura y de cómo intentaba enseñarles a otros a tener paciencia en mi trabajo. En ese entonces, estaba a días de recibirme, trabajaba muchísimas horas en varios lugares diferentes, y aprovechaba cada rato libre para sentarme a escribir. Hoy, más de un año y medio después, mi vida no tiene nada que ver con eso. Pienso entonces, si tiene sentido ver si hay frutos en aquello que planté.
Decía que mi vida era muy distinta porque aunque en aquella época estaba transitando un camino que requirió de muchísima paciencia, nunca había tenido que enfrentarla con tanta voluntad como unos meses después. Siempre fui una persona muy ansiosa, y el no saber qué me deparaba el futuro me volvía loca. Pero cuando llegó el momento, transité todo mi embarazo con una paciencia inimaginable para mí. En ese momento, me invadía la calma, y el tener una noción de qué venía después me daba tranquilidad. No tenía por qué preocuparme por algo para lo que faltaba muchísimo tiempo. No podía saber el sexo en la semana 8, ni si estaba bien ubicada en la semana 15. Lo que no sé hoy lo sabré mañana, solía pensar. Por supuesto que había una infinidad de cosas que no sabría por mucho tiempo, pero intentaba que aquella calma conseguida me ayudara a sobrellevar la llamada Dulce Espera. Hablo de que tuve paciencia porque sabía que lo mejor estaba por llegar.
Ahora que llegó, no pienso en lo que va a venir después, pero tampoco necesito paciencia para transitar esta espera. En verdad, no existe tal espera. Supongo que es por eso que estoy logrando algo que tampoco pensé que podría lograr: habitar el presente como nunca antes. No espero nada en especial porque ella me sorprende día a día. Intento ver la vida a través de sus ojos. Me asombro de las cosas más simples, me alegro con su canción favorita, sonrío cada vez que veo pasar al gato. Cuando se trata de ella solo vivo el hoy.
Cuando se trata de mí, en cambio, habito en la espera. No me vuelve loca la idea de volver a ser quien era, sé que no es posible y, si me soy honesta, tampoco es lo que quisiera. Este momento se siente un poco como el paso de los veinte a los treinta. A los veinte creí que estaba viviendo el mejor momento de mi vida, pero a los treinta realmente pude entender quién soy. Ya no me da vergüenza ese hobby que tuve a los 12, y dormir temprano un viernes ya no me da culpa sino placer. Pero aquel recuerdo de cómo era mi vida antes a veces me invade y me hace extrañar momentos. Digo que habito en la espera porque aunque ahora estoy feliz y conforme con mi nueva versión y la disfruto incluso más de lo que pensaba, el mundo siguió girando y yo no sé cuándo me podré volver a subir. Una cosa era aquella espera que duraba nueve meses, pero otra muy distinta es esta, que no tiene un tiempo determinado. Mi versión anterior parece estar esperándome pero yo no sé cuándo nos podremos reencontrar.
Si me pongo a pensar en el aprendizaje que llegó con mis treinta, entiendo que en verdad nunca podré volver a ser quién era, porque la que soy ahora tiene una sabiduría que antes no tenía. Creo que los frutos tienen que ver con integrar a aquella que era con la que soy ahora y, por qué no, con la que seré. Vivir en el hoy sin pensar en el mañana, pero con la certeza de que será lo mejor que alguna vez viví.
La contracultura de la espera, por
La espera incomoda cuando se acelera el mundo alrededor, incluidos los tiempos en los que, se supone, deberíamos lograr tal o cual cosa.
Hoy se buscan resultados rápidos en la cocina y en la vida: bajar de peso, ya; dejar de sentir, ya; abrir un paquete, ya, y calentarlo en treinta segundos o cocinarlo en tres minutos.
Esta velocidad también, pareciera, debería aplicarse a nuestras profesiones. Se espera de una cocinera, como tantos otros oficios, que además sea creadora de contenido. Me niego a aceptar al algoritmo como única métrica de existencia en el panorama gastronómico. Me resisto a los videos de “Un día de chef privada en Harrods London”. Me rehúso a vender consejos sobre cómo hay que vivir.
El algoritmo no amplifica mi trabajo y hace tiempo acepté que está bien. Que es una decisión porque prefiero apostar a algo más. A lo lento, a la palabra, a los procesos largos. El resultado tarda, pero cuando aparece es tanto más dulce.
Hoy te traigo una receta de kimchi muy accesible, para introducirte en el mundo de las verduras fermentadas, pero también una noticia emocionante. Aboné un camino alternativo para mi amor por la comida, el que une alimento y textos. Esta semana en Madrid se presenta Escribir Gastronomía 2024, libro donde fui seleccionada como representante de la mejor escritura gastronómica de habla hispana del año con esta newsletter. Ahora la espera difícil es la de tener el libro en mis manos, pero habrá valido cada momento de duda y bajón.
Quien sabe comer, sabe esperar.
Quien sabe soñar, también.
KIMCHI BÁSICO
Ingredientes:
✔️1 repollo akusay o blanco grande
✔️250 gr de zanahoria
✔️3 tallos grandes de verdeo
✔️1 cabeza de ajo
✔️1 cebolla mediana
✔️1 pera
✔️2 cdas de jengibre
✔️1 taza de gochugarú (chile coreano), ají molido o chilli flakes
✔️2 cdas de azúcar
✔️sal gruesa
✔️C/n de agua muy salada (como de mar), para la versión vegana, o salsa de pescado
👩🏽🍳 Preparación:
1. Cortar el repollo en trozos de aprox 2 x 5 cm (no necesita ser prolijo ni perfecto). Colocar un bowl grande en la pileta de la cocina, allí disponer el repollo, agregar 1/4 taza de sal gruesa, agua hasta cubrir y dejar reposar 1.30 h, dando vuelta cada tanto.
2. Mientras tanto en la procesadora o vaso de la minipimer colocar, la cabeza de ajo pelada, la cebolla pelada en cuartos, la pera limpia, el jengibre pelado, el ají molido, el azúcar y medio vaso de agua salada (o ¼ de taza de salsa de pescado).
3. Procesar y seguir incorporando agua salada de ser necesario hasta formar una pasta espesa, pero que corra. Reservar.
4. Cortar la zanahoria en fetas finas y luego en bastones que parezcan fósforos. Cortar el verdeo al bies. Mezclar ambas verduras con la pasta que hicimos antes.
5. Descartar el agua del repollo y enjuagarlo bien con más agua. Colar.
6. Por tandas, colocar repollo en un bowl con una cucharada generosa de las verduras y la pastita. Con guantes de látex, masajear bien las hojas y mezclar para que cada una se impregne de la preparación picante.
7. Repetir el proceso hasta terminar con todo el repollo.
8. Colocarlo en un frasco de vidrio o tupper grande. Dejar fermentar en un sitio oscuro y seco 5 días antes de consumir.
9. Va a ponerse ácido y a largar mucho liquido. Ya empezó la fermentación. A mí me gusta más fermentado así que lo dejo afuera un par de días más. Para ralentizar la fermentación, metemos el frasco en la heladera. Cada vez se va a poner más ácido, solo significa que sigue su proceso. Cuanto más ácido, más jugo, más concentración de sabor, y mejor para usar en sopas y guisos (con todo el líquido).
Vidas pasadas (2023): lo que supo ser y lo que ya no es, por
Como bien indica su nombre, Vidas pasadas, logrado debut cinematográfico de la guionista coreano-canadiense Celine Song, es una película que explora la trascendencia de las relaciones humanas, marcadas por las decisiones personales y la inevitabilidad del paso del tiempo. Con todo eso, Vidas pasadas termina siendo, para mí, un hermoso y melancólico ensayo visual sobre esperar.
La película tiene como protagonista a Nae Young (o Nora), una niña que a los 12 años se muda con su familia de Corea del Sur a Canadá y debe dejar atrás a su casi noviecito de primaria, Hae Seung. A los 24, por obra y gracia de Facebook, Nora, ahora radicada en Manhattan, encuentra a Hae Seung en las redes y así es como los dos entablan una relación a distancia. Se cuentan del día, se acomodan a los tiempos del otro, especulan cuándo podrían viajar a verse. Parece que lo que empezó hace doce años todavía está ahí. Pero, a diferencia de otras películas de amor, donde la química de la dupla traspasa la pantalla, acá sentimos que hay algo que no encaja y el problema no es la diferencia horaria. El amor que se tenían de niños hoy queda anclado en palabras que no logran cruzar el mar. Nora empieza a sentirse estancada y pide tomarse una pausa para dedicarse a la dramaturgia. Triste, Hae Seung hace caso.
La pausa dura otros doce años.
Acostumbrada a ver ficción en la que se romantiza el pasado o las relaciones reincidentes porque “por algo será”, Vidas pasadas llega como un soplo de aire fresco. Es de esas películas tranquilas y sutiles que me gustan, donde la vida es lo que transcurre en la calma del porvenir. Los colores son neutros; las voces, serenas; la música, delicada. Es una película que fluye con total naturalidad. Con esta facilidad, Celine Song introduce (quiero creer que sin la pretensión de reemplazar el concepto del hilo rojo —ya deshilachado de tanto manoseo—) el concepto coreano y budista de in-yun. Si entendí bien lo que Nora le explica a su marido, Arthur, cuando se conocen, el in-yun sugiere que dos personas están conectadas por sus vidas pasadas, aunque apenas crucen camino en esta. Según este concepto, cualquier vínculo personal está destinado a ser. Es providencia. La verdad es que suena muy romántico y es una idea por la que es fácil dejarse llevar, más si esperas reencontrarte con un amor, pero ¿y si no creés en vidas pasadas?
El tiempo pasa, pero dejar que el tiempo pase inexorablemente implica una espera. Como dice Federico Falco en Los llanos, “hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para la siembra. Un tiempo para la cosecha. Un tiempo para la llovizna. Un tiempo para la sequía. Un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo”. Doce años después de reencontrarse, veinticuatro años después de despedirse, Hae Seung y Nora finalmente vuelven a verse en persona. A pesar de que cada uno continuó con su vida, no dejaron atrás la noción romántica de su conexión. Pero entre tanto recorrer el pasado y escenarios de fantasía, ¿qué lugar queda para vivir la vida presente? El lazo que los unía dejó de existir cuando ellos dejaron de existir en la vida del otro, aunque esto de ninguna manera niega que el lazo alguna vez existió. Todas las miradas que cruzan les dicen lo que no se animan a reconocer, hasta que, en lo que me parece una muestra de amor puro y genuino, Hae Seung se sincera con Nora y le confiesa que le gusta porque es lo que es, “una persona que se va”. Eso es lo que tiene la espera: una vez que termina, puede dejar sabor amargo.
Vidas pasadas cuenta una historia de amor, inmigración, identidad y paso del tiempo, y de todo lo que los años entretejen en el medio. Allí germina una espera, pero no la de la paciencia certera de que algo va a llegar, sino la espera de comprender que el tiempo no está en nuestras manos, y que las cosas pueden llegar como pueden que no y que, al fin y al cabo, la desilusión es tan posible como la felicidad.
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Carta de la editora
Estoy pasando esta primavera (casi verano) de tren en tren, viajando por lugares de este país que hasta ahora no conocía. A veces muy cargada, a veces con solo auriculares y un libro en la cartera, siempre esperando más de lo esperado. A diferencia de los colectivos rosarinos, los trenes de este país sí tienen un horario fijo, pero rara vez los respetan. En un día de suerte el retraso será de diez minutos, en una semana de calor como la que acaba de pasar un incendio en las vías puede hacerte llegar a casa tres horas más tarde.
No me gusta esperar un tren o esperar adentro del tren, pero tengo que reconocer que esta espera me enseña mucho. Mi bronca hacia las compañías que cobran el precio de un vuelo a Italia por un viaje en tren de dos horas que termina tardando cuatro sigue existiendo, pero al tren lo perdono, y al conductor también. Me hacen sentir comprendida. Yo también me pongo fechas límites que nunca cumplo, yo también me siento corriendo detrás de un cronograma que no puedo cumplir. Y sé que la bronca se iría si las expectativas fueran más bajas, si el servicio fuera más barato y la tardanza se diera por sentada y los conductores dejaran de pedir perdón como un hombre que te jura que esto nunca la pasó. Si todos, colectivamente, asumiéramos que esto pasa. Que el tren no va a llegar siempre a horario, y los cronogramas son más figurativos que otra cosa. Si las empresas de transporte dejaran de sacar esas publicidades que pintan a su servicio como uno idílico y pasaran a relajarse un poco, reconocer que son solo una empresa de transporte, y nada tiene por qué ser tan solemne.
Porque el tren, al final, siempre llega. Llega tarde, pero llega. Y yo también. Y me gustaría pensar que con eso alcanza.
Hasta el mes que viene,
Juana
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Catálogo completo de Todas Nuestras Palabras (2021-2024)
Comprá el libro de Juana, Tu amiga, la escritura (desde cualquier lugar del mundo!)
Esta escritora rechaza el intento por impulsar el engagement y reza por el regreso de un vínculo escritor/lector que exista en lo privado y lo honesto. En línea con esta idea, los comentarios de En Borrador estarán cerrados.
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