La intimidad es justamente eso: abrir la puerta. Abrir la puerta y dejar entrar, haya lo que haya, tengas lo que tengas. Estés como estés.
Antes de empezar
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.Para mayor claridad, incluimos un índice de nuestras secciones:
Pensando en voz alta, por
, directora en Todo Nuestro, Todo SuyoEnsayo personal, por
, coordinadora del taller grupal La Ronda (de vuelta de su licencia por maternidad, bienvenida!)Receta narrativa, por
Club de cine, por
Anuncios e Invitaciones
Carta de la editora
Links Útiles
Este es un newsletter largo, que se disfruta mejor si se lee en una sola sentada sin interrupciones. Te recomendamos reservarle una mañana tranquila, o quizás una noche estrellada tomando helado. Si este instante te encuentra con el espacio para leernos, sos bienvenido. Ya podés empezar a leer.
Pensando en voz alta, por
Reconozco que mis patrones de pensamiento son demasiado estereotipados. Cuando pienso en la palabra intimidad, lo primero que aparece es un lugar común: el roce de una mano con la mía, un lenguaje inventado que solo existe dentro de una pareja, compartir un hogar o más específicamente una cama. Me sorprende, porque los años de mi vida que pasé teniendo acceso a esta clase de intimidad son pocos. Ni siquiera tres dentro de treinta y dos. Pero tengo el vicio de dejar que las historias me digan cómo pensar y me dejo llevar río abajo por aguas narrativas conocidas, hasta que termino en charcos comunitarios que para mí se sintieron siempre como una tierra extranjera. No es grave, pero no nutre mi condición de escritora. Para escribir, tengo que hacer el esfuerzo de que aparezcan cosas distintas, reflejos de la intimidad que conozco desde que tengo uso de razón, esa a la que siempre tuve acceso, con o sin una relación amorosa. Podría nombrar apodos familiares o costumbres que en su repetición se convirtieron en instituciones, pero me interesan más las heladeras.
La heladera de mi casa siempre dijo mucho de nosotros, tanto que creo que alcanza con enumerar sus contenidos a través de los años para conocer nuestra historia. No tengo que explicar que mi hermano y yo teníamos estómagos débiles y una madre que creía en los avances científicos, alcanza con contar que en los 90s siempre merendábamos un vaso de Leche Bio. No necesito irme por las ramas contando la historia de ese árbol que mi papá había plantado en el jardín de mi abuela, cómo descubrimos que sus frutos eran tóxicos, capaces de causar una reacción alérgica severa, o por qué a los ocho años descubrí que la palabra celulitis no es solo ese monstruo que ataca la vanidad de las mujeres, sino también una infección grave a nivel celular. Alcanza, de verdad creo que alcanza, con contar que durante un año desayuné mirando la jarra de plástico donde estaba el sachet de leche—de vaca y entera, común y corriente, porque la Leche Bio era cara y alcanzaba con solo un vaso por día—con un papel pegado que decía VACUNA ORAL JUANA. No tengo que dar detalles innecesarios de los años duros, esos en los que la plata empezó a hacer falta. Puedo dibujar, si quiero, nuestra heladera en los 2000s: la lenta colonización de las marcas genéricas del supermercado, hasta que no quedó ni un producto La Serenísima, el tupper gigante donde guardábamos el pan casero sin conservantes, más rico y mucho más barato que el Bimbo de mi infancia. No tengo que aclarar que tuve mi época de adolescente que ignora que la peor celulitis es esa infección grave a nivel celular y le tiene terror al otro tipo, el que se instala como tópico de conversación cuando empieza a hacer calor y hay que decidir entre seguir usando pantalones largos o animarse a ponerse un short. Alcanza con contarles que en esa época en mi heladera siempre había botellas de Gatorade llenas de té verde, frascos de mermelada BC y queso crema light. Y si alguien ignorara a esta altura que hace años que en mi casa no entra siquiera una pizca de gluten, bueno, tampoco es necesario hacer aclaraciones. Alcanza con que abran la heladera y jueguen a buscar un alimento que no tenga el logo del trigo tachado. Van a perder, pero quizás se entretienen un rato.
Nunca reviso los botiquines de las casas ajenas, no puede interesarme menos qué medicamento o crema particular la gente usa regularmente, pero me fascinan las heladeras. No las abro sin el consentimiento del dueño, pero cuando consigo una esquirla de permiso allá voy. Pasame la leche, me dice mi amiga mientras hace un puré, y yo escaneo los estantes fríos en los tres segundos que se me permiten. Siempre descubro algún tipo de magia, una capa de entendimiento de la persona que hasta entonces no tenía. Pienso en esa tía abuela que dejaba las llaves en el estante donde van los huevos. Pienso en ese chico que siempre tenía un nuevo paquete de hojas verdes que jamás se convertirían en ensalada, destinadas a pasar al olvido al fondo del cajón. Pienso en esa amiga que tenía el freezer lleno y la heladera vacía, excepto por dos botellas de vino rosado. Pienso en cómo en estos detalles entran más historias que en cualquier anécdota o caracterización. Pienso que no hay muestra más precisa de nuestro mundo interno que eso que elegimos poner en ese mamotreto que nos acompaña con su ruido de fondo.
Lo que más me conmueve de la intimidad es su particularidad. No existe una persona que tenga la misma colección de objetos que yo, le dije a mi novio hace algunas semanas. Incluso si alguien comparte conmigo un gusto por los best sellers de moda, no los va a estar exponiendo en su living junto con los cuentos que me leía mi abuelo. Lo mismo pasa con los contenidos a simple vista inconexos de nuestras cocinas. En la combinación de las particularidades aparece algo más grande: ese yo que tanto buscamos definir, el nosotros de intenté construir toda mi vida. Lo que quiero decir es que si tuviera que mostrarles la intimidad de mi pareja, los direccionaría a nuestra heladera. La leche de avena sin gluten, ese santo grial que combina su intolerancia a la lactosa con mi celiaquía, reposa al lado del café que con el tiempo me acostumbré a refrigerar. Siempre hay un poco de pollo, el tipo de carne que mi familia menos compraba, y latas de Coca Light, una adicción que yo incorporé a nuestra vida. Con el tiempo aprendí a hacer lugar para los ajíes y las salsas picantes, y logré defender el espacio que necesita mi mantequera de cerámica. Lejos está de ser el tipo de heladera que hubiese imaginado antes de conocerlo, pero hoy es mi espacio seguro. Siempre encuentro lo que necesito, siempre sé lo que hace falta comprar.
Si la intimidad aparece de forma más obvia en esos espacios que uno construye sin darse cuenta, como los estantes de una heladera, entonces la construcción de una intimidad compartida también se da de forma inconsciente. Esto es algo que me sirve entender. Tengo una tendencia a la preocupación de la que me cuesta despegarme, y en este momento mi mayor preocupación tiene que ver con la historia en conjunto que estoy escribiendo. Todas mis pesadillas despiertas giran en torno a lo mismo: descubrir, algún día en el futuro, que no supimos ver las señales a tiempo, y que terminamos siendo protagonistas de una dinámica que no funciona. Las narrativas conocidas me agobian una vez más. Sé todo lo que puede salir mal, conozco todas las historias de terror, y sé que el punto en común que comparten es la absoluta ignorancia de los comienzos. Los peores finales, quiero decir, fueron alguna vez un comienzo con esperanza. Que hoy todo parezca idílico no me alcanza para dejar de anticiparme a posibles anuncios de que estamos dejándonos caer. Necesito más. Por eso pienso en las heladeras, en las colecciones de libros, en las intimidades que nos permitimos construir de a poco sin hacer un esfuerzo por analizarlo todo.
Lo más preciado de mi presente es una colección de códigos y rutinas que establecimos sin darnos cuenta. En todo eso que empezó como un chiste y quedó, ahí está la mayor prueba de mi historia de amor.
Es nuestro, por
Empecé a escribir un texto larguísimo, lleno de metáforas y con mucho palabrerío. Quise poner en palabras sentimientos tan profundos que terminé hundiéndome en ellos. Entendí, mientras lo intentaba, que la intimidad está en lo pequeño, en lo simple, en los momentos.
Es ese idioma que inventamos y solo nosotros entendemos.
Esa mirada que nadie más ve.
La manito agarrando mis dedos.
Es el llanto a medianoche seguido de la risa entre lágrimas.
La sonrisa que no llega a la foto.
La foto que no quiero compartir con nadie
porque es mía, y de ella, y de nadie más.
Estuve a punto de caer en el error de develar lo íntimo, lo que nos hace sentir especiales. Prefiero guardarlo, es nuestro.
Para intimar con unx mismx, por
Procure la intimidad cuando no le quede nada. En serio, hágame caso.
Cuando el vacío sea total, quedará reencontrarse con lo que solo a unx le pertenece: mapa sagrado de historia, gusto personal y conexión reservada para unxs pocos.
Siga su intuición con confianza ciega. No cuestione por qué. Escuche esa voz interna que le indica un camino, un ingrediente o una técnica de cocina. Convendrá asumir la tarea con voluntad inquebrantable y no eliminar anticipadamente ningún plato.
Cuando se halle bien perdidx, inapetente inclusive, tan solo ríndase al impulso.
Un pancho de paradx mientras espera el retorno a casa. Una bandeja de sushi compartido con la amiga que también trajo flores. Arroz blanco con manteca, queso y huevo.
En mi caso, la lasagna blanca inventada por Mamá; una receta que, hasta donde sé, solo se probó entre las cuatro paredes de mi casa.
En ese hogar que aún huele tan claro en mi memoria.
En esa intimidad que aún paladeo en el recuerdo (y puedo emular en mi cocina).
LASAGNA BLANCA DE SUSANA
Ingredientes (para 3-4 porciones):
🔸1 paquete de masa para lasagna precocida
🔸200 gr de Ricotta entera de buena calidad
🔸1 diente de Ajo
🔸Ralladura de 1/2 limón
🔸100 gr de Jamón cocido
🔸2 Huevos
🔸1 Choclo
🔸200 gr de Muzzarella
🔸4 cdas de Queso rallado
🔸500 cc de Salsa blanca, hecha con abundante manteca, pimienta negra y nuez moscada
🔸1 cda de Pan rallado
🔸Sal y pimienta.
Preparación:
1. Mezclar la ricotta con sal, pimienta, el ajo picado y la ralladura de limón.
2. Hervir los huevos y el choclo por separado.
3. Desgranar el choclo y cortar los huevos en rodajas.
4. Remojar las hojas de lasagna como indica el paquete y secar bien con un repasador.
5. En una linda fuente disponer las capas del siguiente modo:
1. Salsa blanca
2. Masa
3. Salsa blanca, mezcla de ricotta, jamón, muzzarella y más salsa blanca
4. Masa
5. Salsa blanca, choclo, huevo duro, muzzarella, más salsa blanca
6. Masa
7. Salsa blanca, queso rallado y pan rallado.
6. Hornear a 200 grados durante 30’, hasta que los bordes burbujeen y se vea bien dorada.
7. Dejar enfriar diez minutos antes de servir para que no se desarme.
Hojas de Otoño (2023): animarse a abrir la puerta, por
En un departamento chico vestido con paredes de color y muebles justos vive Ansa, una mujer de unos ¿cuarenta? años que, cuando llega a su casa después de trabajar, se sienta a la mesa a escuchar la radio. En alguna otra parte de Helsinki vive Holappa, un hombre de también unos ¿cuarenta? años que siempre lleva con él una petaquita (por si acaso) y que termina el día leyendo en su litera. Aunque no pasa nada, tampoco tienen tiempo para que pase mucho, porque a la mañana siguiente se deben levantar para repetir la misma rutina cansina. Así transcurren las vidas de los protagonistas de Hojas de Otoño (2023), una película finlandesa dirigida por Aki Kaurismäki.
Como venía contando, los días de Ansa y Holappa son todos iguales y, gracias a la dirección voyerista de Kaurismäki, nosotros los seguimos de cerca, casi que los espiamos. Ansa trabaja en un supermercado como repositora, hasta que la echan por querer llevarse a casa un sándwich vencido, y Holappa trabaja (y vive) en una metalúrgica hasta que lo despiden por trabajar borracho. Kaurismäki construye un retrato íntimo de dos adultos siguiendo cada paso de sus solitarias y austeras vidas, cuyo único sustento es una rutina lacónica e invariable de noticias de guerra en la radio y vodka de desayuno en el trabajo. Todo cambia cuando un viernes a la noche, acompañando cada uno a amigos más extrovertidos, Ansa y Holappa cruzan miradas en un karaoke (donde en otro momento se puede escuchar Arrabal Amargo de Carlos Gardel, como para que se den una idea de qué tipo de karaoke es). A los días, vuelven a cruzarse justo cuando Ansa pierde otro trabajo. Holappa la invita a tomar un café y, como estuvo bien, después la invita al cine. Pero al silencio de la soledad sin querer se le agarra gusto, así que hablan poco. Aun así, él le pide el teléfono, ella se lo anota en un papel. Cuando quizá creían que podía aparecer algo nuevo a lo que pudieran acostumbrarse, Holappa pierde el papel con el teléfono de Ansa, y así sucede el primer desencuentro.
La particularidad de esta comedia romántica, además de que transcurre en las calles frías y grisáceas de Helsinki y en interiores despojados, es que sus protagonistas no son ni jóvenes ni encantadores. Como casi todos los personajes de Kaurismäki, quien es reconocido por haber dirigido la Trilogía del Proletariado (Sombras en el paraíso [1986], Ariel [1988] y La chica de la fábrica de fósforos [1990]), Ansa y Holappa están cansados, abatidos, diría que están a punto de caer vencidos por el peso de un sistema que aniquila el espíritu, oprime el deseo y, me atrevo a agregar, enmudece el amor. El exquisito logro de Kaurismäki es encontrar la comedia y el romance en un paisaje que uno sabe es de lo más desolador.
Para terminar, debo avisarles que, si bien es una comedia romántica, hay pocas sonrisas, poco contacto físico, y el humor se inmiscuye –tímido pero contundente— en los pocos diálogos que hay. Aun así, Hojas de otoño cumple con la premisa inequívoca del género: ayudarnos a recuperar nuestra fe en el amor en 90 minutos o menos. Hoy escribo sobre Hojas de Otoño porque, así como Kaurismäki nos deja entrar en las vidas solitarias de Ansa y Holappa y así los acompañamos en el rato que trabajan, leen, se sientan en sus casas y vemos en sus ojos tristes cuánto anhelan acercarse, por su lado, Ansa y Holappa, a su tiempo –y quizá con lo último que les queda de esperanza— se dejan entrar mutuamente, y pienso que la intimidad es justamente eso: abrir la puerta. Abrir la puerta y dejar entrar, haya lo que haya, tengas lo que tengas. Estés como estés.
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Para que aproveches este mes:
Te invitamos a La Ronda, un espacio de exploración narrativa para principiantes curiosos y escritores comprometidos! Si te sumás a nuestro espacio, vas a tener 4 clases para explorar un concepto narrativo usando la temática del mes como hilo conductor.
En junio vamos a explorar el uso de la construcción de escenas a través de la temática 💌 INTIMIDAD 💌, escribiendo alrededor de las historias de amor impensadas.
Este mes te proponemos:
💌 Estudiar un cuento y analizar las escenas elegidas para contar una historia.
💌 Trabajar la construcción de escenas para darle cuerpo a un relato (propio o de ficción).
💌 Terminar el mes escribiendo un pasaje que pueda convertirse en un ensayo o en parte de tu novela.
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Carta de la editora
Entre los días que pasaron desde que escribí el ensayo de este newsletter y esta mañana en la que estoy dándole los puntos finales, tuve oportunidades de observar varias intimidades de cerca. Propias y ajenas, tentadoras y problemáticas. El punto que apareció y que no había tenido en cuenta hace algunos días es su mutabilidad.
La intimidad no puede ser definida ni encerrada, se mueve más rápido que el lenguaje. Cuando alcanzo las palabras que podría usar para explicar su forma, descubro que ya no sirven. En su lugar hay otro agujero indefinible, la nueva forma de la intimidad que apareció mientras yo hacía el esfuerzo por dibujarla.
En el movimiento encuentro la promesa de un mañana. Siempre habrá una próxima forma, un próximo secreto compartido. No sé quiénes seremos en los años que sigan, ni siquiera puedo imaginarnos dentro de un mes, pero sé que seremos únicos. No hay lenguajes repetidos ni colecciones de códigos intercambiables. Solo yo soy hermana de mi hermano, novia de mi novio, hija mayor de mis padres.
En las palabras que me permito poner en este espacio aparece una intimidad también mutable. Cambiará su sentido a través del tiempo, cuando se vuelvan a leer estas palabras y yo las pueda ver con una perspectiva que hoy me hace falta. Cambiará su significado a los ojos de cada uno de ustedes. No hay intimidad más grande que la que tenemos con nosotros mismos, y en las palabras que leo encuentro las puertas a mundos internos que no podrían pertenecerle a nadie más. Lo que quiero decir es que soy yo la que elige qué decir, pero es el lector el que le da una intimidad. En la lectura, en la apropiación de una historia ajena, aparece lo particular. Ningún lector vivirá la misma experiencia, ningún par de ojos leerá lo mismo.
Si te gusta lo que encontrás en En Borrador, tenés hasta el jueves 29 de mayo para acceder a una prueba gratis de 7 días y leer todo el archivo. Hacé click en cualquier ensayo exclusivo que quieras leer (los podés encontrar en la sección de En Privado) y scrolleá hasta el final hasta que te encuentres con el botón de Start trial. Ingresá los datos de tu tarjeta, ponete un recordatorio para cancelar la prueba a tiempo (si ya sabés que no querés activar una suscripción) y listo, podés leer!
Hasta el mes que viene,
Juana
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Catálogo completo de Todas Nuestras Palabras (2021-2024)
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Esta escritora rechaza el intento por impulsar el engagement y reza por el regreso de un vínculo escritor/lector que exista en lo privado y lo honesto. En línea con esta idea, los comentarios de En Borrador estarán cerrados.
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