Como escritora, uno de mis mayores desafíos es evitar el impulso de dar golpes bajos. Aprendí hace rato que una buena historia no necesita una muerte trágica y que un gran romance puede existir por fuera de la dinámica [traición + gran gesto], pero es difícil correrme de una forma tan popular de entender la narrativa. Mi respeto por el oficio y por los pequeños gestos conmovedores de una vida ordinaria se choca con mi deseo egocéntrico y natural de ser la próxima sensación en la literatura. Quiero escribir historias donde el amor se sostenga en lo cotidiano, pero sé que seguramente tendría muchos más lectores si me permitiera caer en tramas donde el romance es sinónimo de tortura y angustia. Sé que este newsletter tendría más lectores si en estos ensayos me hubiese dedicado a exponer la historia de cómo conviví un año con una persona que me acosaba, y seguramente mi libro habría vendido más ejemplares si en alguno de sus capítulos yo hubiese contado con lujo de detalles las historias de deslealtad que viví en mis amistades. Lo digo sin querer sonar superada. Sé que el morbo tiene más público que la belleza simple porque yo también siento cómo me atraen los hilos de una espantosa historia bien contada.