Ser lo que ves
Sobre pedir perdón por errores ajenos, el futuro que busca cambiar el pasado y la mirada como identidad.
Siempre digo que no podría explicar cuándo fue que empecé a escribir, pero sí puedo distinguir los pequeños momentos en los que empecé a mostrar mis palabras. La primera nota que publiqué, hace años, en Facebook. La primera vez que escribí en Medium. El primer newsletter que mandé. El primer cuento que presenté a un concurso. Fueron pequeños momentos de compromiso y coraje, seguidos de esperanza y miedo en partes iguales. Ojalá me lean, ojalá no lo hagan. Diría entonces que a esta altura estoy acostumbrada a ser leída, pero estaría mintiendo. Se acerca el momento de que mis palabras sean impresas en un libro para ser luego vendidas en las librerías de mi país y no siento miedo, pero sí una cuota justa y firme de vergüenza. Quizás nunca se vaya, pienso, y entiendo que la tarea entonces es escribir a pesar de la resistencia.
Estamos ultimando detalles antes de que salga a impresión. Esto implica ver el boceto de la tapa, corregir el borrador, pensar en la dedicatoria y los agradecimientos. También estamos dándoles las últimas vueltas al título, porque es poco convincente por ahora. Para mí, además, se acerca el momento de tomar una decisión que en parte ya está tomada, pero de la que estoy a tiempo de arrepentirme. ¿Qué nombre elijo para firmar este libro? ¿Será Juana Sagarduy, mi nombre legal y el que me acompañó toda mi vida, o Juana Riepenhausen, el que le robé a mi bisabuela, el que usé para firmar todas las cosas que escribí en los últimos años? Es una decisión que se me hace incómoda. Ambas opciones me dan vergüenza por algún motivo. Si elijo mi nombre real, sé que voy a sentirme expuesta frente a los ojos de los que me conocieron toda mi vida, y que esto puede ser perjudicial al momento de hacerme cargo de este proyecto. Al mismo tiempo, usar el nombre con el que elegí ponerme el traje de escritora hace unos años me da pudor, porque mucha gente no sabe que es un apellido familiar, y siento que siempre tengo que estar aclarando que no me inventé un nombre alemán pretencioso para disfrazarme. Y al mismo tiempo, sé que cada una de estas opciones me proporciona algo distinto. Elegir mi apellido de toda la vida me permite cerrar círculos, decirle a la niña, adolescente y joven que fui que podemos. Elegir el apellido de mi bisabuela me regala un futuro con una privacidad asegurada, en el cual mi historia como ser humano pueda mantenerse en un espacio sagrado incluso si mi arte me vuelve cada vez más una persona pública.
Esta decisión me encuentra, además, en un periodo nuevo de mi vida como escritora. Ya no necesito ser el centro. Excepto en este newsletter, me estoy despegando del yo en la narración. Adoptar ese apellido familiar que nunca me identificó se hace cuerpo como una herramienta práctica, casi física. No puedo hablar de la Juana que soy, porque ella no se deja ver. Y se abren entonces nuevas preguntas. ¿Vale la pena lo que tengo para decir, si simulo no ser yo cuando lo digo?
Siempre encontré la respuesta en las palabras, y espero que esta ocasión no sea distinta. Lo importante no es lo que decida, sino decidir por los motivos correctos. Y sé que haga lo que haga estaré escapándome de un demonio y priorizando una necesidad. Suelo negarme la oportunidad de pensar las cosas. Me manejo por instinto y me aferro a los resultados de este impulso porque es difícil hacerse cargo de las repercusiones de una decisión tomada con convicción, pero creo que en este caso necesito sentarme y dejar que la respuesta que necesito me alcance.
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