Estoy más cerca de mi próximo cumpleaños que del anterior. Lo descubrí el otro día y no me gustó. Tengo un vínculo particular con algunos números. Tener 28 me gustó más que 27 pero menos que 29. Esperé con ganas cumplir 30, y ahora, aunque falte todavía, no quiero despedirme. Pienso en qué es lo que esperaba que esta edad me diera, y si me lo dio o no. Quería la absolución. Quería sentir que había llegado a esa línea que tanto tiempo había temido, esa edad decisiva en la que se suponía que ibas a tener todo resuelto. Quería cruzarla sabiendo que yo no lo había logrado. Mi independencia económica era dudosa, lejos estaba de empezar a formar una familia, el carnet de conducir era tan impensado como a los 18. Por eso soñaba con cumplir 30. Quería llegar a la fiesta mal vestida, presentarme con el mayor de mis esfuerzos sabiendo que no era suficiente. Quería sentir que me dejaban entrar igual.
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Cumplí 30 y, como esperaba, sentí que desde arriba me perdonaban. También lo sentí adentro. Fue fantástico. Ahora se acercan los 31 y siento que se me termina este año dulce. Siento que líneas nuevas se dibujan en el horizonte. Los 35 para algunas cosas, los 37 para otras, los 40 como un último llamado de atención. Vuelvo a ponerme objetivos que no sé si son realizables, como si le estuviera anunciando a mi versión futura qué es lo que espero de ella. Me detengo y respiro y me castigo un poco con compasión y un poco con bronca.
Sé cómo se escriben las novelas en tres actos. Sé que un personaje tiene que creer que encontró la respuesta a las cosas, se tiene que convencer de que está cambiando su forma de actuar, solo para descubrir tres pasos más tarde que en realidad solo estaba haciendo lo mismo de maneras distintas. Y a veces pienso que si uno entiende la narrativa la vida se vuelve aburrida, pero termino descubriendo que no podemos escribirnos nuestra propia historia. Yo estoy acá, con todo mi conocimiento en narración y todas mis lecciones pasadas, siendo un personaje tan predecible como todos.
Cuando cumplí 30 creí que estaba aprendiendo a tenerme paciencia, a quererme sin condiciones. En realidad, entiendo ahora, solo estaba aceptando una derrota porque la creía temporal. La línea se corrió, nunca se borró por completo. Lo que creí era una absolución se terminó convirtiendo en un aplazamiento. No aprueba, vuelva en cinco años con una cuenta bancaria más respetable. Le falta, vuelva en siete años con algunos hijos. No me haga perder el tiempo, vuelva en diez años con su amor propio resuelto. Y dicen que el amor incondicional es la aceptación, y si realmente me quisiera así, entera y sin condiciones, lo haría sin sentir que todavía le debo a la vida algunos aprendizajes. Si quisiera y aceptara mi vida como es, podría imaginar sin pena ni vergüenza un futuro en el cual no tengo la economía personal que me gustaría, o la familia con la que soñé. Si cumplir 30 realmente me hubiese absuelto, podría venir a decir que si no consigo todo lo que espero conseguir en esta época, voy a estar bien también. Pero no puedo. La idea de llegar a los 35, 37 o 40 sin tener cumplido lo que imagino que debería haber cumplido a esa edad se siente como un fracaso. Y esta soy yo, como personaje activo de esta historia, descubriendo una vez más que ese camino nuevo que creía estar recorriendo era igual al anterior, pero con diferente decorado.
Siento que hay niveles de adultez y yo estoy en uno principiante. Mi adultez me está encontrando leyendo las palabras de personas más adultas que yo. Algunas dicen que crecer es volver para atrás, volver a la infancia. Yo estoy empezando a pensar que se parece a recobrar el derecho a la inocencia. Por eso este mes este newsletter es una oda al no saber, al error sincero, al aprendizaje vulnerable.
Para esta edición voy a pensar en voz alta. También voy a responder algunas preguntas que ustedes me dejaron como entrevistadores anónimos. Como hace algunos meses, les traigo las palabras de una escritora amiga admirada, una receta de la casa y un club de cine por escrito.
Pensando en voz alta
Cuando no entiendo a la gente, pienso en cómo se llevan con su inocencia. A veces siento que todos los secretos de un humano se encuentran expuestos así, sin filtros, en este vínculo. No hablo de la inocencia como antónimo de culpabilidad, sino a la falta de maldad, la suavidad de las intenciones. Basta con mirar la predisposición de alguien a habitar su lado inocente para imaginar qué teme, qué esconde, qué busca.
La primera vez que me entendí querida por un hombre bueno rompí en llanto. Fue meses después de nuestro último encuentro, así que quizás las lágrimas eran impulsadas por la nostalgia pero también fue por reencontrarme con mi propia inocencia. Estaba en un día particularmente tranquilo, recordando lo que habíamos sido y pensando en lo que no seríamos nunca, cuando recordé una de nuestras últimas conversaciones. Un detalle que hasta entonces había pasado desapercibido volvió a mí, como si estuviera en una película en la que quieren explicarte el giro de forma obvia, con flashbacks punzantes.
La escena fue más o menos así: yo me había preparado para exponer frente a él un lado de mí que no me gustaba mostrar en mis relaciones. Sabía que tenía que hacerlo, pero temía el momento. Para tranquilizarme, repasé en mi mente las dos ocasiones en las que ya había tenido esa conversación en el pasado. En una de ellas la persona que tenía enfrente se había enojado conmigo. En la otra, había recibido la confirmación de que la situación no era ideal, pero no habría resentimientos. Conocía, entonces, solo dos reacciones posibles: el enojo o el perdón. Aspiraba a que la charla que se venía saliera como el mejor de mis recuerdos, pero temía estar equivocada. Cuando tuve que pararme frente a ese hombre que hasta entonces solo me conocía como una lista de adjetivos planos, temblé un poco. Le pedí perdón por tener que tener esa conversación, por ser un incordio, por molestarlo con una necesidad que no elegía ni controlaba. Rogué que me perdonara, que no se enojara, pero me encontré con algo nuevo: su predisposición para acompañarme en eso, de la manera que yo necesitara, como fuese que me hiciera sentir cómoda. “No te preocupes, hacemos lo que vos quieras.” El incordio se convirtió en circunstancia, la incomodidad propia en una tarea a resolver en equipo.
En ese momento, no le di la importancia necesaria a esa conversación. Me entusiasmé con el panorama que ofrecía su aceptación absoluta, y me dejé caer. Después de esa noche, por otras circunstancias, dejé de verlo, y la pena de la separación absorbió cualquier otro pensamiento. Cuando meses después repasé esa conversación y recordé sus palabras, sentí un dolor punzante en el centro del pecho. Esta nueva interpretación del recuerdo no anunciaba su cariño hacia mí —no estaba segura de él, quizás nunca lo esté— sino su bondad. Sin buscarlo lo imaginé de niño. La imagen vino a mí antes de que pudiera frenarla. Lo vi jugando con sus amigos, corriendo una carrera. Lo vi frenando y volviendo sobre sus pasos para levantar a uno que se había caído, arriesgándose a perder para no ganar solo. Quizás me equivoque, quizás no fue así de niño, pero me animo a asegurar que estuve en lo cierto. A partir del recuerdo de esa conversación aparecieron otros, como fotos separadas, todos confirmando mi teoría: él tenía la inocencia de quien no necesita salir primero. Y lloré. Lloré porque lo había perdido, pero sobre todo lloré porque en el encuentro con ese nuevo conocimiento entendí que por mucho tiempo me había perdido a mí.
Yo siempre fui inocente. Mi papá usa la palabra cándida. Así fue mi hermano, también. Nos tuvieron que enseñar a defendernos, a desconfiar, a protegernos de esos que están dispuestos a hacer todo para llegar primeros. Fue un aprendizaje lento y nunca logré completarlo. Durante toda mi vida me sorprendí de la maldad ajena. Nunca entendí la necesidad de sacar ventaja, nunca trabajé los músculos de la desconfianza. Para endurecerme, pasé a generalizar. Los hombres son todos malos, no se puede confiar en gente de esa familia, a los de Géminis ni un vaso de agua. No sirvió de nada, seguí sorprendiéndome con cada decepción. Las recibí con vergüenza. Yo debería haber aprendido a esta altura, pensaba. Para borrar esa marca imitaba a mis enemigos. Saqué ventaja, intenté llegar primera, mentí, traicioné. Me sentí peor que antes. Tuve que incorporar una vergüenza nueva, la peor de todas, esa que nace de haber hecho daño a propósito. Y no sirvió de nada, porque llevar la malicia adentro por unos meses o unos años no te enseña a entenderla. Seguí sorprendiéndome en cada carrera, mirando desde el piso a los que habían seguido de largo para ganarme.
Con el tiempo entendí que los niños que no se detienen no siempre son los que te empujan. A veces te caés sola, a veces te empuja el viento. A veces siguen corriendo porque no ganaron nunca y ser siempre últimos se vuelve cansador. Aprendí, o creí aprender, a ver la contraparte. La gente seguía corriendo cuando te veía en el piso, pero no siempre lo hacían con malicia. Cuando me convertía en un obstáculo, podía recibir dos tipos de trato: el empujón o la indiferencia, el enojo o el perdón. Me había olvidado que a veces la gente frena para levantarte, para llegar con vos a la meta. Lo recordé pensando en ese hombre bueno, y lloré por todos esos años que pasé refugiándome en absolutos, negando mi inocencia por miedo.
Siento que es más fácil vivir si uno se autoproclama niño. Uno de los momentos más importantes de mis últimos años fue una mañana normal, caminando por mi barrio. Me crucé con dos madres que habrán tenido pocos años más que yo, llevando a sus bebés diminutos en el cochecito. Elegí imaginar que eran madres primerizas, y por primera vez, en lugar de admirar todo eso que entendían y yo desconocía, en lugar de preguntar cuánto tiempo faltaba para que estuviera tan lista como ellas, las vi como niñas dentro de cuerpos adultos. Las imaginé igual que yo, de noche mirando el techo de sus habitaciones, sin entender cómo se supone que se tiene que vivir. Quizás no es posible dejar de ser un niño que no aprendió todo lo que se tiene que aprender, pensé. Y me sentí tranquila, después de mucho tiempo.
Ahora pienso que no puedo ser persona si no me permito ser inocente. Me protejo como me enseñaron mis padres, porque el mundo es peligroso, pero también me permito creer que la gente puede frenar si me caigo, pueden abrazar mis necesidades y resolverlas conmigo. Dejo de soñar con una carrera suave y sin obstáculos. Entiendo que voy a caerme, y me preparo para una situación donde nadie me levanta, pero también me animo a creer que algunos lo harán. Prefiero sorprenderme de la malicia y no de la bondad.
Cuando empecé a quitarle a mi inocencia el manto de vergüenza que sentí que llevaba por tanto tiempo, la vida se hizo un poco más fácil. Me animé a preguntar, a pedir ayuda. Dejé de simular ser dueña de una sabiduría que no me pertenece y envolví mi ignorancia en curiosidad. Descubrí que se puede aprender mucho cuando uno no intenta ocultar lo que no sabe. Me perdoné por tener necesidades que a veces e convierten en inconvenientes, y las nombré en voz alta, para no ser la única encargada de satisfacerlas.
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Con el tiempo el hombre bueno se convirtió en el primero de varios. Recibí en dos años gestos que no había recibido en toda mi vida. Me dejé cuidar y fui cuidada. Recibí a cambio mucha inocencia. Cuando uno baja la guardia el otro se siente inspirado a hacerlo también. Al reconocerme como la niña que sigo siendo me encontré con otros niños en cuerpos adultos. Todo, desde el amor hasta la pena, se volvió más simple.
Ahora identifico mi falta de inocencia en la vergüenza. Casi siempre mi pudor me ayuda a descubrir aspectos de mi vida donde me aferro a mostrarme como alguien ya aprendido, alguien que sabe qué esperar de una carrera, alguien que no se cae, y cuando lo hace no se sorprende si todos siguen de largo. Sé que ahí se esconde el próximo aprendizaje de mi vida. Y trato de encararlo con curiosidad, abrazando la inocencia de no saber.
Te pregunto, entonces:
¿Qué cosas no sabés? - ¿Cuando te sentiste inocente por última vez? - ¿Qué dice de vos tu vergüenza?
Entrevistadores anónimos
Todas las preguntas de esta sección fueron enviadas de forma anónima. El newsletter del mes que viene va a tratar sobre el miedo. ¿Me dejás una pregunta referida al tema para que yo escriba algo al respecto? No prometo contestar todas, pero sí leerlas con atención.
E: Si pienso en la inocencia, pienso también en la culpa. ¿Tenemos derecho a señalar? ¿Somos capaces de definir si alguien es pecador o inocente? ¿Sería mejor si habláramos de responsabilidad en lugar de culpas?
Quizás corra el riesgo de repetirme, porque hablé de culpa hace algunos meses, o quizás pase a contradecirme, porque uno va cambiando de opinión. Quiero empezar haciendo esa aclaración.
Empiezo por tu última pregunta y digo que sí, en mi opinión la culpa muchas veces es una responsabilidad. Tomar conciencia de esa culpa es responsabilizarse por las acciones propias. Creo que dije algo más interesante en el newsletter que escribí sobre este tema, pero no volví a leerlo, así que quizás no es así.
No creo que tengamos derecho a señalar, pero tampoco creo que no lo tengamos. No sé si evaluar a otros bajo tu propio set de principios es un derecho. Si de pronto hacerlo estuviese prohibido, no sé cuánto podríamos protestar. Creo que en general, excepto casos legales en los cuales una persona es declarada culpable o inocente, las responsabilidades son bastante relativas. Si somos seres humanos viviendo en sociedad, vamos a enfrentarnos muchas veces a los ecos de nuestras acciones, pero no sé si somos necesariamente culpables o inocentes. Cada acción trae una reacción, es el orden natural de la vida. Si yo quedo seleccionada para un trabajo, eso significa que las demás personas que lo están buscando no van a conseguir ese puesto, y esto va a desilusionarlas. ¿Qué significa, entonces? ¿Soy culpable de esa desilusión ajena? ¿Lo es la persona que me contrata? Creo que son muy pocos los casos en los que, fuera de una situación en la que está involucrada la justicia, se puede señalar claramente a alguien como responsable principal de una situación.
Pero volviendo al derecho a señalar, creo que no, no lo tenemos. Creo que naturalmente tratamos de entender el mundo con desesperación, porque vivir es difícil, y esto nos hace aferrarnos a binarismos. Culpabilidad e inocencia es solo uno de tantos. Necesitamos encontrar la razón por la cual las cosas pasan, y muchas veces esa razón es un otro y su responsabilidad. Personalmente, yo intento no señalar, sino mirar, entender. A veces me enojo y señalo. Nos pasa a todos, o por lo menos sé que me pasa a mí. A veces necesito sentirme mejor conmigo, y la forma de hacerlo es extrapolar la culpa en alguien. A veces, pienso, uno siente que lo que sea que está pasando no es justo, o no tiene sentido, y cuesta aceptar que puede ser el caso porque así es la vida. Entonces pasamos a encontrar a la persona causante de nuestros males, porque en el fondo nos aferramos a la ilusión de que haciendo eso quizás nos liberemos del problema. No es un mecanismo que sirva realmente, sino un truco de la mente. Creo que todos caemos en este lugar pero no, no creo que tengamos derecho a ir por la vida anunciando nuestras opiniones sobre otras personas, declarándolos fuente de responsabilidad absoluta.
Por último, no uso la palabra pecador. No sé realmente qué se considera un pecado para cada uno, y mi crianza religiosa no me hace sentir cómoda alrededor de este punto. Pero tampoco creo que exista la inocencia absoluta si vamos al caso. Si entendemos la culpa como responsabilidad o influencia sobre un resultado, nadie es del todo inocente.
En cualquier caso, pienso que todos estos planteos tienen como centro al otro. Señalar la culpabilidad ajena no es algo que me interese no por nobleza sino porque no sirve. Lo aprendo cada vez que caigo en el error de usar esto como placebo para mis angustias. A largo plazo solo sirve entender, en profundidad, la voluntad propia. Yo trato de ser consciente de su alcance, para que después no me sorprenda. Y me ocupo poco y nada de defender mi inocencia. Es otro estándar inalcanzable como ser humano. Mejor trabajar en aprender a pedir perdón, y a perdonarse a uno mismo. Siento que estas son tareas que a la larga dan más frutos.
Mi objetivo primordial, hace tres años, es el de unir escritores y darles una plataforma para que puedan expresarse. Hoy les traigo la inocencia como paracaídas, la inocencia en la comida, la inocencia en el cine. Todas nuestras palabras, para ustedes.
Alexa y yo nos conocimos por redes hace algunos años. Ella escribe, yo escribo, entonces leernos es un acto de comunión muy hermoso. Hace unos meses es parte activa de mi comunidad en Substack, dejando comentarios en mis columnas pagas o participando de las secciones privadas de mi equipo newsletter. Cuando pensé en la temática de este newsletter, Alexa fue la primera que se me vino a la cabeza. Sabía que ella había sido madre hace no mucho, y quería ver qué tenía para decirnos al respecto. Me alegra no haberme equivocado. Muchas veces he pensando en esa inocencia de supervivencia de la que ella habla, pero nunca lo había puesto en palabras de esta manera. Sé que van a disfrutar leerla, así que los dejo con ella sin más preámbulos.
Inocencia de supervivencia, por Alexa, sin i
Cuando escucho la palabra inocencia la relaciono directamente a la infancia. Lo hago sin darme cuenta. No es mi elección hacer esta relación, pero entiendo por qué me pasa. Veo a mi hijo, lo miro a los ojos, observo sus acciones, y sé que no hay un gramo de malicia en su ser. No conoce la viveza, tampoco le interesa. Entonces, entiendo por qué me pasa. Es un hecho que en los niños la inocencia no está cubierta por ningún velo, se la ve claramente, sin dificultad. Hoy quiero hablar de otra inocencia, la que no se deja ver tan fácilmente, o la que no vemos tan fácilmente. Quiero hablar de una inocencia que estoy aprendiendo a querer.
El concepto de la inocencia es la ausencia de malicia; esta inocencia es innata y va desapareciendo o transformándose con el paso del tiempo. Para mí, existe también una inocencia de supervivencia. Esta inocencia varía según el ambiente en el que estés. Es totalmente dependiente de la cultura, del país, de los códigos de tu lugar, de tus personas. Siguiendo con mi teoría, digo que es una inocencia de supervivencia porque es necesaria. Sin esta inocencia tal vez, pienso, no nos atreveríamos a hacer ciertas cosas. Ciertas cosas que no son vitales, literalmente hablando, pero que sí son necesarias para una vida más cercana a nuestros deseos. Entonces, cuando hablo de supervivencia, en realidad estoy hablando de vivir como nos merecemos vivir. Tomar decisiones, y sobrevivirlas. Accionar, impulsados por esa inocencia invisible que nos dice que nuestra idea no es tan desatinada, y sobrevivir al resultado de esa acción teniendo la certeza de que nos acercó más a quienes queremos ser.
Mientras escribo estas palabras, vuelvo a pensar en ella, en la inocencia. Esta vez hago un esfuerzo, y me veo a mí. Me veo a mis 15 años diciendo que no va a ser para tanto terminar con esa relación. Me veo a mis 18 años decidiendo mudarme a 6,000 Km de donde vivo en busca de una vida ideal. Me veo a mis 30 años eligiendo dar vida a otro ser humano, sintiendo la seguridad de que mi rutina iba a cambiar, pero no demasiado. Antes de ser mamá, no entendía verdaderamente el privilegio de disfrutar un momento en soledad, por ejemplo. De tener un momento sola. No diría que esta falta de entendimiento fue por falta de conocimiento, esto te lo dicen bastante. No puedo alegar ignorancia. Pero, honestamente, no lo entendía. Incluso percibía este anticipo constante un poco exagerado. Con esto no quiero decir que ahora no deseo ser madre; tuve el privilegio de ser mamá eligiendo serlo, y esto no es algo que doy por sentado. Sin embargo, pienso en esta inocencia que me abrazó desde el momento en que me enteré que estaba embarazada hasta que nació mi bebé. Pienso en cómo la odié —cuando la pude ver, claro—. Y pienso, ahora, en cómo me ayudó —como siempre me ayuda— a tomar una de mis mejores decisiones.
Estos momentos que menciono fueron puntos cruciales en mi vida. Y, probablemente, sin esta inocencia de la que hablo no hubiera tenido la valentía necesaria para hacer eso que tenía que hacer. Eso que hoy me hace ser quien soy, y gustar de la persona que soy.
Probablemente, en futuros dilemas importantes que se me presenten, esta inocencia de supervivencia vuelva a aparecer. Y ojalá no la vea, porque no me voy a animar. Si la veo no voy a poder. Y no quiero no poder. Ojalá venga, pero con sutileza, disimulada. Ojalá me ayude a poder hacer eso que tengo que hacer. Eso que necesito hacer para seguir sobreviviendo esta vida. Y, ojalá, después de hacerlo, pueda verla, abrazarla, y agradecer que ahí está; que ahí va a estar siempre. Ojalá.
Luján.mv nos regala un relato sobre su iniciación en la cocina, acompañado por una receta fácil y lúdica para aquellos que cocinen con niños, o aquellos que se sientan niños cocinando. Un aporte tan delicioso como inspirador, que me honra tener en este espacio.
La comida y la inocencia lúdica
No recuerdo expresamente la primera vez que me subieron a un banquito, cerca de la mesada de la cocina donde crecí, en la calle Vieytes. Cuando mis abuelos necesitaron más espacio, agrandaron la casa con lo que había y sin ayuda de un arquitecto. Al construir un comedor y una minihabitación, las hornallas quedaron ubicadas en el medio de la propiedad, sitio inoportuno para freír, cortar cebolla o asar un churrasco. Con todo, la cocina-engendro supo ser el rincón más popular de la casa: eje neurálgico, punto de pasada obligado para llegar a cualquier habitación, simbolismo arquitectónico incidental de una familia que otorgó siempre a la comida un rol protagónico.
Sé que apenas adquirí suficiente motricidad fina, mi abuela Licha me confirió responsabilidades para constituirme como habitante de ese hogar. Siempre bajo su supervisión atenta, me ocupaba de empanar milanesas, pelar arvejas frescas (¡de a kilo!) o amasar ñoquis para el almuerzo dominical.
Nunca me generó nervios encarar las tareas que me asignaba; se sentía como un acto de pertenencia. A tan temprana edad, las horas que dedicaba a la cocina se parecían a aquellas que destinaba a pintar, bailar o cantar. En mi mente, aprender la mecánica de una receta se asemejaba a estudiar las reglas de un juego: orden, razonamiento, memoria, atención, repetición. En realidad, no me importaba el resultado final porque desconocía el deber ser. Disfrutaba del proceso con la ingenuidad de quien desconoce lo que arriesga. Esa inocencia lúdica me acompaña hasta el día de hoy, cuando me permito experimentar para desarrollar platos adaptados a como me gusta comer a mí.
La receta a continuación puede prescindir de la procesadora si vas a prepararla con niños pequeños. Es cuestión de integrar ingredientes, amasar y dar forma a una pastita muy amigable. Aprovechá a jugar vos también y experimentá con distintas combinaciones que te copen: reemplazá la granola por cacao amargo y coco rallado; agregá maní, almendras o avellanas tostadas; cambiá el chocolate semiamargo por chocolate blanco o la manteca de maní por tahini. Más que una receta, en esta edición te traigo una fórmula intercambiable para que explores tu creatividad.
TRUFAS DE GRANOLA Y CHOCOLATE
Ingredientes (para 8/10 unidades):
· 1 taza de avena arrollada
· ¼ de taza de granola
· ¼ de taza de chips de chocolate semiamargo
· 1 cda de semillas de chía
· 1 cda de semillas de lino
· 1/3 de taza de miel
· ½ de taza de manteca de maní
· 1 cdta de esencia de vainilla
· Pizca de sal
Preparación
Procesar la avena, el lino y la chía hasta lograr una consistencia de harina. Sumar la miel y la manteca de maní y pulsar de nuevo hasta integrar. Mezclar con el resto de los ingredientes y amasar bien. Si la preparación quedase demasiado seca, añadir más manteca de maní a cucharadas hasta lograr una consistencia húmeda y maleable, que no se pegue a las manos. Armar pelotas del tamaño deseado y disponer sobre una placa con papel manteca. Llevar a la heladera al menos 1 hora antes de consumir. Duran hasta dos semanas en un recipiente hermético en la heladera, aunque seguramente las devores todas antes.
Anita Zeta nos trae un club de cine en comprimido con una película alusiva. Si sos parte de Patreon, vas a recibir una actividad completa para que uses esta película y conectes con tu deseo de escribir
The Florida Project (2017) : crecer como se puede
Una nena y dos nenes corren emocionados, suben las escaleras de un hotel y desde el balcón del primer piso, llenan de escupidas el parabrisas del auto de un inquilino nuevo. Antes suena Celebration de Kool and the Gang.
The Florida Project transcurre en el Magic Castle, un hotel que parece un modelo tamaño real de un castillo de Polly Pocket, ubicado en los márgenes del fantástico mundo de Disney. Cuando era chica, en casa había unos VHS que decían Disney es magia, es diversión. En The Magic Castle, no se puede cantar la misma canción.
En una de las habitaciones del hotel, viven Moonee, una nena de unos 6 años, con su mamá Halley, madre soltera y veinteañera. Moonee es una niña pícara, graciosa, ingeniosa y traviesa. También es esa compañerita del colegio que nuestras mamás no nos dejaban invitar a jugar. Pero a su corta edad, y viviendo en una habitación de hotel desordenada y oscura con su Teen Mom, Moonee no puede ser otra cosa más que lo que ve: gente más grande que vive como puede en una sociedad que brilla mucho por un lado, pero hace a un costado a otros tantos.
Cuando no va de la mano de Halley mientras estafa a turistas, Moonee anda a la buena de Dios. Yo podría dudar de que haya alguien mirando, pero a Moonee y a Halley las sigue de cerca Bobby (Willem Defoe), gerente del hotel y, me gusta pensar, guardián. Las veces que Halley se mete en problemas (que sucede más de una vez), Bobby interviene, pero nunca con una actitud policíaca, sino desde la compasión. Bobby está alerta porque ese es su trabajo; se preocupa porque es su manera de ser.
Además del fuego y las malas palabras, a Moonee le gusta un árbol caído, aunque no sabe bien por qué. Su inocencia nos estruja un poco el corazón porque entendemos lo que ella no entiende del todo. Entendemos que salir a jugar también es una manera de escapar. Entendemos que hay desconocidos que la asustan, que perder amigos le duele, y que quizás su vida es más dura de lo que debería ser para una niña de su edad. Pero ella aun así juega, corre y peina muñecas.
The Florida Project conmueve no solo por la infancia que muestra, sino también por cómo la muestra: sin señalar el dedo. El director, Sean Baker, tiene una mirada ecuánime y un corazón sensible. Esto se hace evidente cada vez que Moonee está en pantalla, sola o con sus amigos. Mientras exploran casas abandonadas o recorren esas zonas medio pantanosas de Florida, la cámara está siempre a la altura de los pequeños protagonistas. Es decir, el público en ningún momento observa a estos niños desde un plano superior. Es una estrategia de dirección tan bien lograda que nos resulta casi inevitable recordar nuestras propias infancias donde cualquier lugar fuera de nuestras casas podía ser escenario de aventuras y novedad. Así pasábamos nuestros días.
The Florida Project concluye con el resultado esperable de las decisiones que se toman a lo largo de la película, decisiones que son solo decisiones, no son malas ni buenas. Ante los ojos de Baker, quien parece no tener interés en aleccionar al público, los personajes de su historia son inocentes (o, mejor dicho, no son culpables de nada).
La película termina con un golpe de realidad que tira abajo el refugio de la inocencia. Pero entre tanta realidad, siempre queda lugar para la magia.
Para que consideren su forma de ver la inocencia:
Algo para leer: La amiga estupenda, de Elena Ferrante. Tardé un tiempo en empezar esta saga, pero me está capturando por completo. Qué hermosa, qué perfecta, qué terrible, qué inocente.
Algo para ver: Barbie, si les gustaba jugar con las barbies. Si no, Sharp Stick de Lena Dunham es una gran película sobre el despertar sexual de una chica de 26 años muy inocente.
Algo para escuchar: quizás ya lo recomendé acá, pero me encanta Free Period, el podcast de Alana Haim y Sasha Spielberg en el que hablan de sus vidas pre-adolescentes.
Algo para que nosotros leamos tus palabras: te invitamos a participar de la convocatoria abierta escribiendo algo referido a la temática de este mes. Consultá las bases y condiciones y envianos tu texto antes del 20/08.
Algo para que sean parte de nuestra comunidad: en agosto vamos a abrazar nuestra inocencia a través de la escritura. Vamos a conectar con los niños que llevamos adentro, analizar nuestra vergüenza y expiar culpas. Todo esto a través de un club de lectura, un club de cine, una actividad especial y consignas para explorar este tema. En Patreon vamos a leer Otroso, de Graciela Montes, mi libro favorito de la infancia. Además, vamos a tener consignas semanales inspiradas en la temática de este newsletter y voy a regalarles una guía corta para que conecten con las historias que disfrutaban leer en su infancia. Si quieren sumarse, pueden investigar cómo funciona Patreon y encontrar las propuestas del mes en este link.
Algo para que lleven la escritura al próximo nivel: la temática de este newsletter también se tocará en nuestros talleres de Terapia Creativa para Escritores. Cuatro clases de una hora (a veces más, a veces menos), la oportunidad de trabajar de forma individual y en parejas y debates abiertos sobre la temática mensual. Si es tu primera vez participando del taller, tenés un 30% de descuento y si venís con un amigo tenés un 2x1. Encontrás más info en nuestra página y te sumás al espacio contestando este mail.
El año pasado, en julio, escribí sobre la nostalgia. Este año me tocó atravesar la inocencia. En ambos casos usé este newsletter como excusa para volver a mi infancia. Estoy escribiendo estas palabras en el día del amigo, y no puedo dejar de pensar en mis amigas de épocas inocentes. Nos recuerdo tan chiquitas, tan llenas de dudas y curiosidad, tan permeables a la sorpresa y la decepción. Cuando estaba con ellas ser inocente, cándida como dice mi padre, no me daba vergüenza. Era fácil explorar a su lado, avanzar de la mano paso a paso, siguiendo el mismo camino.
Creo que es más fácil vivir cuando abrazamos la inocencia, y es más fácil ser inocentes cuando estamos en compañía de alguien que también se permite serlo. Ojalá vos tengas en tu vida personas que te permitan avanzar de a poco, aprender para saciar una curiosidad y no para eliminar el margen de error, intentar sin vergüenza, fallar sin miedo.
Si tenés algo que decirme, ¿me escribís a txt.juana@gmail.com? Sería un honor leerte.
Si querés sumarte a la comunidad que tenemos en Substack y hacerte parte del equipo newsletter, sos bienvenido. Si no, nos veremos de vuelta en tan solo un mes.
Gracias por llegar hasta acá,
Juani
A continuación, te dejo algunos links útiles, que antes solías encontrar a lo largo del newsletter.
No es necesario tener mucho tiempo o energía para cultivar tu amor por la escritura. Si te acercás a nuestro Patreon vas a encontrar diferentes opciones para seguir creciendo en este campo. Este mes, vamos a seguir explorando la temática del newsletter. Si te interesó leerme hablando sobre el tema, imaginate qué interesante va a ser escribir.
Todas Nuestras Palabras tiene varias secciones que llegan a vos con diferente frecuencia. Para entender un poco más, pasá por nuestra página de presentación.
Si querés convertirte en parte de esta familia de desconocidos que ahora comparten una vida, sumate a nuestros talleres. Tenemos clases grupales, individuales y talleres asincrónicos. Conocé las distintas opciones.
Conocé nuestra casa vieja y leé los newsletters del 2020.
Este espacio funciona a base de amor por la propuesta, libros que leo para crecer todos los días un poco más y Coca Cola que me acompaña cuando tengo sueño. Si quieren ayudarme a solventar esos libritos y coquitas, pueden hacerlo desde cualquier parte del mundo o desde Argentina.
Este tema me interpela y fue publicado el dia de mi cumpleaños, es una señal jaja
Juani ya escribi sobre la inocencia, donde puedo compartirtelo?